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31 días en Kazajistán

Astana, 26 de Noviembre de 2013

Tres viajes, y si sumo los días de cada uno de ellos, el resultado es 31. En el último medio año, he pasado un mes completo en Kazajistán. Viajes laborales, pero también experiencias personales. Que hayan sido por trabajo los condiciona, eso está claro, pero también les da atractivos y circunstancias que de otra manera no hubieran existido.

Estepa, nómadas y antigua Unión Soviética fueron las primeras ideas que me surgieron en la mente al saber que iba a venir aquí. Tópicos que encontré y que experimenté. Las grandes llanuras con arbolado casi inexistentes en los centenares de kilómetros que recorrí desde la capital, Astaná, hasta la frontera rusa pasando por Kostanoi, y desde Karaganda hasta Astana. El espíritu nómada en las historias que te cuenta la gente local de etnia mongola y su orgullosa descendencia del imperial Genghis Khan. Y la huella soviética, muy visual y también muy sutil, muy invisible a la par, está en el carácter, en los modos directivos y burocráticos en que pueden convertirse y aparentemente complicarse en un instante, para luego resolverse con la misma velocidad, las relaciones personales y profesionales.

Astana: Capital

Quizás para dejar atrás los tópicos y con el fervor del patriotismo iniciado (Kazajistán comienza a existir como país en 1991 tras la desintegración de la URSS) en 1997 decidieron que la capital del país debía dejar de ser Almaty (en la frontera montañosa del sur con China y Kirguizistán) para ser Astana (en el norte). La Lonely Planet que hojeé en uno de mis viajes decía en su edición de 2007 que la ciudad tenía entonces 300.000 habitantes, y hoy seis años después llega a los 780.000. ¿Qué ha pasado? Antes el río Ishim debía señalar el límite de la ciudad por el Este, hoy es la línea que la divide en dos zonas, la antigua y la moderna. En la moderna todo el aparato burocrático (político y económico) de la República de Kazajistán con sede en la ciudad ocupando grandes edificios en un plan urbanístico diseñado por el conocido Norman Foster.

Un desarrollo urbano que tiene como centro un boulevard de 2,5 km donde a un extremo se sitúa el Palacio Presidencial (residencia del Presidente de la República que recuerda en mucho al Capitolio de Washington, con la variante de que su cúpula está forrada en azul lapislázuli) y a su otro término un centro comercial con forma de yurta, el centro de entretenimiento Khan Shatyry. En el centro de esta avenida el Bayterek, una torre de 97 metros de altura (simbología: tantos como el año en que se declaró la capitalidad de la ciudad) desde cuyo mirador se pueden tener unas vistas infinitas gracias a la planicie en que se encuentra Astaná (nombre que en kazajo significa “capital”). Si entras y subes puedes optar a la máxima experiencia patriótica de un kazajo, en el centro del mirador, colocarte donde en su inauguración lo hiciera el Presidente de la República, Nursultan Nazarbayev, poner la mano donde han esculpido la huella de la suya y escuchar en ese momento el himno nacional.

Al Bayterek se le conoce popularmente como “ el chupa-chups”, y tenemos otros rascacielos como el “mechero” o el “colchón” o el “huevo” del Ministerio de Defensa. Son algunos de los muchos edificios con formas cónicas y juegos geométricos  sólo posibles gracias a la moderna ingeniería en altitudes de decenas de metros forradas con cristal, acero o láminas que simulan ser oro.

Junto a la simbología, la simetría es la otra máxima buscada en este diseño urbano, a uno y otro lado de la plaza del Bayterek se abren en espejo el uno frente al otro las sedes mastodónticas del Ministerio de AA.EE. Y como guinda, dos vistas. En la explanada de entrada al centro comercial Khan Shatyry (lleno de marcas españolas con precios más elevados que en su mercado patrio, y en su último piso con una piscina de olas), una fuente en la que los chorros confluyen en un punto sobre el que visualmente se sitúa la cúpula del Bayterek. Nada es porque sí. Y si nos vamos al otro lado del boulevard, el Bayterek nos provocaría todas las tardes un eclipse en el momento en que en el atardecer, visto desde el punto central de la fachada del Palacio Presidencial, se sitúa tras él. Una perfecta simbiosis de líneas que tiene como fin la búsqueda de la belleza como equilibrio y la emoción de dejarnos boquiabiertos.

Añadir a este boulevard su prolongación espiritual. Al otro lado del Palacio Presidencial, cruzando el río Ishmir, y también en la línea (el boulevard) que articula perfectamente el Kahn Shatyry, la fuente referida, la torre Bayterek y la mencionada residencia presidencial, está la Pirámide, denominación popular porque tal es su forma. El nombre oficial, Palacio de la Paz y la Concordia, porque ese es el espíritu con el que fue ordenada su construcción por el Presidente de la República (todo gira en torno a él), como lugar en el que significar las más de 130 nacionalidades que viven en el país y el diálogo entre culturas y religiones. Como base un cuadrado de 62 metros en cada lado y una altura de… 62 metros. Otra vez simetría, geometría, equilibrio y simbolismo en las dimensiones. En su interior: un centro de convenciones, una teatro de ópera, una galería de arte, el Centro Internacional de Culturas y Religiones, la Academia del Mundo Turco,… un mundo que poder descubrir a través de las visitas guiadas que presta el edificio a sus visitantes.

