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“La mujer singular y la ciudad”, Vivian Gornick frente a sí misma

El ritmo, los sonidos y las luces de Nueva York como escenario de fondo. Las personas que van y vienen, las que nos abandonan y a las que dejamos a un lado a lo largo de nuestra biografía. Una prosa tranquila que refleja el balance, la toma de conciencia y la aceptación de lo vivido a través de una completa síntesis de anécdotas, experiencias y aprendizajes.

Tras repasar en Apegos feroces (1987 en EE.UU., 2017 en España) su historia personal tomando como hilo conductor la relación con su madre, Vivian Gornick se situó más de dos décadas después frente al espejo de la conciencia y la escritura para valorar en quién se había convertido tras casi 80 años de vida. Las etapas por las que había pasado, en qué había cambiado y en qué seguía siendo igual. También en qué medida eso había afectado al concepto que tenía de sí misma, a su manera de relacionarse y a lo que pretendía de los demás, tanto de los que formaban parte de su círculo más personal, como de esa abstracción que es la sociedad a la que estamos adscritos por coyunturas culturales, económicas, políticas…

Un ejercicio de sinceridad y de auto conocimiento a partir de la imagen que le devuelven de sí misma los más cercanos (especialmente su amigo Leonard), del ejercicio de verse en tercera persona actuando socialmente y observando a los demás cuando es invitada a encuentros formales de distinta clase y condición. Pero, sobre todo, dándose cuenta de cómo ha cambiado su postura y su punto de vista ante cuestiones que antes sentía e interpretaba de manera muy diferente.

Indagando en qué se sustentaba su búsqueda en la sombra, y qué pretendía con su argumentación en público, sobre el amor romántico, y los objetivos más allá de lo político que pretendió alcanzar con su militancia feminista. Pero, sobre todo, su difícil relación primero, apática después y satisfactoria finalmente, con la soledad. Asuntos de gran calado existencial que, sin embargo, no constituyen un hilo narrativo convencional, sino que están transversal y continuamente presentes en los diálogos y atmósferas de los episodios biográficos recordados, así como en el contenido de las reseñas que realiza de distintos escritores (Edith Wharton, Henry James, Edmund Gosse, Mary B. Miller…).   

Gornick maneja el lenguaje con gran eficacia, no dejando duda alguna ni sobre lo que muestra ni sobre lo que pretende. No se esconde tras un uso estético de las palabras o una retórica elaborada, se sirve de ellas como herramientas que la sitúen donde quiere estar, en un punto de comunicación fluida entre su transparencia interior y su contacto sin barreras ni prejuicios con el exterior.

Lo erudito en ella es su capacidad para dar respuesta a quiénes y cómo somos encontrando las conexiones entre los momentos aparentemente intrascendentes y las situaciones que quedan grabadas a fuego. La lucidez con que acepta que lo pasado respondía a unos criterios que ya no siente como propios o practica de la misma manera, así como la asunción de que la versatilidad y flexibilidad alcanzada con la madurez no es un privilegio, sino algo conseguido a base de esfuerzo y lucha en demasiadas ocasiones contra la propia incomprensión.

La mujer singular y la ciudad, Vivian Gornick, 2015 (2018 en España), Sexto Piso Editorial.

“Jumpers”, el reductio ad absurdum de Tom Stoppard

¿Se puede demostrar un asesinato si no se encuentra el cadáver? ¿La existencia de Dios queda probada con nuestra continua explicación de su no existencia? Un hombre y una mujer en la misma cama, ¿son amantes o un doctor y su paciente? Si un todo es divisible por su mitad y cada una de sus mitades por sus mitades y así sucesivamente, ¿seremos capaces de tener de abarcar el todo de esa unidad? ¿A dónde quiere llevarnos Tom Stoppard? ¿Qué pretende contarnos?

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El símbolo del infinito es una línea recta que se hace sinuosa para después de avanzar dar la vuelta hasta devolvernos al punto de origen. Un inicio que ya no es el mismo porque está contaminado de lo vivido, aprendido y experimentado en ese viaje que aunque nos ha elevado a otra dimensión, no nos ha llevado a ningún lugar diferente a ese en el que ya estábamos y en el que ahora seguimos. Eso es lo que sucede cuando planteas preguntas para las que no hay respuestas, cuando el lenguaje sabotea a aquel que pretende servirse de él, haciendo que en lugar de un medio de expresión sea un instrumento de auto destrucción, que en lugar de ponernos en contacto con otras personas, mundos y realidades sea un medio para encerrarnos, oscurecernos y hacernos prisioneros de nosotros mismos.

