Una ciudad solo la conoce verdaderamente el que ha vivido en ella a lo largo de mucho tiempo y la ha visto de día y de noche, en invierno y en verano, en los días anodinos y en los de exaltación. Pero a veces, basta la mirada de uno que está de paso para detectar cuáles son los rasgos que la definen y que forjan su identidad. Quizás acertadas, quizás equivocadas, aquí dejo estas impresiones.
Los iconos. A esta ciudad la pusieron en el mapa las maldades de JR y el asesinato de un presidente de los EE.UU. en sus calles. Al primero lo intentaron revivir con un remake televisivo en el que al villano le dieron el papel de bueno. Al segundo lo han convertido en una leyenda, un mito, y un reclamo turístico con un precio de entrada de 16 dólares para acceder al lugar desde el que se le disparó aquel 22 de noviembre de 1962. Apenas cuatro metros cuadrados en los que tras unas cajas se escondió Lee Harvey Oswald para apoyar su fusil sobre la ventana, y que hoy forman parte del llamado The sixth floor Museum. Al alrededor de ese “national historic landmark” un discurso museográfico a base de fotografías, vídeos y claridad expositiva nos cuenta cómo un hombre de buena familia y matrimonio de alta alcurnia transformó a los EE.UU. con su talante, empatía, inteligencia y frescura en una nación moderna, progresista y líder del mundo occidental, el bueno, el civilizado.
La arquitectura. Pero eso fue hace ya más de cincuenta años, cuando la capital financiera del estado de Texas –la política y administrativa es Austin- debía ser poco más que edificios de ladrillos. Hoy su financial district es una colección de rascacielos, los más modernos con exterior de cristal, entre los que han quedado escondidos algunos de los primeros hoteles con solera como el The Adolphus (1912) o el Magnolia (1922).
El clima. En el interior de ellos, como en cualquier otro edificio, aire seco a temperaturas casi gélidas. Al salir, una bofetada de calor húmedo de mes de junio que te hace sentir como estar continuamente junto a la salida de un potente aire acondicionado. Una tranquilidad que si se rompe serán con rayos, truenos y centellas, desatando una tormenta que podrá caer durante horas, pero cuyo rastro desaparecerá apenas haya cesado.
La soledad. Quizás por eso se ve tan poca gente en el exterior. Aquí los desplazamientos a pie son escasos, del parking al lugar de destino, el restaurante, el centro comercial, y de estos a las cuatro ruedas de vuelta. Los pocos que caminan aparentan no tener hogar al que ir, mayormente son de piel negra y mirada perdida, ropas sucias y conversaciones sin interlocutor. En las plazas del West End cualquier fotógrafo podría aspirar a conseguir miradas como aquellas con las que Dorothea Lange retrató la gran depresión de los años 30.
Una persona: un coche. “Yo soy de Etiopía”, me cuenta el taxista mientras avanzamos por una de las autopistas que atraviesa la ciudad con seis carriles por sentido, “vine hace doce años. Tuve suerte, me dieron la green card y me establecí aquí en Dallas. Me gusta vivir en esta ciudad, aquí voy al supermercado y puedo comprar lo que quiero, eso en mi país no pasaba.” Cuando le cuento que en Madrid lo habitual es ir andando a hacer la compra o que es posible ir al trabajo en transporte público pone cara de no dar crédito. “Aquí eso es imposible amigo”, me dice, “aquí la vida no se concibe sin un coche.”
Nadie en la calle. ¿Será ese el motivo por el que da igual la calle por la que vaya que solo veo a alguna persona aislada aquí o allá? Como figuras descontextualizadas de un óleo de Edward Hopper, traídos desde Nueva York o Massachusetts y puestos a andar en absoluta soledad. Como en la avenida Mockingbird –nombre que me hace recordar que algún día he de leer “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee-, calle formada a base de casas unifamiliares de cuidado estilo y exquisito acabado. Es en esta zona, junto con la vecina del campus de la Southern Methodist University, donde la eterna mancha de asfalto se cambia por cuidado césped y árboles de grandes copas y largas ramas bajo los cuales se puede caminar protegiéndose del sol.
La filantropía. Bien cerca queda el Meadows Museum, una de las mayores colecciones de arte español en suelo americano. Ellos mismos se presentan como un pequeño Museo del Prado, y méritos no le faltan para ello, desde frescos románicos arrancados de capillas de pequeñas iglesias castellanas hasta Jaume Plensa o Miquel Barceló. Todo ello por impulso de un acaudalado millonario que hizo su dinero en el negocio del petróleo y que 50 años atrás situó a Dallas en el mapa mundial de las ciudades con una entidad cultural de primer nivel.
El arte que nos cuenta quiénes somos y quiénes fuimos. Para conocer un poco de la creatividad autóctona, el lugar al que acudir es el Dallas Museum of Art. Aunque pequeña, su colección tiene mucho encanto, con piezas a través de las que descubrir cómo ha evolucionado la pintura autóctona desde los deslumbrantes paisajes del siglo XIX al impresionismo femenino de Mary Cassatt o el modernismo de Georgia O’Keefe. También es sitio en el que poder disfrutar un jueves por la tarde, día en el que la hora de cierre es las nueve de la noche, de un concierto de jazz en su cafetería.