No atenerse a las convenciones puede hacer que una convivencia social pacífica y una unión familiar agradable se conviertan en un infierno y en una jaula de autodestrucción. Estructurado en una serie de cuadros tan bien planteados como mejor escritos, “El pequeño poni” disecciona cómo respondemos ante los conflictos, transmitiendo un amplio abanico de emociones hasta provocar un profundo y conmovedor impacto en sus espectadores.
Todo padre desea para su hijo lo mejor y siempre que puede se lo provee. Pero hay terrenos en que tan solo le corresponde abrir la puerta y dejar que su vástago se desenvuelva por sí mismo. Eso es lo que sucede cuando cada mañana le ve entrar en el colegio del que no sale hasta horas después. ¿Qué ocurre allí dentro? ¿Bajo qué reglas, códigos y sistemas relacionales se funciona en ese lugar al que tanto valor simbólico otorgamos?
Los niños son tan transparentes que cuando tienen que ocultar algo son los mejores en hacerlo, el instinto de supervivencia tiene tanta fuerza en ellos que son capaces de construir una realidad paralela de la que sus mayores no sean capaces de percibir nada. Son los primeros en defenderse de un síntoma sin necesidad de saber cuál es la causa tras él. Así, el que se ve insultado, despreciado y pegado por no ser o actuar como los demás, suele callar en casa si ve que allí se responde de manera similar -o al menos no diferentemente- a la sintomatología que él presenta. Cuando a los padres les llega la primera noticia de lo que está pasando, ellos creen que es una señal, pero detrás hay ya toda una historia de oscuras raíces que cuesta desenmarañar y para cuya resolución puede que no se tengan la claridad de ideas y la energía que la situación requiere.
Esto es lo que le sucede a Irene y Jaime cuando se enteran de que su niño es acosado en su centro escolar por llevar una mochila con los personajes de la serie My Little Pony. El primer acierto de Paco Bezerra es no identificar ningún rasgo más del chaval, no hace falta, el detonante es tan absurdo que no hay que encontrarle ninguna excusa o justificación. Intentando buscarle razón a lo que no la tiene es como comienza el absurdo debate de los mayores y de cuyas consecuencias seremos testigos. Cuadro a cuadro en los que el autor hace de sus claros y directos diálogos un inevitable espejo en el que han de mirarse –si son capaces y si lo resisten entonces- sus espectadores.
Un viaje que va de la incredulidad a culpabilizar a la víctima y de ahí a querer saber cómo han actuado los responsables escolares. Como las respuestas no llegan y el acoso crece de manera tan inconcebible como real, la violencia se hace no solo más creíble, sino más brutal. La impotencia se encona dinamitando a quien la sufre haciendo que este, a su vez, hiere a quien le acompaña. Un fuego que crece y crece hasta que se desata la caja de los truenos y ya no hay marcha atrás, se visibiliza lo ocultado durante mucho tiempo y se materializa y hace presente lo escondido con alevosía.
Una atmósfera profundamente perturbadora a la que Luis Luque da forma haciendo que sus actores se manejen sobre el escenario con gran sobriedad, dejando así todo el protagonismo a lo que cuentan y expresan sus diálogos. Una asertividad que tiene un punto de más en el bloqueo y el intento de racionalidad que encarna María Adánez, pero que en el caso de Roberto Hernández se convierte en un efectivo despliegue de todo aquello que se siente en las butacas como es rabia, coraje o amor.
Por esto mismo El pequeño poni no es una función que finalice cuando se apagan las luces y salen los actores a recibir sus merecidos aplausos. La autenticidad de lo visto hace que llegue muy dentro y que una vez ahí no solo active el archivo de nuestros recuerdos, sino también, que agite –hasta incomodar si hacer falta- nuestra conciencia.
El pequeño poni, en el Teatro Bellas Artes (Madrid).