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El Cristo de Velázquez

La sala 014 del Museo del Prado alberga una de las experiencias más intensas del Barroco. El cuerpo del hijo de Dios, arrasado por las canalladas de la especie humana, en sus momentos previos a concluir su etapa terrenal para definitivamente transitar hacia el ser divino que es. El paso del dolor carnal, de lo que nos lastra y ancla, a la belleza absoluta que nos libera de toda carga, remordimiento y culpa.

Una vez que sabes dónde está, hay un imán que te dirige a él. Tras entrar a la pinacoteca por la puerta de los Jerónimos y subir las escaleras que te conducen a la primera planta lo suyo es girar a la izquierda para dirigirte a la galería central y ver a Carlos V a caballo, pero es inevitable, mis pasos me llevan siempre hacia la derecha para situarme ante esta imagen que me llama, me atrae, me absorbe y me eleva. Qué impresionante tenía que ser verlo allá por 1632 en su lugar original en el Convento de San Plácido, sin los focos que ahora nos lo revelan, solo con la vibrante llama de las velas o la tenuidad que se filtrara desde el exterior.

Comenzar a observarlo desde abajo, fijando los ojos en la sangre que resbala desde esos dos pies que, a pesar del daño infringido, parecen pisar con serenidad y sosiego la madera sobre la que están colocados. Continuar por sus piernas esbeltas hasta el abrazo delicado de la tela que le cubre previniendo el pudor de sus observadores y la proyección de sus pecados. Encontrarse nuevamente con el sufrimiento de la carne en su costado izquierdo, en un pecho que demuestra firmeza y templanza a pesar de no respirar ya. Y culminar en su rostro y a pesar de sus ojos cerrados, sentir que él está vivo y yo desnudo, débil y vulnerable, que él es más y mejor, que es fin y principio, que lo es todo. Y que por eso mismo es esencia, sencillez e infinitud.

Es fuente de luz, de una energía que transforma la barbarie en confianza y la pesadumbre en esperanza. El halo que emana y que reverbera siendo observado por cuantos le contemplamos con asombro, admiración y devoción es la muestra visible, la constatación que acalla nuestra desconfianza exigente de pruebas de que estamos ante la evidencia de Dios, de un más allá en el que reina la igualdad, la empatía y la paz. Un cariño que te acoge con sus brazos abiertos, obligados a sufrir por los clavos que los sostienen abiertos, pero a la par dispuestos a acoger y recoger, a rodear a quien esté dispuesto a entregarse con humildad, generosidad y reciprocidad.  

Hasta hace un momento eras creyente o no, y una vez que te des la vuelta seguirás siéndolo o no. Pero en este preciso instante no tienes duda alguna, estás ante Jesús el Nazareno, rey de los judíos, tal y como reza en hebreo, griego y latín la inscripción que preside su crucifixión. Y tras él, la oscuridad de una pared que si te fijas bien resulta ser una atmósfera que te envuelve junto a él, en un aquí y ahora en el que han desaparecido la noción y las coordenadas del tiempo y el espacio. Las sensaciones físicas trascendidas por la inmensidad de la espiritualidad. La comunión total, la simbiosis, de él conmigo y yo con él, sintiendo que lo que estoy viviendo ahora mismo es un summum solo superable por la tan ansiada, desconocida e inverosímil eternidad celestial que, supongo, viene a continuación.

Cristo crucificado, Diego Velázquez, hacia 1632, Museo del Prado (Madrid).

“Corpus Christi” de Terrence McNally

Al igual que Jesucristo fue crucificado por amar a todas las personas sin hacer diferencia alguna, Matthew Sheppard fue asesinado en EE.UU. en  1998 por sentirse atraído por los hombres. A partir de estos salvajes hechos, McNally hace un impresionante traslado a nuestros tiempos del relato católico de la vida y pasión de Cristo. En su valiente visión del Salvador como alguien con quien todos podemos identificarnos compone un cuadro en el que la homosexualidad es tanto manera de amar como excusa para la persecución y el castigo.

