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«Jackie», la mujer y el personaje

En manos de otro equipo este guión habría sido un desapercibido telefilm, pero el ingenio de Pablo Larraín y la solvencia de Natalie Portman la convierten en una interesante película. Yendo más allá del papel protagonista que la viuda Kennedy desempeñó en la Casa Blanca desde el asesinato hasta el entierro de su marido, y mostrando al personaje autor del story-telling existente desde entonces sobre la Presidencia de los EE.UU. y su emblemática residencia.

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Un periodista llega a la casa a la que Jacqueline Kennedy se ha trasladado tras la muerte de su marido el 22 de noviembre de 1963. Lo que se inicia a continuación es una entrevista con dos fines diferentes. Él aspira a contar lo ocurrido tanto aquel fatídico día como en los agitados posteriores a partir de las palabras de la principal testigo de todo. El objetivo de ella es ofrecer su versión de lo acontecido, construir un relato verosímil y creíble, que aunque no sea real en todas sus partes, se convierta en el recuerdo de lo que sucedió durante aquellas fechas ya históricas. Algo que ella ya había realizado anteriormente con su aparición en la CBS mostrando las reformas que había dirigido en la Casa Blanca con el fin de que los ciudadanos norteamericanos conectaran con el espíritu, el legado y la historia de sus gobernantes. Una labor que complementó con recepciones a lo más granado del arte y la cultura, convirtiendo al ente burocrático y administrativo de la Presidencia de los EE.UU. en el escaparate de un líder fresco, moderno y universal. “Podría dedicarse usted a la comunicación”, tal y como le dice el reportero en un momento de su conversación.

Esa es la mitad de la Jackie que muestra esta película, la otra es la de la mujer cuyo mundo ha saltado por los aires tras dos impactos de bala que la dejan sola y con dos hijos, sin casa ni ocupación profesional con la que ganarse la vida. El cargo de primera dama no era solo el de esposa consorte, sino que era también el de responsable de crear la imagen personal del Presidente de la nación más poderosa del planeta. Ahora que él no está, ella debe dejar su residencia oficial, los preparativos de la mudanza se simultanean con los del funeral, los trajes entran en cajas a la par que el féretro de su marido es trasladado al templo en el que será velado hasta su enterramiento. Este acontecimiento no estaba en la agenda, pero ella siente que su deber está sobre su dolor y ha de seguir ejerciendo su papel para hacer que su marido tenga una despedida que el mundo entero recuerde, será el último acto del gran mandatario que era y que el hombre, John Fitzgerald Kennedy, se convierta en el icono, en JFK.

Dos líneas argumentales que podrían dar pie al drama y a la más típica y tópica épica norteamericana, pero que Pablo Larraín convierte en noventa minutos de esfuerzo y superación mezclados con desconcierto y confusión, de ruido y silencio simultaneados con decisión y búsqueda espiritual. Lo que vemos en pantalla deja prácticamente a un lado el relato histórico que ya conocemos y se centra en exclusividad en el terremoto interior –y su sintomatología externa- que vive, siente y arrastra a Jackie.

Un todo que es una banda sonora que subraya el recorrido de la cámara siguiendo muy de cerca –y en prácticamente todos los planos de su metraje- a una Natalie Portman soberbia, camaleónica, poseída, convertida en su personaje, transformando incluso sus gestos más nimios y aparentemente insignificantes para, a partir de ellos, darle una sabia composición de timidez y debilidad, ligereza y medida corrección, decisión y garra interior de una convicción y verosimilitud absoluta, sin fisura alguna.

“Matar a un ruiseñor” de Harper Lee

Una historia sobre el artificio y la ilógica de los prejuicios racistas, clasistas y religiosos con los que la población blanca ha hecho de EE.UU. su territorio, a través de la mirada pura y libre de subjetividades de una niña a la que aún le queda para llegar a la adolescencia. Una prosa que discurre fluida, con una naturalidad que resulta aún más grande en su lectura humana que en su valor literario y con la que Harper Lee creó un título que dice mucho, tanto sobre la época en él reflejada, los años 30, como de la del momento de su publicación, 1960.

