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«El balcón» de Jean Genet

La balaustrada de esta representación es el lugar desde el que los elegidos miran con aires de superioridad a sus súbditos. Es también la ventana que cierran para, de vuelta en el interior, dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Un burdel donde muestran su parte animal y las personas que son consigo mismos dialogan esquizofrénicamente con los personajes que son para los demás. Jean Genet vomita con inteligencia la absurdez del ser humano, haciendo de ella el arma, el escenario y la consecuencia de su megalomanía.

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Un coronel que gobierna soldados, un obispo que conduce almas, un juez que condena a los culpables. Formados para vencer, para desterrar al mal, para hacer justicia. Líderes que se quedan al otro lado del espejo, reflejos muy lejanos de ese hombre que exige rendición a la mujer que se encierra con él, a la que le viste, ante la que se arrastra suplicando que le permita ejercer su papel. Una casa de latrocinio que es un oasis de relax, una isla amurallada a salvo de la rebelión extramuros, en la que lo que ocurre quizás no sea real, aunque sí verdad, ni las personas que transitan por ella sean auténticas, aunque sí los personajes que encarnan.

El sexo y el desnudo físico es el marketing eficaz, la medusa que atrae con su promesa de placer y sensualidad, una puerta de entrada a algo más oscuro y recóndito, sin lógica ni razón, resbaladizo y camaleónico, salvaje y escurridizo, que se asoma altivo y solemne al balcón que da a la calle para después arrastrarse sinuosamente por el suelo cuando nadie es testigo de él. En este lugar las personas, las mentes y los cuerpos juegan a ser quienes desean ser, pero sin estar dispuestos a renunciar a lo que son fuera de allí. Dos papeles muy alejados, dos caras que nunca se ven, pero unidas en una sucia simbiosis de dependencia, incongruencia e hipocresía.

Ese es el género humano que Jean Genet había conocido y experimentado en los 46 años de vida que tenía cuando estrenó El balcón.  Tiempo en que vio cómo dos guerras mundiales habían matado millones de personas, las familias se traicionaban, los vecinos se vendían y jóvenes como él habían comido lo conseguido en la calle, yendo de cama en cama, de abuso en abuso y de delito en delito. Una experiencia que está tras la supervivencia, la inteligencia, la habilidad y la ausencia de una norma o moral establecida que puede sentirse en todas y cada una de las escenas de esta obra.

Un texto provocador no solo por mostrar mujeres con los pechos descubiertos u hombres vestidos de cuero manejando un látigo para humillar, sino transgresor por hacer de estos elementos recursos necesarios en su propuesta teatral. Muestras de lo profundamente deseado, pero nunca reconocido ni expresado verbalmente y que Genet utiliza de esa manera, integrándolos en lo visual del escenario, en lo gestual de sus actores, pero sin llegar a darles palabras. De esa manera carga su texto y su representación de una tensión tan inteligente como inevitable, que no hace sino aumentar, reforzar y verse apoyada por unos diálogos sagazmente mordaces que revelan a un ser humano hambriento de poder, egoísta, manipulador y banal.

El balcón, Jean Genet, 1957, Alianza Editorial.