Una fantástica María Hervás se deja la piel sobre el escenario contándonos diferentes etapas en la vida de una joven musulmana en una sociedad injusta y discriminatoria.
En el reducido espacio de la sala off del Lara se presenta una muchacha de 16 años que dice residir en el culo del mundo, allí donde se vive de extraerle lo que no tiene a la tierra yerma. Un punto en ningún mapa en el que la vida se reducir a lo básico para sobrevivir y en el que todo es inexplicado por la religión. Coordenadas del Magreb profundo de las que se huye con la mente viendo a un autobús que pasa una ocasión por semana trayendo y llevándose la ilusión de que se puede ser feliz en otro lugar. Donde también se intenta escapar a través de las sensaciones placenteras que produce el sexo, al que se acerca mediante el desconocimiento y cuya realidad descubre a través del juicio y la condena por un embarazo fuera del matrimonio que atenta contra el honor y la dignidad de la familia, lo que en la sociedad del Islam queda encarnado por el cabeza de familia, el padre, el hombre.
Es en ese momento cuando María Hervás, que se ha hecho dueña de la escena presentando eficazmente a la ingenua Jbara con su desparpajo físico y su logrado acento árabe, comienza un deslumbrante ejercicio interpretativo en un recorrido paralelo al de su texto. Este, muy bien estructurado, avanza con la natural fluidez con que se suceden los registros que su único personaje tendrá que adoptar para conseguir sobrevivir en un mundo opresor, injusto y cruel con ella por su condición femenina. De hija subyugada por su progenitor a limpiadora sexualmente esclavizada por el dueño de un lugar de comidas, asistenta sujeta a los caprichos hormonales del hijo de los señores de la casa, chica de alterne y deseo proxeneta de turistas extranjeros e hipócritas autóctonos, presa entre rejas o escondida bajo el velo de un niqab como esposa de un imán. Tiempos en la vida de esta mujer en los que ha de luchar en la más completa soledad para mantener vivo su orgullo y dignidad ante la incomprensión, la violencia y la manipulación que unos y otros, en definitiva, todos, ejercen sobre ella.
Y desde el principio María deja al público sin aliento, con la boca abierta, viendo cómo evoluciona el papel que interpreta tanto en sus demostraciones exteriores como en las lecturas interiores que hace de lo que vive y piensa. Hervás monologa consigo misma, dialoga con Alá sus dudas, conflictos y convicciones, e interactúa con el público en uno de los despliegues más completos y brillantes que he visto en hace mucho tiempo sobre usos y logros del lenguaje corporal y de registros de voz en escena.
A medida que pasan los minutos y se suman las etapas vividas, ella crece, su lenguaje corporal se hace más rico, y su dicción evoluciona asimilando los años y experiencias que el texto le otorga en un discurso que avanza cada vez más elaborado y profundo en sus exposiciones. María, Jbara, y el trabajo de Arturo Terón con ambas y el libreto producen en su conjunto una honda impresión en todos los asistentes a la función. Admiración ante el humano, delicado, sensible y realista recital actoral de Hervás, pero también dolor ante la profunda injusticia –legal, social y en definitiva humana- que con la disculpa de la religión sufre no solo esta mujer, sino todas esas, millones en todo el mundo, a las que ella da cuerpo y voz durante estas dos magníficas horas de representación.
“Confesiones a Alá”, en Teatro Lara (Madrid).