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El asesinato del joven Matthew Sheppard es uno de los muchos hitos que la homofobia y la crueldad humana nos han dado a lo largo de la historia. Tras golpearle duramente en la cabeza una tarde del mes de octubre de 1998, le abandonaron en el campo, atado a una cerca en la que fue encontrado muchas horas después, ya en estado de coma y sin posibilidad alguna de recuperación. Su asesinato quiso ser utilizado por algunos grupos supuestamente cristianos como muestra de que las personas homosexuales tienen negado el acceso al reino de los cielos. A tanto odio, sinrazón y brutalidad Terrence McNally respondió con este texto, con un prólogo en el expone la idea de que si Jesús existió, fue un hombre que se dirigió a todos nosotros con un mensaje de amor y aceptación mutua y no como alguien con reglas con las que alejar de una vida de bienestar y pacífica convivencia a la mayor parte de las personas.

Bajo esta máxima, McNally apunta que fuera cual fuera la biografía de Jesús, podemos verle e interpretarle bajo otras características similares con el fin de identificarnos con él desde nuestras características más personales. Esto no sería blasfemar, sino una muestra de su universalidad y capacidad de empatizar con todos nosotros.

El autor de, entre otras muchas, la genial Love! Valour! Compassion! o la íntima Mothers and sons, realiza un perfecto símil entre las etapas y algunos de los grandes momentos de la supuesta vida del hijo de Dios con aquellos que muchos homosexuales han de afrontar en su intento de vivir una vida conforme a su manera de sentir. Con esta premisa y con la superposición en la mente de las imágenes de Sheppard falleciendo atado y apaleado y Jesucristo crucificado hay que acercarse a Corpus Christi.

De la misma manera que el nacido en Belén no fue entendido por los sacerdotes del templo en su niñez, así le sucede al protagonista Joshua –nombre en hebreo de Jesús- en su etapa formativa, plasmada sobre todo en la fiesta de graduación del instituto cuando ha de afrontar tanto la exigencia de popularidad como con el supuesto hito de perder esa noche, si no lo ha hecho ya, la virginidad heterosexual. El Nuevo Testamento nos relata la travesía del desierto del destinado a redimirnos, un proceso similar a la huida que muchos jóvenes han de hacer para alejarse de las que fueron la coordenadas –geográficas, familiares y sociales- que no les aceptaron para buscarse unas en las que fijar su lugar en el mundo. En sus últimos años Cristo se dedicó a transmitir la palabra de Dios y su mensaje de amor, ese que decía que todos somos iguales y debemos ayudarnos, apoyarnos y darnos afectos sin filtro alguno. Una realidad que muchos hombres y mujeres no pueden vivir por ir de la mano con un igual y ser por ello objeto, no solo de crítica, sino de violencia física y psicológica que puede llegar a costarles la vida.

Esta obra centra toda su apuesta en la fuerza de sus diálogos, aunando estos una doble dimensión temporal, hacer referencia tanto a lo sucedido hace dos mil años como a la realidad de hoy en día, unas veces de manera simultánea y otras quedándose en el aquí y ahora, pero sin olvidar el relato y el referente bíblico. Para dar todo su protagonismo y máxima poder a la palabra, el autor plantea una puesta en escena sin escenografía, desnuda y limpia de elementos ajenos a su relato, tan solo un banco en el que los actores han de esperar sentados cuando no intervienen. Y con ecos del teatro griego, con un elenco solo masculino en el que buena parte de los actores han de interpretar varios papeles –independientemente de su género y edad, como a los apóstoles con profesiones del mundo actual o a compañeros del instituto- y todos ellos vestidos de la misma manera (camisa blanca, chinos de color beige y pies descalzos).

Se da la ironía de que el título tiene también múltiples dimensiones con un marcado simbolismo. No solo es el nombre de la ciudad del estado de Texas -uno de los más conservadores de EE.UU.-  en la que está ambientada la historia y en la que McNally vivió durante su infancia. Es también la fiesta católica que se celebra sesenta días después del Domingo de Resurrección para ensalzar la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, momento en el que él señalo su entrega a los demás cortando el pan y diciendo aquello de “tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.”