Astana

La torre Bayterek, el palacio presidencial, el centro Kahn Shatyry y grandes edificios en los 2,5 del Green-Water Boulevard diseñado por Sir Norman Foster.

¿Es todo Astana así? Sí, ¡aún hay más! Grandes torres de viviendas –una incluso con gran similitud al Waldorf Astoria de Nueva York-, un auditorio para conciertos con un diseño que recuerda a las esculturas de Richard Serra en el Guggenheim de Bilbao, una ópera recién inaugurada con un coste de 500 M€ realizada en estilo neoclásico con mármol importado desde Sicilia, el centro de convenciones –sí, otro- del Palacio de la Independencia,… Insisto, ¿es todo así? Pues no, no todo es así. Fuera de las manzanas modernamente urbanizadas se ven zonas humildes, casas que parecen autoconstruidas en calles de escaso asfaltado y nula iluminación pública, y otras con construcciones en modo colmena que te recuerda el pasado soviético de Asia Central.

Una vuelta en el hop on-hop off es ideal para con su recorrido observar esta disposición de la ciudad sobre el terreno. Apenas 170 años de historia de un territorio que hasta iniciado el siglo XIX no conoció la vida sedentaria y que hoy pretende ser icono de lo más moderno de la globalización. El reto de Astana es 2017, el año en que será la sede de la Expo y por la cual tanto la ciudad como su país pretenden situarse en la primera línea del reconocimiento y la atracción en el mapa mundial.

Kostanay: construcción soviética

Antes que la arquitectura espectáculo, en Kazajistán se practicó la construcción funcional. La que no tenía detrás la planificación de las grandes firmas y el objetivo del marketing político y turístico, la que tenía como fin ubicar a la masa obrera para poner a esta al servicio de la acción productiva.

A extraer carbón y minerales como oro y cobre, y a practicar la agricultura de los cereales, a esos fueron trasladados cientos de miles de personas a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX a ciudades como Kostanoy en el norte de lo que es hoy Kazajistán. Fueron las décadas de la economía planificada, la que imponía un objetivo, una labor y una misión única a territorios y masas de ciudadanos. El precio, el que fuera necesario. El objetivo estaba por encima de los medios, de las posibilidades o de los costes que supusiera el conseguirlo.

El tiempo en esta ciudad parece haberse parado en 1991, en la caída de la Comunidad de Estados Independientes que siguió a la caída de la URSS. Bloques que parecen prefabricados, colmenas que se sitúan una detrás de otra, en sucesión como fichas de dominó. Con fachadas de estética geométrica –hasta la extenuación- descuidada y erosionada por el paso del tiempo y la dureza de un clima que pasa de nueve meses de invierno gélido a dos de verano tórrido en unas transiciones –primavera y otoño- que llegan como se van, en un suspiro de una quincena. El trazado urbano es una cuadrícula de avenidas anchas, con doble carril por cada sentido de la circulación. Estas son acompañadas por las largas fachadas de las edificaciones multifamiliares que parecen ser de hormigón. Según vas pasando una, otra, y otra, y otra,… te surge una duda, ¿por dónde se entra? Porque no has visto ninguna puerta o portal.

Kostanoy

Camina, tuerce a la izquierda o derecha según sea el sentido de tu andar, y por donde veas que entran y salen los coches a lenta velocidad, sigue tú. Si es de noche lo harás con muy poca oscuridad, y tendrás que tener cuidado de que no haya llovido o helado, porque quizás el suelo no esté asfaltado. Una vez hayas entrado en este patio “interior” te encontrarás con el portal que buscas. Probablemente desatendido, quizás abierto, con la cerradura estropeada. Décadas atrás todos los servicios colectivos eran provistos por el Estado, en el momento en que este desapareció, ¿quién se encarga  de gestionar la “comunidad de vecinos”? Parece que están aprendiendo a manejarse en colectividades autónomas.

Kilómetros y kilómetros

Fuera de los edificios ya descritos, las construcciones  que encuentras alejándote del centro de las ciudades parecen viviendas unifamiliares construidas por sus habitantes con un espacio circundante que  seguro muchos utilizan para una pequeña huerta de autoconsumo. Probablemente generadora de ingresos extra en puestos espontáneos en las grandes avenidas de productos frescos, hortalizas y verduras que le dan colorido y bullicio a la calle, en definitiva, vida.

Practicar la agricultura fue una obligación a modo de tortura que los rusos impusieron a los que se movían por estas tierras a finales del siglo XVIII. Hasta entonces los herederos de los modos y maneras del Imperio Mongol forjado por Genghis Khan en el siglo XII, vivían como nómadas desplazándose en núcleos familiares por el territorio de la infinita estepa. Pero eso llegó a su fin cuando los rusos quisieron emular el imperialismo de sus vecinos europeos, su brújula se dirigió hacia la estepa de Asia Central. Al territorio que iba desde la Siberia de entonces y ahora hasta cubrir el antiguo eje central de la ruta de la seda y hacer frontera con el imperio británico que desde la India y Pakistán se introducía en el actual Afganistán. Los límites este y oeste quedaban marcados por la frontera infranqueable de China y el Mar Caspio.

