Nadie lo esperaba, pero a ninguno de los presentes este domingo en la calle Génova sorprendió la enésima salida de tono de Isabel Díaz Ayuso. Esta vez fue sobre el papel que habrá de desempeñar el Jefe del Estado en los indultos a los líderes del independentismo catalán, hoy en prisión, si finalmente se conceden. “¿Qué va a hacer el Rey, los va a firmar?”

Es de suponer que era su objetivo, que se hablara de ella tanto o más del motivo por el que muchos se manifestaron ayer en la madrileña Plaza de Colón. Y con el mismo saber hacer que en ocasiones anteriores, pareciendo que no sabe lo que dice. Pero sí, sí lo sabe. A estas alturas ya todos tenemos claro que nada en ella es producto de la espontaneidad. Todo está medido para generar escándalo, protagonismo y ruido con el que provocar maliciosamente a sus contrarios, alimentar la adhesión visceral de los suyos y, de paso, adelantar por la derecha tanto al líder de su partido como al discurso de los que están más allá.
Si no ella, es de suponer que alguno de sus asesores directos esté al tanto del papel simbólico, representativo y moderador que la Constitución Española le concede al Rey en su artículo 56, así como de las competencias que le otorga en el 62, incluyendo “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley”. Isabel no es el primer político que señala la necesidad, desde su punto de vista, de que el monarca manifieste su parecer sobre asuntos de actualidad, pero sí quien alude públicamente a la posibilidad de que renuncie a sancionar un acto del Gobierno. Una línea roja que no habíamos escuchado en otras jaleosas diatribas partidistas como las habidas meses atrás por la aprobación de la llamada ley Celáa de educación o la declaración del estado de alarma exclusivo para la Comunidad de Madrid en octubre pasado.
Qué curioso que quien se erige en defensor de una figura que nos aúna a todos (al menos en el texto que da carta de identidad a nuestro país), sea quien después haga un uso totalmente interesado de la misma. Ella y los suyos ya lo hacían con la bandera, convirtiéndola en un símbolo del “o como yo diga o contra mí”, pero apropiarse de a quien se le presupone y exige neutralidad política no solo no respeta las coordenadas de la ética pública, sino que demuestra que no tiene límites ni pudor a la hora de conseguir su objetivo -consolidar y acrecentar su poder-, y denota estar dispuesto a viciar, ensuciar y enfangar cuanto haga falta para ello.
Y mientras titulares y tertulias le dedican tiempo a la deliberada y diabólica gratuidad de esta intervención de apenas un minuto, y a su posible interpretación constitucional, caerán en el silencio asuntos realmente importante como el cierre de decenas de centros de salud, las quejas de vecinos que no pueden dormir por las terrazas en las aceras de sus calles, la subida de ratios programada para el próximo curso escolar o la negativa a investigar cómo se gestionaron las residencias de ancianos en las mortíferas primeras semanas de la pandemia.
Esperemos que los partidos de la oposición hayan aprendido la lección y no caigan en el juego de alimentar la rueda de la polémica, sino que hagan una oposición parlamentaria argumentada y verdaderamente fiscalizadora, y una labor política propositiva en la que demuestren su respeto por las instituciones de nuestro país.