Un mensaje similar es el que Terrence McNally pretende hacernos llegar con esta gran obra, que ojalá muertes tan crueles como la de Matthew Shepard valgan para darnos cuenta de que las personas estamos destinadas –en nuestra diversidad, que no desde nuestras diferencias sociales, religiosas, culturales, educativas,…- a respetarnos, querernos y amarnos.

“El Reino” nada claro de Emmanuel Carrère

La religión cristiana tiene un papel fundamental en las coordenadas identitarias del mundo occidental y, en consecuencia, de todos los que lo habitamos desde hace veinte siglos. No está claro dónde ni cuándo comenzó exactamente a adoctrinarnos y ni siquiera en qué se basa, pero su poder de influencia –tanto en el sistema político, social y cultural en que vivimos como en nuestras individualidades- sigue vigente. Carrère se propone bucear en su génesis para descubrir los momentos, personas y discursos que la iniciaron, al tiempo que nos ofrece cómo ha variado su vivencia del cristianismo a lo largo de su biografía. El resultado, un tremendo lío.

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Compartir vivencias o pensamientos en un ejercicio de desnudez interior o de reflexión, o hacerme testigo de una historia inventada o recreada. Eso es lo que -en un breve y como tal, siempre escaso, resumen- espero me ofrezca un escritor a la hora de comenzar a leer uno de sus títulos. Con tal predisposición comencé El Reino. Inicialmente pensé que eso era lo que estaba experimentando, pero las páginas se sucedían y no me quedaba claro cuál era el escenario en el que me estaba situando Carrère. Inquietud que progresivamente se fue transformando en desasosiego por una redacción que en ocasiones me resultó tosca y agreste, despertándome la duda de si esta era la intención de su autor o si ha ocurrido algo en el paso de su francés a mi español.

De un lado, un relato biográfico en el que hace repaso a la etapa en que, en un momento de intensa y prolongada crisis personal, abrazó una intensa práctica diaria del cristianismo (lecturas, reflexiones y asistencia a servicios eclesiásticos). Hábitos que le dieron la sensación de haber encontrado las respuestas que necesitaba para hacer frente a sus inseguridades e inestabilidades. Posteriormente, ese remanso de paz resultó ser un lugar vacío y sin rumbo, lleno de dogma inducido desde la institución católica como medio con el que anular el razonamiento crítico y el debate, y en consecuencia, la posibilidad de progreso y evolución individual. Paso previo para que todo hombre y mujer deje de ser un sujeto político y se convierta en una persona manipulable y manipulada, un soldado de un ejército de fieles que cumple reglas sin lógica ni verosimilitud demostrada alguna.

Quizás por lo que tiene de vivencia, y la facilidad de los mecanismos de identificación y proyección que surgen en toda lectura, estos pasajes de El Reino, protagonistas en sus páginas iniciales y anotaciones intercaladas en los siguientes, resultan atractivos e interesantes para conocer cómo puede llegar a funcionar y evolucionar la mente y el espíritu humano en sus momentos de debilidad y de fortaleza.

En la margen opuesta, un ejercicio entre el ensayo, la reflexión y la divagación sobre las distintas fuentes documentales que nos cuentan el inicio del cristianismo, de sus principales actores y mensajes, tomando como referente las figuras de San Pablo y San Lucas el Evangelista. Su punto de partida son las diferencias entre los mensajes de estos, supuestamente recogidos por testigos directos de su escucha o redactados por ellos mismos (cartas a los Corintios o los Hechos de los Apóstoles escritos por San Lucas) y los que el Vaticano ha establecido como enunciados por Jesucristo, y de los que hay múltiples versiones como demuestran los distintos evangelios (tanto los oficiales como los apócrifos). Narraciones con las que nos lleva de viaje en un área geográfica que va desde Jerusalén a Roma o desde Macedonia y Efeso hasta Siria, contándonos cómo los cristianos se fueron conformando como un grupo definido con reglas propias al margen de los judíos dentro del Imperio Romano.