Actualmente varios millones de kilómetros cuadrados que se reparten entre cinco repúblicas: Kazajistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán. Este territorio no tuvo otra consideración por parte del Imperio Ruso, y posteriormente de la República Socialista, de convertirse en granero con el que alimentar a sus ciudadanos de primera.

Así fue como se iniciaron inmensas plantaciones de cereales –fundamentalmente trigo- que debían explotar los antiguos nómadas ahora hechos ciudadanos sedentarios. Un amplio porcentaje de ellos murieron por todos los factores que el abrupto cambio histórico produjo: la no adaptación al nuevo sistema de vida, la dificultad de que este fuera productivo, la contaminación de los acuíferos que los sistemas de fertilización ruso supusieron para el subsuelo –cuestión que se sigue intentando resolver hoy en día- o el trato de pseudo-esclavitud al que fueron sometidos las poblaciones locales –natas o desplazadas de otros lugares del primero imperio  y después república rusa-.

En aquella obligación del sedentarismo está el inicio de las poblaciones que viajando hoy te puedes encontrar en los 750 km de carretera entre Kostanay y Astana. No son muchas, quizás apenas una decena, de tamaño mínimo y con un estilo similar, casas de una planta, con tejados apuntados, pequeña parcela vallada a su alrededor y gran antena satélite junto a la puerta principal. Y en sus afueras manadas de caballos, ¿salvajes? No, criados para acabar formando parte de la sabrosa dieta autóctona.

KilometrosyKilometros

E igual te pasará durante el trayecto con otros vehículos, pocos, la mayoría camiones de gran tonelaje y utilitarios antiguos y pequeños, presupongo que Ladas rusos, o modernos de estilo deportivo de firmas japonesas y coreanas y algún que otro francés. Y te los habrás de cruzar con mucha precaución, la estepa es traicionera para el conductor. La carretera parece recta hasta el infinito, pero está plagada de baches y a excepción de los tramos cercanos a las dos grandes ciudades, con un firme manifiestamente mejorable.

Y dos consejos para el viajero. Primero, en todo el camino no te vas a encontrar otro espacio para el aseo personal que la estepa (en las estaciones de servicio tienen algo en formato rústico, nada recomendable). Y segundo, igual sucede a la hora de comer, ninguna opción en el largo recorrido. Tan sólo una excepción, a unos 100 km de Astana –y solo lo averiguarás si viajas con locales- un pequeño establecimiento al que no identificarías como donde poder comer. Pequeño, limpio y de apariencia muy modesto, pero con una oferta casera que ves preparándose en los fogones. El lugar es diáfano, y en un simple golpe lo has visto en su conjunto, un pequeño comedor con un mostrador, la cocina y un lavabo. La dificultad del idioma la puedes salvar señalando en las fotos que tienes en el mostrador cuáles son los platos que quieres, y la recia señora de gesto adusto que te atiende sumará su coste ¡con un ábaco! Te sientas en tu mesa cubierta con hule y a disfrutar de tu selección recién preparada. Elijas lo que elijas, platos bien contundentes y que saben a casero: sopa de fideos con verduras y carne guisada, arroz con carne a la brasa especiada, salchichas con puré de patatas,…

Espíritu épico

Las pocas poblaciones que puedas haberte encontrado en el recorrido anterior o en los 250 km que separan la capital de Karaganda –ciudad de referencia en el centro del país- te recibirán siempre de dos posibles maneras. En el caso de las localidades mencionadas con un arco de entrada que enmarca la carretera, y estas y muchas de las demás también con monumentos conmemorativos de grandes dimensiones que te parecerán deben ser la traslación de un diseño de formas geométricas llevado a la práctica multiplicando por 1000 la escala del papel. Además de estos, aparecen también en estos momentos en cruces y glorietas grandes pancartas anunciándote las virtudes, riquezas y objetivos del país. En muchos de ellos  verás al Presidente de la República jugando al tenis, saludando a niños, posando en un espacio público, o sonriéndote levemente sin más; en otros a grandes atletas olímpicos del país –como halterofílicos, judokas y nadadores- en el momento épico de la celebración y la medalla; o mujeres y hombres uniformados con mensajes relativos al objetivo de gran desarrollo que el país tiene establecido para hasta el año 2050.

EspirituEpico

No debes dar por seguro el cálculo de horas que te puede llevar un trayecto, además de la situación del firme y del tráfico de camiones, las obras se extienden por todo el recorrido, y a esto debes sumarle las posibles inclemencias meteorológicas. En lo duro del invierno, la nieve y el hielo son continuos, por lo que viajar de noche es opción a olvidar, las carreteras llegan incluso a cortarse por tormentas de viento.

Una dureza extrema que en su día vivieron todos aquellos que como desterrados y prisioneros ideológicos y de guerra fueron deportados por las dictaduras rusas desde sus lugares de origen hasta alguno de los 11 gulags que llegó a haber en lo que hoy es Kazajistán. Este es uno de los motivos de que un porcentaje mínimo de la población del país sea de ascendencia alemana y coreana. Allí donde Rusia hiciera prisioneros, los deportaba a miles de kilómetros para evitar riesgos de rebelión, los agotaba y extenuaba durante los largos trayectos de traslado, para posteriormente llevarles hasta la muerte en los campos de concentración por las duras condiciones de vida y de trabajo esclavo en estos.