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El Museo de la Sexta Planta de Dallas está ubicado en el edificio de la plaza Dealey desde el que Lee Harvey Oswald disparó al Presidente Kennedy el 22 de noviembre de 1963. Alrededor de aquella ventana, considerada un punto de interés histórico nacional, está organizada una muestra sobre la carrera política de JFK en cuyo prólogo se cuenta cuál era el contexto social en el que esta se inició. En plena guerra fría contra los rusos y tras la consolidación de su liderazgo mundial una vez acabada la II Guerra Mundial, EE.UU. debía hacer frente a una serie de importantes tensiones internas que ponían en entredicho su supuesta democracia, siendo una de ellas las importantes diferencias, en términos de derechos, de la población negra (o eufemísticamente afro-americana) frente a los de piel blanca. Uno de los elementos utilizados por el museo para mostrar esta reivindicación de aquellos años es el argumento y el importante impacto que tuvo la publicación en 1960 de Matar a un ruiseñor.

El personaje narrador, Scout, es alguien limpio y objetivo en su manera de ver el mundo, libre de adjetivos calificativos, sin filtros que atiendan a valores no universales. Esta niña es ese individuo que la Declaración Universal de los DD.HH. aprobada por la ONU en 1948 aspira a que seamos toda persona, no solo en nuestro pensamiento, sino también en nuestra actuación –convivencia y comunicación- con nuestros semejantes. Para ella no hay diferencias en términos de sexo, color de piel, edad, práctica religiosa o nivel económico, todos somos iguales, vecinos, compañeros, conciudadanos,… Desde esa naturalidad nos muestra todo aquello que no comprende en esa pequeña localidad de EE.UU. en la que reside, todas esas relaciones en las que el diálogo se sustituye por el insulto, la cara amable por una mirada de desprecio, la mano tendida por el gesto de empuñar un arma.

Una realidad gobernada por múltiples prejuicios (segregación racial, diferencias de clase, prácticas religiosas) frente a la que choca de bruces la mente de una niña educada por su padre en valores como la convivencia, la escucha y la equidad y que él mismo ejemplifica tanto en su vida personal como en la profesional ejerciendo el Derecho. Padre e hija comparten punto de vista, aunque con la diferencia de contar, en el caso del primero, con el bagaje que da la experiencia de lo vivido, cuando ha de defender ante los tribunales a un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Es entonces cuando las calles de Maycomb (estado de Alabama) se convierten en el escenario de una guerra de bajo volumen y sutiles movimientos en que el culpable, ese que lo es hasta que no demuestre su inocencia, no solo ha de hacer frente a las endebles pruebas contra su persona, sino también a los falsos conceptos que sobre los de color han promulgado y creado los blancos (al que dejas sin educación lo haces inculto, al que le niegas recursos le conviertes en un usurero,…).

El juicio es una más de las situaciones en la que la mente infantil, aquella con capacidad universal, libre de limites adquiridos, ha de hacer esfuerzo por entender un mundo en el que se desprecia al introvertido hasta encerrarle en vida, donde a los niños se les exige que ejerzan de miniaturas de adultos con fines decorativos o se penaliza socialmente a aquellos que no siguen las prácticas colectivas espirituales. La pequeña localidad en la que esto ocurre es como tantas otras en las que el diálogo solo sirve para reforzar la identidad entre iguales. Cuando no se siguen estas normas no escritas, el lenguaje se convierte en un arma de confrontación con la que iniciar un enfrentamiento que, en ocasiones, va más allá de lo dialéctico.