Un sinfín de fechas, lugares, nombres, declaraciones, datos contrastados y otros supuestos que Carrère entremezcla con símiles y ocurrencias de su amplio acerbo intelectual que dan como resultado una miscelánea que, si bien deja claro que la versión oficial de los inicios del cristianismo no tiene lógica ninguna (como tampoco sus creencias), tampoco llega a convertirse en una lectura que aporte nada nuevo a alguien que no sea él mismo en su necesidad de crearse su propio mapa y argumentario mental al respecto de este tema.

“La ramera de Babilonia”, sopor de lugares comunes

Un texto sobre cómo la Iglesia ha tratado a la mujer a lo largo de su historia lleno de argumentos escuchados ya mil veces. Personajes nada creíbles por su carácter naif y cuya construcción parece haber sido dejada a la mejor voluntad de las actrices que los encarnan. El resultado es tener ganas desde casi el inicio de que llegue a su fin la hora y media de función.

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Por mucho que nuestra Constitución diga que somos un país laico y que una gran mayoría de los españoles –según el CIS- se consideren ateos u agnósticos, está claro que lo católico forma parte tanto del aire que respiramos como de los Presupuestos Generales del Estado. La historia –dictadura franquista, por si no queda claro- más reciente dejó que la Iglesia tuviera un protagonismo que, como la lluvia, lo empapó todo, ahondando así en esa influencia que desde hace siglos ha ejercido en el arte o en las relaciones sociales marcando valores y la hegemonía masculina. Y no con un enfoque positivista, sino mediante la estrategia del miedo, del insulto, del desprestigio, además de desde el más absoluto y desvergonzado descaro.

De ahí nace el argumento de “La ramera de Babilonia” que arranca con una buena idea, leyendo titulares de prensa y declaraciones de mandatarios y representantes de la Santa Iglesia Católica justificando u obviando desmanes como la desigualdad de sexos o la pederastia. La lectura de los periódicos dura lo mismo que en la vida real, apenas un instante, y entonces como improvisadas contertulias de un programa televisivo matinal, las cuatro actrices comienzan a desgranar las acusaciones que desde el Vaticano se ha hecho a las mujeres desde tiempos inmemoriales. La intención diabólica del vestir sensual, la buscada provocación de las violaciones, sus inferiores capacidades frente a las de los hombres, y así un largo reguero de maledicencias con las que los herederos del legado de Jesucristo se han erigido durante dos milenios ya como garantes del equilibrio social.

La idea de esta obra no es original, llevamos décadas luchando para liberarnos de este yugo pretendidamente espiritual y que es también cultural, cuenta con sobrado material para contarlo tanto en forma documental como dramatizada. Por lo tanto, al autor que quiera afrontar este tema le queda por su parte el esfuerzo de la creatividad, del ingenio en la articulación del texto a elaborar y de proponer una puesta en escena que enganche por sí misma. De alguna manera los espectadores ya sabemos lo que nos van a contar.

Pues bien, nada de esto pasa en la propuesta de Ramón Paso. Los diálogos se suceden como conversaciones a la espera de tu turno en el puesto del mercado, como intervenciones sin ton ni son en esas reuniones de vecinos en noches de verano viendo la vida pasar a la puerta de casa. Las cuatro mujeres protagonistas que ejercen como narradoras son de un carácter naif, de una pose ingenua y de una eterna sonrisa con aires de mimo y supuestos aries cabareteros que resulta fingido y distante, nada creíble, llegando a lo extremadamente cargante. Con todo esto, a las actrices que las encarnan les queda poco margen para poder realizar un ejercicio profesional sobre el escenario y escapar de la sensación de representación de fin de curso de un taller teatral de la junta municipal de nuestro barrio (si es que nuestros Ayuntamientos siguen financiando este tipo de actividades).