Karaganda

Una de esas localizaciones fue Karaganda, en el centro del país. Durante la II Guerra Mundial lugar de recepción de miles y miles de prisioneros de guerra alemanes trasladados desde el frente europeo. No cesó su actividad en 1945 y en los años posteriores siguió recibiendo víctimas de las limpiezas étnicas que por todo el territorio ruso realizó Stalin. Algunos de aquellos millones de afectados fueron españoles que por convicción ideológica huyeron durante y tras acabar la Guerra Civil a Rusia. La desgracia les siguió ya que allí, años después, volvieron a verse como víctimas del régimen en el que creían debido a su origen geográfico.

Hoy Karaganda es una ciudad industrial, en la que por las mañanas ir al trabajo supone lidiar con un tráfico intenso. Donde hay una analogía entre el humo de los tubos de escape, el que  exhalan los muchos que fuman a la puerta de su trabajo (en los recintos cerrados está prohibido por ley) y el vaho provocado por los varios grados bajo cero a temperatura ambiente en otoño e invierno.

En la calle frío helador y en los interiores un calor antagónico. Las calefacciones no tienen término medio, y puedes llegar a pasar calor, mucho calor. Te conviertes en una cebolla poniéndote capas de ropa al salir al exterior y quitándotelas al volver. El sistema es como el de una gigante calefacción central que se articula a lo largo de todas las grandes ciudades. Tubos que siguen el trazado de las grandes avenidas, que de repente suben perpendiculares y la cruzan formando un arco para volver a situarse al nivel del suelo y seguir el callejero. No ves de dónde surgen, pero están en todas las calles y cuando entras en cualquier establecimiento cerrado su efecto es evidente, tus mejillas enrojecen producto del contrastado cambio de temperatura. Para consolidar el calor corporal también en el interior, la sugerencia es comenzar toda comida tomando de cuchara bien  caliente, una crema, que bien pudiera ser de salmón y gambas o de brócoli, o una sopa de tomate.

Para no pasar frío en el exterior te dicen “la clave está en un buen calzado y un buen abrigo, además de gorro y guantes, ¡ah! y ropa interior térmica, si tienes esto no hay problema en salir fuera”. ¿Y si tienes coche? ¿Cómo lo arrancas? Si tienes medios para ello, además de que duerma en garaje, el coche tiene un sensor que al alcanzar los -10º se activa y pone en marcha un sistema de calefacción para que sus circuitos no se estropeen por culpa de tan gélidas temperaturas mantenidas durante largo tiempo (días, semanas, meses,…).

La sonrisa kazaja

Pero por más que suba o baje la temperatura, el carácter afable o asertivo permanece. Uno u otro depende de la etnia con la que te encuentres. Aunque toda norma tiene más excepciones que afirmaciones de la misma, la sonrisa suele ser propia de los kazajos de origen mongol, mientras que el rostro serio y parco de los de origen ruso. Los primeros te consideran siempre un invitado al que han de agasajar y atender, al que guiar por las maravillas de su país, compartirán contigo lo que tengan y brindarán a tu salud. Sus ojos ligeramente rasgados transmiten más vida y el tacto de su piel en un apretón de manos es más cálido. El ruso será contigo más asertivo, sin adjetivos, recto en su pose, pero igual de eficiente y resolutivo si así lo necesitas de él.

La barrera del idioma es casi infranqueable si no hablas una de sus lenguas, ruso o kazajo, ya que pocos son los que entienden y hablen inglés. Complicado comprenderlas siquiera además cuando son lenguas que no utilizan el alfabeto latino, sino el cirílico en el primer caso y el túrquico en el segundo. Ante la imposibilidad te queda el lenguaje de signos y ahí la diferencia de carácter en la etnia se volverá a notar, probablemente el kazajo utilizará más recursos para intentar hacerse comprender o entender tu desesperada habilidad mímica. Hasta te dirigirá una sonrisa para favorecer el entendimiento y la empatía.

Y no te cansarás de que te sonrían, lo hacen no solo con los labios, sino también con la mirada, con la amabilidad de su trato. Resulta fácil establecer comunicación, para ellos ser anfitriones afables es tan natural como su curiosidad por conocer el mundo de su visitante.

SonrisaKazaja

Y entre ellos, ¿cómo hacen? ¿Cómo socializan? Preguntando a un local esta interrogante, su respuesta fue: “La dureza del clima y los modestos ingresos hacen que la forma de vivir no sea como la que tenemos los occidentales, en el mundo ruso-asiático multiplica por 10 los habitantes que ha de tener una ciudad para ofrecerte los mismos servicios que una europea. Por lo tanto aquí no se es de ir a restaurantes o de ir a cines, sino que la mayoría de la gente lo que hace es reunirse en las casas con la disculpa de una comida, un partido en la tv, una celebración,…”.

