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“Rojo”, el color de Rothko y Echanove

 

Súmese a la solidez del texto de John Logan y el atractivo de la personalidad y la obra de Mark Rothko, dos interpretaciones perfectamente complementadas que no solo sirven para construir el biopic que esperamos, sino también para sumergirnos en el universo humano que se crea entre el creador consagrado que aspira a hacer visibles nuevas dimensiones espirituales y el joven artista que desea encontrar su sitio en el mundo.

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Más allá de anécdotas puntuales y algún que otro juicio de valor, John Logan no pretende darnos una lección académica sobre Mark Rothko con su texto, sino transmitirnos una serie de cuestiones que nos lleven a la reflexión y a que dialoguemos interiormente con los dilemas, propósitos y luchas de su protagonista, tanto consigo mismo como con el tiempo y lugar en el que vivió. Una misión que Juan Echanove asume con naturalidad y sencillez, sin estridencias, equilibrando a la persona con el pintor, transmitiendo la autoexigencia de Rothko, aun siendo ya alguien consagrado, por ir más allá que sus antecesores en la carrera contrarreloj en que se convirtió la evolución del arte en el siglo XX.

Un propósito que tal y como Logan expone asumía como un deber moral para evitar que el aburguesamiento y el capitalismo de las élites convirtiera en decoración las metas artísticas ya logradas por la sucesión de ismos. De ahí su investigación continua para dejar atrás reglas, formalismos y academicismos y alcanzar lugares recónditos de la expresividad con los que conseguir mayor libertad creativa y por tanto, de desarrollo y progreso individual y colectivo. Una búsqueda que pasaba por traspasar el lienzo, la materialidad de lo que percibimos a través de los sentidos y llegar a la dimensión espiritual de cualquier persona.

Un objetivo complejo que la puesta en escena de Rojo consigue que sea perfectamente comprensible al tener en cuenta en todo momento a la persona que es también el insaciable investigador. Dos dimensiones a las que asistimos con los ojos ansiosos por conocer, descubrir y entender de su joven asistente encarnado por Ricardo Gómez. Jornadas de trabajo en el estudio de 9 a 5 en las que el aire está lleno de Rothko, pero dejando oxígeno suficiente para que su ayudante también pueda respirar y ser él mismo. Una relación entre diferentes, pero equilibrada, sin prismas paternalistas, que tiene claras las distancias, pero que no hace de ellas el elemento central, sino el que marca las oportunidades y las dificultades para que estas coordenadas sean positivas, fructíferas y provechosas para ambas partes.

Una convivencia, la humana de los personajes de Logan y la interpretativa de Echanove y Gómez, que se salda con balance positivo en ambos casos por dejar que sea lo que hay entre ellos, y no solo sus personalidades, lo que toma cuerpo y se manifiesta sobre el escenario. Por muy grande que sea un nombre, por muy aislado que esté un ego o por mucho que ciegue la falta de experiencia, toda convivencia implica un diálogo.

Ese es el verdadero propósito de Rojo, más allá de contarnos un episodio de su vida, el lucrativo encargo en 1954 de una serie de murales para ser colgados en el restaurante Four Seasons de Nueva York. No solo hacernos ver quién era y cómo pensaba Rothko, sino también cómo daba forma y manifestación a sus ideas, frustraciones, satisfacciones y necesidades vitales, y como este proceso –tal y como vemos en su colaborador- es análogo en su forma, aunque pueda tener otra motivación o pretender otro destino, al que puede seguir cualquier persona.

Rojo, en el Teatro Español (Madrid).

Intenso drama el de «Los hermanos Karamazov»

Cada familia es un universo en sí misma, un mundo sometido a múltiples corrientes que cuando no fluyen de manera ordenada en una misma dirección desencadenan un escenario de luchas, de fuerzas y poderes, de un todos contra todos que no tiene como fin la victoria, sino la derrota. Tolstoi lo reflejó de manera maestra en sus novelas, Gerardo Vera lo ha llevado a escena en una gran adaptación teatral y Juan Echanove lo conduce sobre el escenario de manera brillante.

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Condensar las más de mil cien páginas de esta novela de Tolstoi no debe haber sido tarea fácil ni rápida para José Luis Collado. Sin embargo, tras ver su representación, solo queda decir que su labor de síntesis para recoger las tramas fundamentales de la trama concebida por el creador de Anna Karenina es un gran trabajo. No solo por haber sintetizado con efectividad narrativa sus líneas argumentales, sino más aún, por la rica personalidad con que ha dotado a cada uno de sus personajes. Un material a partir del cual Gerardo Vera ha creado una endiablada atmósfera que con el paso de los minutos se hace más hipnótica y envolvente en su discurrir de tres horas llenas de emociones y pasiones, una montaña rusa de visceralidad y bajas pasiones que sin el contrapeso de la razón, aboca a la familia Karamazov a un desenfreno de odios, envidias, humillaciones y venganzas sin posibilidad ni esperanza alguna de buen final.

Texto y dirección son, a su vez, los medios que han permitido a los actores dar vida a unos seres que rezuman autenticidad, llenos de contradicciones, sumidos en un cruce de direcciones encontradas, entre lo que les dicta su sentir y lo que ejecuta su hacer en un repertorio de motivaciones emocionales que va desde el amor y el deseo de poder a la venganza y el miedo a la soledad. En sus gestos, en sus movimientos y en sus cambios de registro quedan recogidos todos esos pequeños matices en los que está la intensidad de los grandes momentos, esos  detalles aparentemente nimios que se convierten en puntos de inflexión para esas vidas que duran más que el tiempo de la función a través del recuerdo que generan en los que hemos ido a verles representados.

Juan Echanove despliega como patriarca de los Karamazov un derroche interpretativo que hace de él no solo el señor de un clan, sino también un humillante padre, un amante que no ama, un despiadado ser humano, un tirano cruel y despiadado. Una brutalidad psicológica con la que gobierna a su familia y una riqueza actoral con la que hace suyo el patio de butacas. Fernando Gil demuestra que lo suyo es más que presencia física y capacidades atléticas, su cuerpo es el vehículo a través del cual el hijo Dimitri rezuma el hartazgo, la rabia y el deseo que desencadenan los acontecimientos de los que hemos de ser testigos. Oscar de la Fuente es muy sutil, y desde su secundario Smerdiakov, ese hijo bastardo despreciado por su limitada inteligencia, construye una presencia llena de destellos que le hacen coprotagonista, tanto del devenir de la familia retratada, como de su escenificación. Sin olvidar a Marta Poveda, la mujer que desata las pasiones incompatibles de un padre y su hijo, y Lucía Quintana, esa a la que se las niegan. Ellas son, cada vez que aparecen en escena, ese punto que acumula las energías que flotan en el ambiente para dirigirlas en una u otra dirección.

Hay algún aspecto menor que podría haberse evitado como el recurrir a músicas reconocidas (la banda sonora del Drácula de Coppola compuesto por Wojciech Kilar en la primera entrada de Juan Echanove), algunos momentos físicos de Fernando Gil que parecen más concebidos con un enfoque de encuadre cinematográfico que de movimiento escénico, o las proyecciones que resultan más rellenos estéticos que elementos narrativos. Apenas unos apuntes frente a los que hay que destacar una efectiva escenografía y una expresiva iluminación, medios con los que acentuar el brillo y excelencia del trabajo integral de texto, dirección e interpretación que se aúnan en esta adaptación teatral y puesta en escena de la que fuera la última novela de León Tolstoi.

“Los hermanos Karamazov” en el Centro Dramático Nacional (Madrid).