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“La ramera de Babilonia”, en Teatro Lara (Madrid).

“El testamento de María”, la historia tal y como no nos la contaron

Blanca Portillo desborda con su energía en un papel que le hace ser mujer y madre, compañera seguidora e incrédula a partes iguales, una veces narradora de una historia que vivió y otras fiscal de lo que creemos hoy que sucedió.

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Tantas veces se nos ha contado la vida y milagros –nunca hubo una expresión más certera- de Jesucristo que jamás nos hemos planteado cuáles son las fuentes que manejamos y cuán cercanas fueron estas a ese hombre que supuestamente vivió hace dos mil años. En torno a él, además, se disponen una serie de secundarios a los que se hace cargar con unas funciones que les convierte en personajes sin personalidad propia. He ahí su madre, la siempre presente Virgen María, devota, fiel, eternamente servicial, progenitora del hijo de Dios antes que del suyo propio.

Pero, ¿de verdad sucedió así? ¿Solo los no creyentes fueron los únicos incrédulos? ¿Fue Santo Tomás el único que exigió tener una prueba real para confirmar la autenticidad de lo que unos y otros contaban? ¿Y si María, esa que no fue solo la madre de Cristo, sino que es el referente materno de todos los que hemos nacido en Occidente, fuera la primera que no entendiera nada de lo que afirmaba ser su hijo ni lo que decían los demás que era y hacía? Esa es la ficción que el novelista Colm Toibin escribió en 2012 y que a finales del pasado año Agustín Villaronga estrenó  en el Centro Dramático Nacional de Madrid en un monólogo teatral interpretado por Blanca Portillo.

En apenas hora y media de función repasa sus 33 años de convivencia junto al que comenzó siendo su retoño y acabó siendo un cadáver en sus brazos. Una versátil escenografía, una eficaz y tenebrista iluminación –al menos en el montaje del Teatro Lliure de Barcelona- y unos resueltos cambios de vestuario en escena son las herramientas con las que cuenta su protagonista para apoyar su intervención en un único acto. Y prepárense ustedes, no se van a quedar como meros espectadores que chequean lo que les van a contar con lo que hasta creían o sabían. Blanca les agarrará por el estómago y les arrastrará por ese tobogán que ha sido su vida viendo como el que ella sentía propio le decían que era hijo de otro padre, un joven que abandonaba el hogar familiar para formar su propia comunidad, un hombre buscado para multiplicar los panes y los peces y dar la vida a los muertos.

La Portillo es un genio, lo domina todo, la voz, el movimiento, el gesto, el matiz, el detalle. Hace de cada momento algo grande, la verán exponer su cotidianeidad, gritar su angustia, chillar su incomprensión, llorar su dolor, querer a la carne de su carne, preguntar a los que hablan sobre una realidad y un mundo por venir que ella ni ve ni concibe, desear ser alguien cotidiano y anodino y no esa a quien la Historia colocó después en lugares en los que nunca estuvo, liberarse de ataduras y supuestos, enfadarse ante la irracionalidad de los demás,… Un recital de registros a los que el texto da pie con absoluta fluidez y su intérprete encadena sumando facetas, aristas y puntos de vista a un personaje y un trabajo interpretativo que bajo la apariencia de intensidad resulta ser realmente complejo. Un reto que Blanca Portillo resuelve de manera sobresaliente gracias a su excepcional trabajo, perfecta técnica y capacidad escénica derrochando momentos dignos de una dama del teatro como cuando con tan solo una sábana se convierte en una piedad que sufre por la muerte de su hijo. Grande, muy grande Blanca Portillo.

“El testamento de María”, próximas fechas por toda España.

“El descendimiento de la cruz” de Caravaggio

La fuerza de su luz y la autenticidad de sus protagonistas hace que ante su visión tiemble el suelo y se pare el tiempo.