Comunión de cielo y tierra

Entre las construcciones soviéticas erosionadas por el tiempo, el clima y la baja calidad de sus materiales, y la modernidad de las grandes firmas arquitectónicas llaman la atención las mezquitas grandes, lustrosas, brillantes, que se ven en todas las ciudades. ¿Es Kazajistán un pueblo musulmán? “Hay muchas gente que practica el Islam, pero no somos musulmanes. Sí, hay mezquitas, pero aquí eso es estrictamente una religión, no un código social y civil como sucede en los países musulmanes”, dicho por un local de 34 años. “Cuando los musulmanes llegaron hasta aquí con la pretensión de conquistarnos militarmente siglos atrás, no lo consiguieron. Entonces lo intentaron predicando, y ahí sí que tuvieron cierto éxito, pero para nosotros el Islam es una forma de vivir la espiritualidad que hemos adaptado con lo que ha formado parte de nuestro espíritu nómada desde siempre.”

Cierto es que en el papel moneda (tengue es la moneda local) puedes ver la mano de Fátima, el talismán del mundo árabe que te protege de las desgracias. Ves mezquitas, pero no oyes llamadas a la oración ni a mujeres con la cabeza cubierta ni a hombres con chilaba. Quizás no haya espiritualidad musulmana, pero sí una estrecha relación con el mundo árabe que puede verse a través del dinero. El billete de 500 tengues, por ejemplo, incluye las famosas torres de Kuwait junto a las sedes del Ministerio de Finanzas y del Ayuntamiento de Astana, edificios costeados por el país árabe como regalo a Kazajistán.

Viajar, salir de la ciudad, parar en el campo, agacharte y tocar el suelo, levantarte e inspirar fondo, llenar los pulmones de aire limpio, abrir los ojos y mirar al cielo. Es una manera de llenarte de paz, de energía, de conectar con todo, con tu interior, con lo que te rodea y con lo que está más allá, con los que estuvieron antes y con los que vendrán después.” Y la misma mujer que me contaba cómo le gustaba hacer esto que su abuela le enseñó, prosiguió: “Somos un pueblo con miles de años de historia. En Europa tenéis una cultura que también tiene miles de años de historia, que ha ido y venido desde entonces. Pero en nuestro caso, tenemos algo que incluso es más antiguo que vuestra cultura, es una espiritualidad que pervive, que seguimos practicando.”

Y esa conversación te viene a la mente al día siguiente mientras viajas y por la ventanilla del coche ves la infinita planicie. Miras a lo lejos y no terminas de encontrar nunca ese punto en el que se funden cielo y tierra, nunca llega. Parece que siempre van juntos en el interior del kazajo, su parte terrenal, la parte de sí mismo pegada a la tierra en la que vive y le da lo que le nutre, y su parte espiritual, la que le llena el corazón de sensaciones y el espíritu de motivaciones e ilusiones.

CieloyTierra

… A Kazajistán

Viajar es de las experiencias sensoriales más enriquecedoras que hay, lo más parecido a un cambio temporal (o incluso un renacer) de vida. La oportunidad de manejarte en nuevos escenarios, y aprender de dichas situaciones o a través de las mismas. También de valorar correctamente las coordenadas de tu vida (hace poco leí algo así de Antonio Muñoz Molina: “… cuanto más viajo al extranjero, más conozco mi país…”).

Karaganda, 17 de noviembre de 2013.

mapa

Todo comienza en el momento en que has de prepararte para el destino al que vas. Kazajistán es el caso. ¿Qué conozco de allí? Nada ¿Qué se dice de tal país? Ni idea ¿Cuáles son los tópicos a los que recurrir? Pues la verdad es que tampoco lo sé. Perdido en el vacío de información. Opciones, empaparme de literatura o esperar al tratamiento de choque, llegar y que sea lo que Dios quiera (expresión vocativa, no se me malinterprete, que no va esto sobre cuestiones religiosas).

Finalmente uno opta por un punto de partida, leer algo para tener unas coordenadas, y dejar el resto al momento de la experiencia. También porque leer mucho sin vivir aquello de lo que te estás documentando se te queda en nada, es obligar a la cabeza a almacenar datos que no sabrá procesar por faltarle la fuerza que le imprimirán las emociones de las vivencias a dicho conocimientos.

Tomada esta decisión comienza el espectáculo. Obtener el visado para lo que tienes que justificar porque vas, hacer el pago del mismo (no, no puede ser por transferencia, quizás tenga que ser en mano en oficina del banco que te dicen y no olvides llevar el justificante del mismo si quieres obtenerlo) y esperar dos, tres días, o quizás solo veinte minutos.  Primera experiencia kazaja: reglas rígidas. Pero también hay que decir lo bueno, si las cumples todo es expeditivo (bajo sus cánones).

Si estás buscando experiencias autóctonas lo propio es que viajes con una aerolínea del país o de un estado vecino como manera de seguir introduciéndote en sus modos y maneras. En mi caso, la combinación conseguida para llegar a Karaganda (mi lugar de destino) fue con Transaero Airlines, ¿el motivo de ser la elegida? Ese, el de ser la que me ofrecía poder llegar hasta aquí.

Días después, tarjeta de embarque en mano te preparas para subir al avión y llegar hasta tu asiento 24A. El avión no es un parque temático experiencia non-stop, pero ya te avecina algunas cosas: la corpulencia física–ellos- y la presencia elegante –ellas- de los auxiliares de vuelo; la estrechez de los asientos (bueno, esto es norma general en la mayoría de las compañías aéreas); ni una cara sonriente entre el resto del pasaje; no entender nada de la prensa que te dan (todo en caracteres cirílicos); los sabores de la comida (en esto, al igual que en la mayoría de las compañías aéreas, no hace falta más descripción).