Detrás de este sensible realismo y la completa radiografía social que hay tras él, está el soberbio trabajo narrativo de Harper Lee, dícese que motivada por la honda impresión que un suceso similar al relatado le produjo cuando tenía una edad como la de su protagonista. Sea el motivo que sea, el ejercicio de empatía poniéndose en el punto de vista de alguien que mira al mundo de igual a igual, directamente a los ojos, sin dejarse doblegar por el continuo ninguneo de sus mayores, es absolutamente perfecto. La espontaneidad con que confluyen diálogos, descripciones y reflexiones desde un punto de vista a varios centímetros por debajo de aquellos que la rodean y a lo largo de los varios años de relato, es tan natural como la vida misma. Parecemos estar más ante una mágica transcripción de los distintos planos de una vida que frente a un ejercicio literario con el que contar una historia.

Matar a un ruiseñor ganó el Premio Pulitzer en 1961 y el medio siglo transcurrido no ha hecho sino darle más brillo y lustre tanto a su estilo como a los temas que cuenta. Que muchos de ellos sigan sucediendo en términos similares a los relatados –he ahí los continuos enfrentamientos raciales o el escaso trato igualitario que muchos niños reciben por parte de sus adultos-hace de ella una novela no solo reflejo de un momento de la historia de EE.UU., sino una obra vigente en vías de convertirse en un clásico literario.

Tennessee Williams que estás en los cielos

Tan irónico, ácido, sarcástico, descarado y deslenguado como intenso, profundo, inteligente y fascinante. Así es este relato autobiográfico, como así debía ser el protagonista de estas memorias. Un hombre tan atractivo y sugerente como los personajes de sus textos, tan hipnótico como las obras que han hecho de él un maestro del teatro y la literatura del s. XX.

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Como dice en sus primeras páginas, Tennessee Williams se comprometió en 1972 a escribir sus “Memorias” por dinero, pero ya puestos a ello, decidió hacerlo bien, dando rienda suelta, (durante los tres años que le llevó el proyecto) a su creatividad literaria. Y se nota que disfrutó poniendo en negro sobre blanco anécdotas, reflexiones y vivencias del ámbito familiar, social y profesional. Probablemente no lo muestre todo, pero no hay faceta de su vida –amor, sexo, amistad, trabajo,…- en la que no nos deje ver con su ágil pluma, su verbo recurrente y su espléndida prosa cómo se relacionaba y el espacio que en todas ellas ocupaban la soledad infinita, el dolor y la angustia que a todas partes le acompañaban.

            «Mi mayor aflicción y quizás el tema principal de cuanto he escrito: la aflicción de una soledad que me persigue como una sombra, una sombra agobiante, demasiado pesada para arrastrarla de continuo a lo largo de días y noches».

De familia con aires nobiliarios –nada menos que del Reino de Navarra- y pretensiones  políticas venida a menos, Thomas Lanier Williams III (1911-1983) vivió la vida al máximo desde que fuera un niño. Siendo adolescente tuvo la oportunidad de viajar por Europa, donde tuvo sus primeras crisis de ansiedad que se resolvieron felizmente por episodios místicos, sin ser él especialmente creyente. Con el tiempo intentaría resolver estas situaciones con alcohol y somníferos de todo tipo, hasta que llegó el momento de pasar una temporada en una institución psiquiátrica. Pudo haber algo de genética familiar – su hermana Rose se pasó más de media vida bajo tratamiento- pero tal y como cuenta, el carrusel de la crítica y de la aceptación del público al que debían someterse sus obras, así como el paso previo de dar con la combinación correcta de actores, directores y productores, le tuvo siempre al borde de la histeria.

Lo suyo fue una continua necesidad de escribir, esa era su manera de ser libre, de sentirse vivo. Su manera de comenzar cada día era ponerse manos a la obra frente a la máquina de escribir y dejar que fluyeran poemas, cuentos, novelas y textos teatrales que tanta gloria, fama y reconocimiento le dieron. Pero de por medio, siempre con quebraderos de cabeza en una mente capaz de hilar tan fino como para crear los geniales universos de “El zoo de cristal” o “Un tranvía llamado deseo”, pero al tiempo, incapaz de soportar una palabra en contra o la media hora de espera en que tardaban en conocerse la opinión de los críticos que habían asistido a la representación la noche del estreno.