Caravaggio descenso

Agosto de 2006. Roma. Caminando por la pinacoteca de los Museos Vaticanos. Impresionado por todo lo que llevaba visto, pero al llegar a esta pieza se paró el tiempo. No llegaron a brotar, pero dentro de mí surgieron las lágrimas, el dolor. Busqué un asiento y ahí me quedé durante muchos minutos mirando, observando, viviendo dentro de esa escena pintada 400 años atrás.

Deslumbrado por Jesucristo, por ese cuerpo extenuado por la tortura inhumana, pero aun así hermoso, bello, fuerte, solemnemente protagonista. Tan místico como humano, tan divino como carnal, tan inalcanzable como cercano gracias a la genial iluminación de Caravaggio. Sentía y deseaba a la par. Tocarle, recogerle, abrazarle, ayudarle a sanar, a volver a la vida. Veía la carne y el cuerpo definido antes que a ese que dicen el salvador, el hijo de Dios. Caí totalmente embaucado en la monumental ilusión del más grande del barroco.

¡Cómo era posible que de la muerte pudiera surgir tanta luz! Ese cuerpo inerte envuelto en una deslumbrante túnica blanca haciendo aún más negra la espesura en la que lloran su sufrimiento la Virgen, María Magdalena y María Cleofás. Entre él y ellas esos dos hombres firmes y serios, San Juan y Nicodemo, pragmáticos y serviciales cumplidores de su papel como porteadores. El sufrimiento humano conviviendo con el equilibrio visual dando como resultado una infinita belleza. He ahí la alegoría de la paz, de la tranquilidad de espíritu.

En el verano de 2011 el cuadro viajó hasta Madrid y estuvo expuesto de manera temporal en el Museo del Prado. Rápido y veloz acudí a verlo, y sucedió lo mismo. Resulté nueva y profundamente impresionado. Así cada una de las varias veces que me coloqué frente a él. A pesar del silencio, a pesar de los demás visitantes con los que compartía la vivencia, el corazón sobrecogido. Algo me dice que así es como fue pintado este descendimiento, como un torrente sin fin de energía, fuerza y rabia, que a Caravaggio le fluía a partes iguales desde el estómago y desde el centro del pecho.

Ese agosto Roma volvió a ser el destino elegido para aprovechar las vacaciones como lugar en el que viajar al pasado. Buscando los referentes que nos han construido y hecho ser quienes somos acudí nuevamente a la Ciudad del Vaticano. Lo sabía, pero quería comprobarlo. Aunque no estaba físicamente allí y la cartela decía “en préstamo para exhibición temporal”, aquella sala de la pinacoteca de los Museos Vaticanos me volvió a transmitir la misma sensación que la primera vez. Auténtico, pleno y máximo placer estético el que volví a sentir con solo rememorar esta obra de Caravaggio.

Tarde o temprano volveré a Roma. Dialogar con “El descendimiento de la cruz” será uno de los motivos para ello.

“El asombroso viaje de Pomponio Flato” de Eduardo Mendoza

AsombrosoViaje

Diálogo entre yo y yo, o sea, conmigo mismo.

–          ¡Vaya sonrisa que llevas! ¿A qué se debe?

A la novela que acabo de terminar, “El asombroso viaje de Pomponio Flato”, de Eduardo Mendoza, me lo he pasado en grande leyéndola.

–          ¿Un libro que te hace reír?

Y mucho, tanto por lo que le acontece al protagonista, el mencionado Pomponio Flato, como por la manera de contártelo el mismo, el susodicho Pomponio Flato quien no es más que, como es de suponer, Eduardo Mendoza, creador tanto del personaje como de la novela a través de él.

–          ¿Y cómo lo cuenta? Que hay que preguntártelo todo…

Todavía tengo la cabeza y las sensaciones del cuerpo en Nazaret, déjame que vuelva a la realidad poco a poco. Calma, por favor, calma.

–          Pues nada, tómate tu tiempo.

En ello estoy, saboreando el instante. No todos los días te trasladan a 2000 años atrás a un lugar donde aparecen como si pasaran por allí Jesus (de niño, por eso no digo Jesucristo), sus padres José y María; Isabel, la prima de María, y su marido Zacarías; creo que incluso Barrabás y hasta menciona un tal Ben-Hur, que me dio por pensar si se parecería a Charlton Heston.

