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«Los mariachis», comedia y corrupción

Una perfecta exposición a golpe de carcajada y con un fino sentido del humor de cómo la corrupción y la incultura están interrelacionadas entre sí y de cómo nos lastran a todos. Cuatro intérpretes que con su exultante comicidad dan rienda suelta a todas las posibilidades de un texto excelente. Una obra que cala hondo y toca la conciencia de sus espectadores.

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No hay día que no veamos en televisión o escuchemos en la radio la noticia de un político que se ve obligado a retirarse de la vida pública ante las aplastantes evidencias de las ilegalidades que ha cometido desde un puesto en el que se exige y presupone la ejemplaridad pública. Situaciones a las que muchos de nuestros conciudadanos responden con indiferencia, como si fuera algo que consideran ajeno a ellos, o una inevitabilidad con la que conviven de manera natural. ¿En qué medida están relacionadas ambas situaciones? ¿Cuál es consecuencia de cuál? ¿Qué fue primero, la ignorancia de la incultura o el egoísmo y la falta de ética?

Esa corrupción con la que convivimos, ese patetismo que no sabemos o no queremos ver, es el que camufla sabiamente Pablo Remón en su texto (en otro gran trabajo como en El tratamiento) y el que desprende la atmósfera que tan bien crea y transmite su puesta en escena. Un logro que se debe, sin duda alguna, al excelente despliegue interpretativo de sus cuatro actores, encarnando cada uno de ellos a distintos personajes de lo más variopinto –desde el hilarantemente rural Luis Bermejo al cómico pasotismo de Francisco Reyes, la grotesca humanidad de Israel Elejalde y la tierna impaciencia de Emilio Tomé- en los dos ambientes en que está estructurada Los mariachis, la casa del pueblo y los lugares del poder en la capital.

En el primero viven tres hermanos cuyas preocupaciones se dividen entre las obligaciones de la granja de la que viven, cumplir estrictamente con los fastos que exigen las costumbres y tradiciones festivas locales y dejarse llevar sin más, al ritmo que marquen las horas del reloj y las estaciones del año. Una sencillez que no está exenta de vicios ni de excesos y que asumen con la misma naturalidad con que ignoran lo que no forme parte de sus coordenadas o esté destinado a satisfacer sus necesidades vitales.

En la ciudad, en cambio, hay que andarse con cuatro ojos porque nada es lo que parece y se expresa más por lo que se calla que por lo que se dice. En el ámbito público la retórica lo llena todo de eufemismos, terrenos comunes y palabras vacías. En cambio, cuando se está en intimidad no hay vergüenza ni pudor a la hora de mostrar una ambición sin límites ni el materialismo más egoísta.

Remón podría haber optado por otros registros más directos para mostrar su propósito, pero ha tomado un camino más difícil de transitar pero más efectivo para lograr el objetivo de que su mensaje cale, el humor inteligente. Lo que podría haber sido un oscuro drama resulta ser una conseguida comedia gracias a la transparente cotidianidad de sus situaciones, el sarcástico realismo de sus personajes y la ácida verosimilitud de sus diálogos. Sin embargo, lo que le choca al espectador no es el enfoque que ha visto de los temas tratados durante la hora y media de representación, lo que lo hace es cuando tras ella vuelve a escuchar un informativo u hojear un periódico y descubre que lo que ahí le cuentan no le deja tan buen sabor de boca como esta función.

Los mariachis, en los Teatros del Canal (Madrid).

“Kiki. El amor se hace” y se disfruta

Fresca, divertida, cachonda, espontánea, tan natural como lo son el sexo, la vida y las relaciones cuando las dejamos fluir libres de etiquetas, poses y prejuicios, bien hecha, bien contada, bien interpretada.

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La doble entrega de las aventuras de Carmina demostró que Paco León tiene poco pudor y aún menos vergüenza, que los prejuicios son cosa ajena a él y que su propuesta es acercarse a la vida y a las personas tal cual somos. Dicho esto, si algo nos hizo venir al mundo, nos da ratos de satisfacción y alegría –cuando no de felicidad transitoria- y supone un continuo estímulo para superar cuanto obstáculo nos surja por el camino, eso es el sexo. Así que únase este tema como hilo conductor, la manera de ver el mundo del amigo León y lo que ha aprendido tras dos producciones tras la cámara y el resultado que obtenemos es una de las mejores comedias vistas en mucho tiempo.

La primera secuencia, con ese collage de imágenes uniendo el comportamiento sexual humano y el animal demuestra que dos de los aspectos muy cuidados de Kiki. El amor se hace son su montaje y su fotografía. Cada encuadre está en ese preciso punto en el que se sitúa al espectador dentro de la escena, pero con la suficiente prudencia como para ser un testigo invisible de cuanto esté ocurriendo. Cada plano muestra lo que es necesario, dejando todo el protagonismo a los hombres y mujeres que transitan por ellos, seres de carne y hueso entre los que destila una química que va más allá de sus coordenadas para desparramarse entre los espectadores que llenan la sala. Lo de Natalia de Molina y Alex García, o lo de Candela Peña y Luis Callejo son auténticos fuegos artificiales. Un magnetismo como el que se da entre Luis Bermejo y Mari Paz Sayago, o entre Alexandra Jiménez y David Mora incluso con pantalla de por medio. En definitiva, magia, un porque sí irracional, sin aparente lógica, pero es ver juntos a Belén Cuesta, Ana Katz y Paco León y todo funciona.

Un acierto notable es no contar una única historia sino hasta cinco independientes, sin cruzarse entre ellas, tan solo quedando unidas por compartir dimensión espacio-tiempo al final de la proyección. El guión que nos va llevando de unas a otras está estructurado para darnos una visión tan completa como panorámica de lo que es la intimidad y el papel que el sexo tiene tanto en su consecución como en su consolidación. Y este, ¿qué es? ¿En qué consiste? Aparentemente, cada una de las relaciones que vemos en pantalla tiene como ingrediente una filia sexual que podríamos considerar rara, extraña, poco o nada convencional. Adjetivos calificativos que se caen y se esfuman gracias al humor dialogado y gestual que llenan cada secuencia y que demuestran que en esta vida lo normal es lo que hagamos que sea normal, y que lo raro será aquello a lo que le neguemos luz y palabras, aunque seguirá siendo parte de nosotros.

Y lo que corona esta película de principio a fin, lo que la hace grande, entretenida y divertida es su gracia, el desparrame de ingenio y de finura para hacer alegre cada momento. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos cada acontecimiento tiene el potencial de una sonrisa, de una carcajada si es acompañado. Y si es con deleite físico, mejor aún. De ahí a hacer de un roce una emoción, de una caricia una sensación, de hacer el amor el goce de vivir, va solo el ponerle la voluntad, las ganas y el buen humor de Kiki.