Todos recordamos cómo nos enteramos el 11 de marzo de 2004 de lo que había sucedido, pero los años pasan y son muchos los detalles que se han desdibujado o que nunca llegamos a conocer. Un digno homenaje a los que el terrorismo les arrebató la vida, un gesto de cariño con los que nunca volvieron a ser los mismos y un ejercicio de memoria para que no olvidemos quién y cómo pretendió manipularnos.

El primer acierto de este documental es no utilizar la figura de un narrador y dejar que sean quienes estuvieron allí los que nos trasladen lo que ocurrió. Los primeros veinte minutos son espléndidos. Sosegados, tranquilos y respetuosos. Entrando directamente en el asunto por el que nos convoca ante la pantalla, pero sin dramatismo ni tenebrismo. Solo los hechos, pero no con la precisión y la frialdad de los datos, sino a través de la incapacidad de sus protagonistas para describir o relatar algo que nunca imaginaron tener que contar. De ahí que solo puedan hacerlo a través de detalles e instantes que sintetizan y esencian, según palabras de una de ellos, “imágenes que creo que no debería ver nadie”.
Lo frustrante es que por encima de ese dolor hubo algo más que también nos causó estupor y que, como señala Iñaki Gabilondo, se ha convertido en el motivo casi principal por el que recordamos el 11M. Las cicatrices de la historia nos hicieron pensar en un primer momento que los responsables de la barbarie habían sido los de siempre, pero que quien tenía que calmarnos, unirnos y guiarnos, institucionalizara esa sensación equivocada con interés partidista, resultó difícil de asimilar.
El nivel de los entrevistados (académicos, directores de periódicos, cargos institucionales de entonces, así como representantes del poder judicial y de las fuerzas y cuerpos de seguridad encargadas de la investigación) y la claridad con la que hablan, apoyados además en el paso del tiempo y en lo demostrado por la justicia, revelan la soberbia de aquella actitud y la alevosía del ruido mediático tras el que sus artífices se escudaron primero, y refugiaron después, incluso, durante años.
Este 11M audiovisual casi queda atrapado en este punto de su exposición por lo mismo que le sucedió a nuestra sociedad, por la necesidad moral de revelar la sucesión de manipulaciones, tergiversaciones y falsedades que idearon, en connivencia, quienes perdieron sus cargos ejecutivos y quienes pretendían liderar la opinión pública. Pero José Gómez consigue girar su dirección y entra en una trama argumental a la que quizás le tendría que haber dedicado más espacio o enfocar de manera más relevante. Aquella en la que -a partir de lo demostrado por Fernando Reinares, investigador del Real Instituto Elcano- desvela quiénes fueron los autores intelectuales (algo que no se consiguió concretar en el juicio celebrado en 2007) y la fecha en que tomaron la decisión de organizar la masacre en Madrid.
Para este espectador -que por cuestiones profesionales leyó mucho sobre el 11M en aquella época, incluyendo las ficciones conspirativas- es ahí donde radica lo más valioso de esta producción de Netflix. Una exposición de cómo la realidad no tuvo nada que ver ni con las suposiciones ni con las asunciones relativas a la guerra de Irak. Argumento que, absurdamente, se considera motivo por el que unos y otros ganaron y perdieron las elecciones generales de tres días después. Alegoría que refleja cómo actuó nuestra clase gobernante, haciendo de su obsesión por ocupar el poder político algo más importante que el cuidado, atención, respeto y cariño que debían recibir quienes más lo necesitaban.