–          ¡Vaya colección de personajes! Como si estuviéramos en Semana Santa cuando se emiten por televisión todas las películas bíblicas.

Religión sí, pero como base histórica, no te equivoques, no como ideología o credo. Y sobre esto una historia detectivesca en modo Agatha Christie o Hercules Poirot a la manera de Eduardo Mendoza.

–          ¿A la manera de Eduardo Mendoza? ¿Cómo es esa manera?

Con sorna, con divertimento, con gracia, por lo que sucede, por cómo sucede, por cómo lo cuenta él –o Pomponio Flato como te decía antes-. Por el estilo en que lo redacta y las palabras que escoge, ¡qué verbo el suyo! ¡Qué don de la retórica y del arte epistolar el de Pomponio y Eduardo! Que lo mismo me da decir que nos lo están contando de viva voz que lo están escribiendo como si se tratara de una carta dirigida a ti, a mí o a cualquier otro.

–          Verbo y retórica la tuya, que dices y dices y no me cuentas nada, ¡no me entero! ¡No te entiendo!

¡Ay madre! A ver, abre la mente o mejor, ¡lee la novela! ¿No has leído nada antes de Eduardo Mendoza?

–           “La verdad sobre el caso Savolta” hace mil años, cuando aún iba al instituto, recuerdo que me gustó mucho y que era una novela policiaca. Y así que me vengan a la cabeza, hace años me regalaron “Sin noticias de Gurb” me reí con locura con aquella historia del extraterrestre que era como Marta Sánchez o algo así, y “Las aventuras del tocador de señoras” me produjo una continua sonrisa.

¡Pues eso mismo es “El asombroso viaje…”! ¿No he comenzado yo diciéndote que me he reído sin parar? Pues de la risa a la sonrisa no hay mucho trecho. Y detectivesco, policíaco, ¡lo mismo es!

–          Vale, vale, me queda claro, pero eso de “el verbo”, “la retórica”, ¡qué manera de hablar la tuya!

¡Manera de hablar o  de escribir la de Eduardo! Con explicaciones de todo cuando acontece llenas de circunloquios ilustrativos y derroche de adjetivos en cada descripción y acontecimiento. Te enreda y te embauca a seguir leyendo para saber qué vive y descubre Pomponio, qué piensa y divaga.

–          ¿Divaga?

De vez en cuando, pero quizás no deba decir que divaga sino que reflexiona. ¿No es lo mismo?

–          No sé, ¿lo es para ti?

Ni idea, no sé, no me preguntes más que me enredo y no sé a dónde quiero llegar.

–          ¿Y a dónde quieres llegar?

Pues a decirte que “El asombroso viaje de Pomponio Flato” es una buena y divertida novela. Que merece la pena leer a Eduardo Mendoza, no te deja indiferente, te divierte y entretiene con sus historias, te deleita con su uso del lenguaje, hasta te hace pensar y al final te deja ¡sonriente!

–          Lo que te enrollas para algo tan sencillo como decir “te la recomiendo”. Muy bien, pues pásamela que me la lea.

¿A ti? ¡Tú eres yo! SI yo ya la he leído, ¡tú también la has leído! No te la voy a pasar a ti ni a mí de nuevo que ya la tengo. A mí llegó a través de bookcrossing y o bien la dejo en algún sitio o se la doy directamente a alguien para que una vez que la haya leído se la pase a alguien más.

–          ¿Algo más que decirme?

Mmmm, déjame pensar… Te dejo una pregunta de las que se plantea Pomponio Flato: “¿Qué está sobre el hombre y bajo el hombre, antes de la vida y después de la muerte?” A ver qué respuesta me das.

–          ¡Vaya pregunta! Ni idea… Tendré que pensar sobre ello.

A mí no me digas nada, díselo a Eduardo Mendoza o a Pomponio Flato.

(imagen tomada de amazon.es)