Siempre exudando deseo como manera de ocultar su petición a gritos –como los de “De repente, el último verano”- de sentirse amado y valorado. Viviendo su sexualidad sin pudor ni prejuicio alguno, tras unos intentos de heterosexualidad en su más pronta juventud, a lo largo de toda su vida, practicando una transparencia y naturalidad que muchos llamarían entonces exhibicionismo. Y aun así, hubo espacio y tiempo para el compromiso y para construir relaciones más o menos duraderas. Coordenadas en las que Mr. Williams y sus diversas parejas y amantes también tuvieron ocasión de vivir como propias las circunstancias y escenas que incluía en sus obras (he ahí “La gata sobre el tejado de zinc caliente”): gritos, portazos, abandonos, amenazas, llantos, lamentos en público, visitas de la policía, noches en el calabozo,…

Por las páginas de estas memorias desfilan muchos de los nombres del cine, el teatro o la literatura con los que a lo largo de su carrera se cruzó Tennessee. Sobre todos ellos tiene algo que decir y que contar, aplicando ironía y sarcasmo de la misma manera que admiración y reconocimiento según de quien se trate. Las noches locas que vivió con su admirada Anna Magnani en su adorada Roma (la ciudad de sus sueños), la honda impresión que le produjo Marlon Brando al conocerle, la conexión que con su Frankie –con el que compartió catorce años- tuvo Vivien Leigh, su amistad y relación profesional durante décadas con Elia Kazan, o momentos de lo más variopinto con autores como Gore Vidal o Thornton Wilder o políticos como Fidel Castro o JFK.

De San Luis a Nueva York pasando por Chicago, La Habana, México, Los Angeles, París, Londres, Bangkok y multitud de lugares como los que encierran títulos como “Out cry”, “Dulce pájaro de juventud”, “La noche de la iguana”, “Camino real” o “La primavera romana de la señora Stone”, la vida, obra y persona de Tennessee Williams es un experiencia total que contada por él resulta de lo más apasionante, vibrante y estimulante.

Ocho impresiones de Dallas

Una ciudad solo la conoce verdaderamente el que ha vivido en ella a lo largo de mucho tiempo y la ha visto de día y de noche, en invierno y en verano, en los días anodinos y en los de exaltación. Pero a veces, basta la mirada de uno que está de paso para detectar cuáles son los rasgos que la definen y que forjan su identidad. Quizás acertadas, quizás equivocadas, aquí dejo estas impresiones.
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Los iconos. A esta ciudad la pusieron en el mapa las maldades de JR y el asesinato de un presidente de los EE.UU. en sus calles. Al primero lo intentaron revivir con un remake televisivo en el que al villano le dieron el papel de bueno. Al segundo lo han convertido en una leyenda, un mito, y un reclamo turístico con un precio de entrada de 16 dólares para acceder al lugar desde el que se le disparó aquel 22 de noviembre de 1962. Apenas cuatro metros cuadrados en los que tras unas cajas se escondió Lee Harvey Oswald para apoyar su fusil sobre la ventana, y que hoy forman parte del llamado The sixth floor Museum. Al alrededor de ese “national historic landmark” un discurso museográfico a base de fotografías, vídeos y claridad expositiva nos cuenta cómo un hombre de buena familia y matrimonio de alta alcurnia transformó a los EE.UU. con su talante, empatía, inteligencia y frescura en una nación moderna, progresista y líder del mundo occidental, el bueno, el civilizado.

ventana

La arquitectura. Pero eso fue hace ya más de cincuenta años, cuando la capital financiera del estado de Texas –la política y administrativa es Austin- debía ser poco más que edificios de ladrillos. Hoy su financial district es una colección de rascacielos, los más modernos con exterior de cristal, entre los que han quedado escondidos algunos de los primeros hoteles con solera como el The Adolphus (1912) o el Magnolia (1922).