Dicho esto, a esperar, a esperar a que pasen varias horas hasta que llegas a destino (previa escala en Moscú, pero no hagamos más largo este viaje-lectura). Ese instante en que sales del avión y entras en la terminal del aeropuerto internacional de Karaganda (aunque a ti te recuerde –bajo tus experiencia como europeo, comencé el viaje en la T4 de Madrid-Barajas- a una estación de autobuses –véase su página web, tiene dos únicas puertas de embarque) es el de la inmersión total. Tu mente pasa de trabajar en automático para activar el modo alerta, todos los sentidos al cien por cien. A la cabeza la vista que todo lo registra, y tras ella el oído pendiente de saber si es capaz de descifrar algo de lo que se escucha a tu alrededor, y no, no es capaz.

Así que como dicen en algún sitio que recuerdo, “allí donde fueres haz lo que vieres”, y por lo tanto a seguir a la gente. Es fácil, un pasillo, unas escaleras de bajada, de repente no puedes seguir por la cola de gente que tienes por delante, levantas los ojos y 15 metros más allá ves un cartel que dice “Passport Control”. Afortunadamente el inglés lo entiendo, así que a esperar.

La fila como tal no existe, es una amalgama de gente que parece respetarse, pero si te fijas bien ves que hay quien se cuela. Lo notas sobre todo al final, cuando por fin te llega el turno y te colocas frente al funcionario que a ti te mira con extrema seriedad y hojea y hojea tu pasaporte porque no encuentra el visado. Mientras se pone a teclear miras hacia la fila y ¡ya no hay casi nadie! ¡Me han pasado todos!

Momento recogida de equipajes, llegas a la cinta y ¡la maleta no está! Como voy a saltos, esto ya lo conté, así que no me voy a repetir (la recuperé dos días después). A la salida de la sala hay un señor que lleva un cartel con mi nombre (estaba organizado) y me mira, nos hemos encontrado, yo a él por mi nombre y él a mí por mi cara de europeo y mirada de buscar quién me está esperando. Amabilidad al reconocernos, sonrisa y apretón de manos, además de ofrecerse a cogerme el equipaje de mano. Yo dije “hello!”, él me replicó, sería algo en ruso o en kazajo, pero… ni idea del qué.

Le sigo hasta el taxi y le sigo a apenas un metro de distancia, no hay luz eléctrica en el exterior de la terminal. Por detrás de nosotros el eco lumínico que llega del edificio y por delante no veo más que al fondo una pequeña luz en un sitio muy concreto, es la señal de taxi sobre el vehículo. Coincide con el dato que me habían dado, hay un 515 que corresponde a la licencia. Hace frío, seguro que estamos en torno a los 0 grados, con lo que se agradece entrar. Son las 06:30 hora local, estoy cansado, hace 16 horas que salí de casa, ganas de sentarme. Lo que no imaginaba es que lo iba a hacer sobre tapicería con diseño de leopardo.

¿Me gusta? Sí. ¿En serio? Noooo, no me gusta estéticamente hombre –que para gustos, colores-, pero sí la vivencia, ¡estoy viviendo la experiencia kazaja!

Carretera a oscuras y rumbo a la ciudad. A 100 km/hora el taxista va llaneando por la llanura, hasta que en un determinado momento baja la velocidad, miro y veo a un par de centenares de metros una garita, una valle y un coche pintado de azul y blanco, es un control policial. No pasa nada, ni paramos del todo, ni de la garita ni del coche sale oficial alguno. Volvemos a la velocidad y en 20 minutos hemos llegado al hotel (él sabía dónde debía llevarme). Ya está hemos llegado, ¡ya estoy en destino!

Ahora ya lo puedo decir, ¡ya estoy en Karaganda! Ya estoy en Kazajistán…

¿Continuará? (El viaje continuó, ¿lo hará el relato en este blog? ¿….?)

(imagen tomada de Google Maps)

JET LAG

Apenas he dormido tres horas, con lo que no puedo fiarme mucho de que lo que vaya a redactar esté bien estructurado y expresado (partiendo de que para ello tuviera habilidades, que con tan poco descanso uno no está para auto valoraciones). Pero bueno, dicho esto-valga como prólogo, previo, o excusatio non petita-, allá vamos…

cama-gato

Karaganda, 18 de noviembre de 2013

Una, dos, tres,…, en la cama, pero no cuento ovejitas sino las vueltas que estoy dando. Nada, que no hay manera de volver a dormirse. Me he despertado, desvelado y ya no me duermo, y mira que lo necesito, cansado, agotado físicamente después del viaje ayer y dormir tan sólo cuatro horas al llegar, pero… debe ser eso, debe ser jet lag. Las cinco horas de adelanto que sobre mi reloj biológico impone estar en Asia Central.

