Un delirio peplum y kitsch, psicotrópico y opiáceo, onanista y machista con el que el grande de Barcelona da rienda suelta a toda clase de referentes de la gran pantalla y de su amplia cultura con la que, además de disfrutar y gozar consigo mismo, construye una fábula sobre el poder alienante del hedonismo y de las creencias religiosas.
La pasión de Terenci Moix por el séptimo arte fue mucho más allá de sus varios volúmenes de Mis inmortales del cine en los que repasó biografías, títulos, cotilleos y grandes momentos de la historia de la forma más conocida de entretenimiento del siglo XX. Terenci creció en la ciudad condal viendo las grandes producciones de los años 40 y 50, aquellas que con cientos de extras y decorados de cartón piedra nos trasladaban hasta los tiempos del Imperio Romano, el Egipto de los faraones o los episodios bíblicos sucedidos en Oriente Próximo. Posteriormente, ya como adulto, viajó a Londres para conocer la cultura pop, en París refinó su educación y en Italia amplió sus referentes humanísticos y comenzó a ser consciente de que en alguna, sino en todas, de sus vidas anteriores había sido egipcio. Esta mezcolanza de vivencias y ensoñaciones es la que bien pudo ser que diera lugar a la locura escenográfica en la que tiene lugar Mundo Macho.
Una novela descarada y desvergonzada, sin pudor ni recato, donde el desnudo resulta tan cotidiano como explícitamente sexual. Una sucesión de escenarios y lugares concebidos, descritos y vividos con derroche, exceso y megalomanía. Un eclecticismo en el que conviven arquitecturas mesopotámicas con alturas góticas, interiores románicos con decoraciones barrocas, pirámides con frescos rococós y cualquier otra combinación que a pesar de su bizarrismo resulte tan hipnótica y sugerente de ser transitada como el Mar Rojo que Charlton Heston abría simétricamente cual Moisés o desfilada triunfalmente a la manera en que lo hacía Elizabeth Taylor como Cleopatra.
En esta obra escrita en 1971, la capacidad retórica del hombre que después nos haría reír y gozar con Garras de astracán o No digas que fue un sueño era ya de una profunda riqueza, tanto para mostrar como para sugerir, encadenando descripciones, reflexiones y diálogos en una lluvia continua de sensualidad y erotismo tan corporal como ambiental que no tiene mayor objetivo que el placer por el placer del más puro hedonismo. Una belleza sin límites, provocadora del mayor acceso de síndrome de Stendhal, bajo cuyos efectos Terenci construye un mundo que aparenta regirse por un principio opuesto al nuestro, el triunfo del mal sobre el bien, pero que acaba resultando una alegoría que tiene mucho más de espejo que de contraposición. Es ahí donde el machismo no es un adjetivo sino una actitud tan eterna como la propia humanidad, la sumisión a un líder místico inexistente el principal elemento de unión de una comunidad, el poder no es un medio para gobernar sino para humillar y castigar sin lógica ni fin alguno, y la perfección física el primer filtro para jerarquizar y validar a los hombres.
No sé qué era más grande en el nacido en el Raval, si la imaginación o la verborrea, pero está claro que tenía un gran dominio de las posibilidades que ambas le daban y las sabía unir de manera tan creativa como eficaz. Embarcarse en cualquiera de sus títulos es siempre verse arrastrado por una realidad tan loca como inteligente y Mundo Macho no es menos. Aunque en esta ocasión el desparrame literario pareció írsele de las manos en sus últimas páginas y como si estuviera bajo el efecto de los opiáceos a los que hace referencia en algunos de sus momentos, se embarca en una búsqueda de significados interiores de la que este lector se sintió tan lejos como ajeno. Un final que sabe casi más a luz apagada que a cierre de historia, pero que en cualquier caso no quita lustre ni brillo alguno a todo lo leído, y por tanto, sentido y vivido, hasta entonces.