fachada

El clima. En el interior de ellos, como en cualquier otro edificio, aire seco a temperaturas casi gélidas. Al salir, una bofetada de calor húmedo de mes de junio que te hace sentir como estar continuamente junto a la salida de un potente aire acondicionado. Una tranquilidad que si se rompe serán con rayos, truenos y centellas, desatando una tormenta que podrá caer durante horas, pero cuyo rastro desaparecerá apenas haya cesado.

La soledad. Quizás por eso se ve tan poca gente en el exterior. Aquí los desplazamientos a pie son escasos, del parking al lugar de destino, el restaurante, el centro comercial, y de estos a las cuatro ruedas de vuelta. Los pocos que caminan aparentan no tener hogar al que ir, mayormente son de piel negra y mirada perdida, ropas sucias y conversaciones sin interlocutor. En las plazas del West End cualquier fotógrafo podría aspirar a conseguir miradas como aquellas con las que Dorothea Lange retrató la gran depresión de los años 30.

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Una persona: un coche.  “Yo soy de Etiopía”, me cuenta el taxista mientras avanzamos por una de las autopistas que atraviesa la ciudad con seis carriles por sentido, “vine hace doce años. Tuve suerte, me dieron la green card y me establecí aquí en Dallas. Me gusta vivir en esta ciudad, aquí voy al supermercado y puedo comprar lo que quiero, eso en mi país no pasaba.” Cuando le cuento que en Madrid lo habitual es ir andando a hacer la compra o que es posible ir al trabajo en transporte público pone cara de no dar crédito. “Aquí eso es imposible amigo”, me dice, “aquí la vida no se concibe sin un coche.”

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Nadie en la calle. ¿Será ese el motivo por el que da igual la calle por la que vaya que solo veo a alguna persona aislada aquí o allá? Como figuras descontextualizadas de un óleo de Edward Hopper, traídos desde Nueva York o Massachusetts y puestos a andar en absoluta soledad. Como en la avenida Mockingbird –nombre que me hace recordar que algún día he de leer “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee-, calle formada a base de casas unifamiliares de cuidado estilo y exquisito acabado. Es en esta zona, junto con la vecina del campus de la Southern Methodist University, donde la eterna mancha de asfalto se cambia por cuidado césped y árboles de grandes copas y largas ramas bajo los cuales se puede caminar protegiéndose del sol.

universiddad

La filantropía. Bien cerca queda el Meadows Museum, una de las mayores colecciones de arte español en suelo americano. Ellos mismos se presentan como un pequeño Museo del Prado, y méritos no le faltan para ello, desde frescos románicos arrancados de capillas de pequeñas iglesias castellanas hasta Jaume Plensa o Miquel Barceló. Todo ello por impulso de un acaudalado millonario que hizo su dinero en el negocio del petróleo y que 50 años atrás situó a Dallas en el mapa mundial de las ciudades con una entidad cultural de primer nivel.

Plensa

El arte que nos cuenta quiénes somos y quiénes fuimos. Para conocer un poco de la creatividad autóctona, el lugar al que acudir es el Dallas Museum of Art. Aunque pequeña, su colección tiene mucho encanto, con piezas a través de las que descubrir cómo ha evolucionado la pintura autóctona desde los deslumbrantes paisajes del siglo XIX al impresionismo femenino de Mary Cassatt o el modernismo de Georgia O’Keefe. También es sitio en el que poder disfrutar un jueves por la tarde, día en el que la hora de cierre es las nueve de la noche, de un concierto de jazz en su cafetería.

“22/11/63”, Stephen King prueba el relato histórico-sociológico

El rey del terror intenta con sus habilidades narrativas una historia que aun con elementos fantásticos resulta más una crónica anodina de una época en que los americanos se consideraban incapaces de ser suspicaces, preventivos o malintencionados.