Y pienso en las dos palabras, jet lag jet lag jet lag, y a lo que me suena es a título de canción disco de los años 70 que además no recuerdo, la que me viene a la cabeza es “Upside Down” de Donna Summer. Eso sí, pensar en música me hace evadirme, me relaja, me tranquiliza. Quizás sea el primer paso para volver a dormir, dejar atrás la tensión física y entrar nuevamente en un relax mental  que me vaya llevando a… a ninguna parte porque el sueño no llega. Eso sí, aunque no pasa nada, la sensación es agradable,  se me ocurre pensar si estoy iniciando un estadio de trascendencia metal, ¿será algo parecido a la meditación que practican los budistas? Seguro que este interrogante que me planteo no tiene sentido alguno, me parecerá absurdo cuando esté en plenas facultades. Además, se acaba pronto el momento evasión del momento presente, la realidad vuelve de golpe. La compañía aérea me perdió mi maleta, ¿dónde estará mi maleta? ¡Ay!

Otra vez como al inicio, la cabeza embotada, las articulaciones como cuando tienes una gripe, ¡señor, qué cuadro! Y el reloj dice que son las 03:00 aquí, en España las 22:00 del día anterior. La gente que viaja con frecuencia de un lado a otro del mundo sin parar, ¡menudo descontrol interno que tendrán! Ellos y los que les rodean, porque se te tiene que poner un carácter, y así de continuo… Y además, ¡qué calor que hace! En la calle bajo cero y aquí dentro en modo verano, tumbado sin más encima de la cama.

Divago conmigo mismo, “y si fuera…”. ¿En estos momentos plantearse cuestiones así? Esto es como soñar despierto, no se puede controlar, mi cerebro actúa solo (ese momento en que en un documental te muestran lo activo que está tu cerebro cuando sueñas, ¡y tú no lo sabías!). ¡Y qué más da! Pues eso, y si fuera un animal, ¿cuál sería yo? Un perro, siempre he pensado que sería un perro, aunque quizás a la hora de dormir sea como un gato, un gatito como los que se ven en los dibujos animados con los puñitos apretados.

Pero por más que cierre los ojos,… encima en este país no deben existir las persianas y las cortinas son como de papel, y junto a la ventana de la habitación una farola de las que ilumina a lo grande. Si corro las cortinas y enciendo la luz, con el ventanal que tengo que tengo por pared, desde fuera la habitación va a parecer ¡un escenario! Y no hay remedio, en el neceser de mano no tengo ni el antifaz ni los tapones. Sí, todo un cuadro, pero ayuda a conciliar el sueño cuando estás “en cama extraña”.

A lo mejor lo que tengo no es jet lag, y es insomnio sin más y no hay que darle más vueltas. Porque como siga dándole vueltas voy a entrar en un bucle en un bucle en un bucle en un bucle… Y si fuera insomnio , ¿a qué sonaría el insomnio? ¿Quizás a Bjork cuando se pone en modo íntimo en “Bailar en la oscuridad”?

¿Qué es ese ruido? Pi pi…. Pi pi… como dos vece “pi” y silencio y otras dos veces “pi” y silencio. ¡Ay! El móvil que se está quedando sobre la mesa sin batería y me grita para que lo ponga a cargar. Pues no soy capaz de moverme, lo dejo sonar, pi pi…. pi… pi…. Hasta me acostumbro a ello, es como los sonidos electrónicos de las canciones que Giorgio Moroder produjo a Donna Summer. Volvemos a la música disco de los 70, a esa psicodelia visual de colores y formas que van y vienen que puedes ver en tu pc cuando reproduces la música con el Windows Media Player.

Y el despertador que está puesto a las 07:30 que mañana, o sea ya hoy, hay cosas que hacer. Y yo que no tomo café…, pues nada, a esperar a que llegue el sueño cuando quiera venir… ¡Qué cosa esta del jet lag!

(Imagen tomada de decoesfera.com)

¿Dónde está mi maleta?

(basado en hechos reales sucedidos hoy mismo)

PULLMANTUR_AIR

Karaganda, 16 de Noviembre de 2013

Viaje por motivos laborales, 12 horas de vuelo en tres tramos, 5 horas de diferencia horaria, al llegar a Kazajstán los locales se te cuelan en el control de pasaportes –y te dejas no sea que la vayas a liar-, unos cuantos grados menos de temperatura –por debajo de cero-, no entiendes los  idiomas locales (ni el ruso ni el kazajo), y cuando el periplo parece casi acabado… ¡Desolación! ¡La maleta que no aparece en la cinta de recogida de equipajes! ¡Me han perdido la maleta! Y ahora, ¿¿¿qué???

Miras a tu alrededor y ves lo que en el fondo es cualquier aeropuerto, 0 glamour y 100% un hangar a base de módulos prefabricados. Además… Además, la cinta ya ni se mueve, ¿se la habrá llevado alguien? No creo, no soy de pensar mal. ¡Ay, mi maleta! ¿Dónde estará? “… Seguro que en Moscú, que en la hora de escala no les ha dado tiempo a cargarla en el segundo avión…”, pienso para mí.

La labor deductiva está muy bien para creer entender lo que ha pasado, pero no resuelve nada. A mi alrededor ni un cartel con un icono interpretable como “equipajes extraviados aquí”. Junto a la puerta de salida –que está aquí mismo, a ni diez metros de la cinta de recogida- un muchacho le pide a los últimos viajeros que le dejen comprobar el recibo de equipaje de su tarjeta de embarque con el que va pegado a la maleta. ¡Vaya manera de comprobar que cada uno se lleva solo lo que es suyo! Quizás rústico, pero juraría que es la primera vez que veo un sistema de comprobación para este tema en algún aeropuerto del mundo de los que he conocido hasta ahora..

