Más un diario destinado a liberar, ordenar y sanar emociones que un ensayo sobre la experiencia personal de una nieta con el padre de su padre. Vivencias, recuerdos y cicatrices resultado de un sistema familiar anárquico y desordenado. El resquemor de quien se siente herido transmitido con la frialdad de un atestado casi forense.

¿Interesa este ensayo por quien lo ha escrito o por sobre quién trata? Está claro que por el apellido coincidente de su autora y del referido en el título. Es decir, el morbo. Habrá quien diga que es por la curiosidad de tener más puntos de vista y experiencias directas que amplíen su conocimiento sobre uno de los grandes nombres de la historia del arte del siglo XX. Si ese es el caso, y aunque con matices, estas doscientas páginas en edición de bolsillo resultan decepcionantes. Que en Picasso el genio iba por un lado y la humanidad por otro es algo que ya pocos se atreven a poner en duda, pero aún así lo segundo pasa como una nota al pie de página, como una frase que se lee, pero en cuyo significado no se entra.
¿Por la inmensidad de su talento? ¿Por lo grabadas a fuego que están muchas de las églogas que se le han dedicado? ¿Porque somos incapaces de rectificarnos? ¿Por miedo a ir en contra de lo establecido? Asunto que da para un largo, sesudo y profundo debate que no es la intención ni el propósito de esta reseña. La cuestión es qué pretende Marina. ¿Cuál es su objetivo compartiendo lo que nos relata? Deduzco que expulsar de sí la toxicidad que ha destilado tras catorce años de psicoterapia y dejar de ver a Pablo como una figura inmensa, divina y tortuosa y reconocerlo como un hombre que, no se sabe muy bien porqué, no trató a los suyos con el cariño, el amor, la atención y la delicadeza de que se le presupone capaz a todo ser humano.
Fueron veintidós los años de vida que Marina compartió con su abuelo, desde su nacimiento en 1950 hasta la muerte de él en 1973, viviendo a pocos kilómetros, pero conviviendo mucho menos de lo que se presupone en cualquier historia familiar convencional. Algo más de dos décadas de desplantes (acercarse a La Californie y que su esposa Jacqueline o el servicio les dijeran que no estaba disponible), silencios (nunca hubo diálogos fluidos, juegos ni confidencias), desprecios (tratando a su propio hijo como a alguien inútil) y humillaciones (envolviendo la ayuda económica que les daba en retrasos y comentarios despectivos) con tremendas consecuencias en todos los que formaban parte de aquel sistema familiar.
Sin negar la realidad de lo que cuenta la hija del primogénito de Picasso, me sorprende el foco con que lo relata. Entiendo que se presente a sí misma, al igual que a su hermano (quien terminaría suicidándose) como víctimas, porque lo fueron, pero quizás resulte desmedido el reparto que hace de dicha responsabilidad. Casi todo va a parar al iniciador del cubismo. También hace partícipes a sus padres, pero con un prisma de yugo picassiano que, sin justificarles, prácticamente les exculpa. Una cadena de transmisión quizás relatada con excesiva simplificación, están todos los que tienen que estar, pero tan sumamente sintetizados que acaban resultando más bocetos de personajes de un cuento de terror que de una historia de identidades tan rotas como incompletas.
Una experiencia publicada en francés en 2001, complementaria a la que Françoise Gilot publicó en 1965 y a la que quizás la historiografía tendría que dedicarle más atención, ampliando la imagen oficializada de biografías como la de Patrick O’Brian (1976). No con ánimo de derribar al mito ni desvirtuar sus logros, pero sí para conocer más sus aristas y sombras, y de esta manera entender mejor sus motivaciones, estímulos e intenciones.
Picasso, mi abuelo, Marina Picasso, 2001 (2002 en español), Plaza & Janés.