Martin A. La Regina

Stephen King lleva mucho tiempo deleitando a devotos y espantando a detractores. Para los primeros es literatura fresca, ágil y capaz de llegar a públicos lejanos a los entornos académicos. Para los segundos un autómata de las palabras que produce títulos en serie con el denominador común de un reducido lenguaje y repertorio de historias que buscan impresionar  lectores escapistas recurriendo al lado oscuro y oculto del ser humano, unas veces salvaje y violento, otras yéndose al lado de lo paranormal o lo racionalmente inexplicable. “Carrie”, “It”, “El misterio de Salem’s Lot”, “Christine”, “Cujo” o “Misery” son títulos que le situaron hace ya tres décadas en la élite de los escritores –esos pocos que viven de su trabajo y son traducidos a múltiples idiomas-, que han entretenido a muchos y apasionado a otros tantos desde entonces a través de las nuevas ficciones que ha lanzado al mercado, así como por sus adaptaciones cinematográficas y televisivas.

En “22/11/63” King propone la fantasía de un viaje en el tiempo al EE.UU. de finales de los 50 y principios de los 60 del siglo XX. Ahí es donde se desarrolla la mayor parte de esta ficción en una doble secuencia narrativa: el seguimiento del hombre que supuestamente iba a asesinar al político más poderoso del mundo junto con el arraigo emocional y afectivo que el hombre llegado de 2011 experimenta desde 1958 hasta 1963.

Años narrados a lo largo de varios cientos de páginas en un entramado que tiene como punto central el intento de evitar que Lee Harvey Oswald acabe con la vida de John Fitzgerald Kennedy en aquel fatídico día en Dallas y que de esta manera EE.UU. no intervenga bélicamente en Vietnam como lo haría tiempo después (conflicto que acabó con la vida de miles de estadounidense y cuyo coste económico y psicosocial supuso el fin del sueño americano para muchos). Capítulo tras capítulo se nos cuenta desde la perspectiva de hoy cómo se vivía hace más de medio siglo: los productos que comprar y consumir, las expresiones coloquiales, el modo de viajar, las modas, la segregación racial, el nivel tecnológico alcanzado, las maneras de relacionarse a nivel de vecinos, amigos y amantes,… En el plano de análisis histórico-político se ahonda en el individuo, entorno y vida familiar y social de Oswald como manera de plantear una postura sobre las múltiples teorías conspirativas del magnicidio.

Una larga sucesión de acontecimientos pequeños y cotidianos correctamente presentados que conforman una completa fotografía de aquellos años retratados como más humanos y relajados, a la par que conservadores y ya profundamente liberales. Quizás el sentido de este profuso retrato de una época está para conformar posibles respuestas a la frecuente diatriba de Jake Epping, el narrador en primera persona de “22/11/63”, ¿cómo sería el futuro –mi presente- si cambio el pasado?

Queda claro, sin duda, alguna que Stephen King sabe escribir y contar historias en las que unir a múltiples caracteres, cada uno con su propio pasado, estableciendo vínculos individuales y grupales entre ellos en historias que se pueden dilatar a lo largo del tiempo. Pero, ¿con qué fin? Su fuerte es crear atmósferas y episodios de tensión que hagan que nuestro corazón lata a velocidad de vértigo y disponga a nuestro sistema de nervioso en situación de alerta página tras página, desde la primera hasta la última en muchas ocasiones. Sin embargo, esto sucede aquí en muy contados momentos, nos encontramos con un relato bien estructurado y habitado por personajes que podrían dar más de sí, pero en un ambiente en el que sucedieran acontecimientos que dieran pie a una narración y diálogos con mucha más intriga. Algo que aquí ocurre, quedándonos tan solo en una lectura de mero entretenimiento. Los contrarios a Stephen King se verán reafirmados y sus fans seguro que le perdonarán este momento valle en su trayectoria.