No sólo lo sentía, sino que ahora puedo constatar que nadie se ha llevado mi equipaje. Hay que reclamar. Así que le digo al muchacho “Lost luggage” y coge su walkie-talkie. Habla en ruso, no le entiendo. Me dice “Come with me”, me fío de él y le sigo. Me caía de sueño, pero ahora… ¡despierto y firme como una raspa!

Subimos en un ascensor un piso y aparecemos en la entrada principal del aeropuerto, la terminal vacía. Al fondo una ventanilla iluminada y una persona. Está claro, allá que vamos. Voy empujando el carrito en el que he colocado la maleta de mano –brillante idea esa de llevarla con un poco de ropa “por si te pierden el equipaje”-y el maletín del ordenador. “Ten minutes”, segunda vez que me habla, pues eso, a esperar mientras él entra a no sé dónde.

Ni en dos minutos está de vuelta, me abre y entro en una sala destartalada. En la calle están bajo cero y aquí calefacción a toda máquina. En el suelo una alfombra gigante que todo lo cubre y que tiene toda la pinta de ser un vivero de ácaros, a uno y otro lado de la sala dos mesas que parecen hacer equilibrios para aguantar en pie y llenas de papeles en modo desorden desordenado. Una chica joven aparece por detrás de mí, se quita el abrigo, se queda en manga corta –lo dicho, calefacción a todo gas- y me mira con cara amable (es la tercera vez que vengo al país y en general la gente, de entrada, suele recibirte con gesto empático).

Saca un formulario y una cartulina gigante, comienza el trámite, rellena el primero a mano con los datos de mi billete y los que le doy la maleta. Seguimos en modo inglés básico, me pregunto para mí mismo si al igual que el chico habla algo de inglés o estas son las frases que se sabe y que le ayudan a resolver estas situaciones.

Toda mi atención en el dato clave, que la maleta llegue al hotel en el que estoy, aliviado porque no me lo sé de memoria y a la blackberry aún le queda un vestigio de batería para poder enseñarle el correo en el que tengo su nombre y los datos de contacto de mi empresa aquí.

¿Cuándo la voy a recibir? Sólo voy a estar dos días en Karaganda. El martes me voy a Astana, comienzan entonces mis preguntas y la cara de la joven chica se queda en modo atónito, desaparece la empatía que había visto hasta entonces.

Bueno, si quiere se la llevamos directamente a Astana, me responde ella, pero más que una respuesta me parece una salida por la tangente y mi caldera interior y el mecanismo de la paciencia a la par se activan.

– No, mire, voy a estar 48 horas aquí y necesito mi ropa (menos mal que llevo algo en la de mano pienso para mí.

Rápidamente me hago una composición de lugar: el formulario lo ha rellenado a mano (deduzco que después tendrá que telefonear o sabe Dios qué); ni yo hablo ruso ni ella habla más inglés del que parece manejar; y mi muy limitada experiencia kazaja –dos viajes anteriores- me dice que aquí las preguntas no ayudan a solucionar los imprevistos –estos se resolverán con el devenir del paso del tiempo, cuestión aparte es cuán largo o breve sea este trascurrir-, así que papeles en mano y con número de contacto apuntado no queda más remedio que marchar.

Las personas somos animales grupales y como individuos no somos omnipotentes. Dicho de otra manera, que no conozco los modos y maneras locales a la hora de tratar los asuntos burocráticos –aparte del ya importante detalle ya mencionado de que no hablo ruso-, así que confío en que mañana mis compañeros de trabajo en el país llamen en mi lugar al número que tengo y a esperar –a la manera kazaja, o sea, con paciencia- a recibir mi maleta.

Digo esto, pero no lo hago. Llego al hotel (momento Lost in Translation con la recepcionista que ahora no viene al caso), entro en la habitación (casi una hora después de llegar debido al momento Lost in Translation), enciendo pc, introduzco la contraseña del wifi, me conecto a internet y allá que voy a la página web de Transaero Airlines. Y mi corazón sube hasta la altura de la garganta, no hay más vuelos Moscú-Karaganda hasta el miércoles (si es que he de esperar a que traigan en avión mi maleta desde supongo se ha quedado) y para entonces yo ya no estoy aquí, y ese día necesito vestirme de traje, y el traje ¡está en la maleta!

Mi mente vuelve al momento colectivo, esperaré a que me ayuden mañana mis colegas laborales. No hay más opciones que esta por el momento.

¿Y mientras tanto? Pues a ser resolutivo y a hacer como antiguo, combinar por el momento los dos pantalones y el jersey con las dos mudas que llevo, la puesta y la que va en la maleta de mano.  Qué sabio  aquello que le oí en su día a alguien –supongo que a una señora mayor, o quizás no lo oí y me lo estoy imaginando o justificando para colocarlo aquí- “cuando viajes, lleva siempre en la maleta una muda nueva de repuesto por si acaso”.

Salvado por el dicho popular, me pongo la nueva, lavo a mano la que me quito, me encomiendo al destino y… a dormir un poco y a esperar a que llegue mi maleta desde donde quiera que esté.

(Imagen tomada de pullmantair.com)