Una propuesta claustrofóbica, un escenario con puerta de entrada pero sin salida, un espacio para la agorafobia en el que se muere sin saber cómo, se investiga sin finalidad, se acusa sin cargos y se argumenta sin pruebas. Un lugar en el que las cantantes no se saben las letras de sus canciones, los espejos se utilizan para ver en lugar de para mirarse, las tortugas recorren distancias inabarcables por la mente humana y los suicidas se disparan sin dejar rastro del arma utilizada.

Todo avance es una no consecución. Cada logro es una pérdida y cada un éxito un fracaso. Las dudas son certidumbres, las peticiones negaciones y las ofrendas rechazos. Toda manifestación de amor es un desamor. La frustración es la atmósfera natural de cada hombre y cada mujer, el aire que respiran las parejas y en el que se sienten cómodos, porque así lo han aprendido y así hemos sido educados todos los individuos. La angustia es la sensación dominante en este universo en el que no se avanza, no se progresa, no se crece, se consigue tanto como se pierde, lo negativo contrarresta a lo positivo y el no pesa tanto como el sí. La desazón se confunde con Descartes, el ruido con Mozart, la urbanidad con Voltaire y el bien y el mal son categorías establecidas por los hombres al margen de Dios.

Tras el éxito de su ópera prima unos años antes, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, Tom Stoppard decide en 1972 ir a más en su juego de darle la vuelta a la realidad, retorciéndola y deconstruyéndola. Rompiendo los esquemas mentales de su espectador, no dejándole respirar, asfixiándole, agobiándole, inundándole de palabras y de significados, atrayéndole para rechazarle después, expulsándole para llamarle acto seguido.

Jumpers supone someterse a una tensión que resulta casi insoportable, es ir más allá de los límites para transitar por lo inhóspito y lo desconocido. Es la contención del exceso y el derroche de lo comedido. Una psicodelia dramática con profundos efectos secundarios.

“El testamento de María”, la historia tal y como no nos la contaron

Blanca Portillo desborda con su energía en un papel que le hace ser mujer y madre, compañera seguidora e incrédula a partes iguales, una veces narradora de una historia que vivió y otras fiscal de lo que creemos hoy que sucedió.

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Tantas veces se nos ha contado la vida y milagros –nunca hubo una expresión más certera- de Jesucristo que jamás nos hemos planteado cuáles son las fuentes que manejamos y cuán cercanas fueron estas a ese hombre que supuestamente vivió hace dos mil años. En torno a él, además, se disponen una serie de secundarios a los que se hace cargar con unas funciones que les convierte en personajes sin personalidad propia. He ahí su madre, la siempre presente Virgen María, devota, fiel, eternamente servicial, progenitora del hijo de Dios antes que del suyo propio.

Pero, ¿de verdad sucedió así? ¿Solo los no creyentes fueron los únicos incrédulos? ¿Fue Santo Tomás el único que exigió tener una prueba real para confirmar la autenticidad de lo que unos y otros contaban? ¿Y si María, esa que no fue solo la madre de Cristo, sino que es el referente materno de todos los que hemos nacido en Occidente, fuera la primera que no entendiera nada de lo que afirmaba ser su hijo ni lo que decían los demás que era y hacía? Esa es la ficción que el novelista Colm Toibin escribió en 2012 y que a finales del pasado año Agustín Villaronga estrenó  en el Centro Dramático Nacional de Madrid en un monólogo teatral interpretado por Blanca Portillo.

En apenas hora y media de función repasa sus 33 años de convivencia junto al que comenzó siendo su retoño y acabó siendo un cadáver en sus brazos. Una versátil escenografía, una eficaz y tenebrista iluminación –al menos en el montaje del Teatro Lliure de Barcelona- y unos resueltos cambios de vestuario en escena son las herramientas con las que cuenta su protagonista para apoyar su intervención en un único acto. Y prepárense ustedes, no se van a quedar como meros espectadores que chequean lo que les van a contar con lo que hasta creían o sabían. Blanca les agarrará por el estómago y les arrastrará por ese tobogán que ha sido su vida viendo como el que ella sentía propio le decían que era hijo de otro padre, un joven que abandonaba el hogar familiar para formar su propia comunidad, un hombre buscado para multiplicar los panes y los peces y dar la vida a los muertos.

La Portillo es un genio, lo domina todo, la voz, el movimiento, el gesto, el matiz, el detalle. Hace de cada momento algo grande, la verán exponer su cotidianeidad, gritar su angustia, chillar su incomprensión, llorar su dolor, querer a la carne de su carne, preguntar a los que hablan sobre una realidad y un mundo por venir que ella ni ve ni concibe, desear ser alguien cotidiano y anodino y no esa a quien la Historia colocó después en lugares en los que nunca estuvo, liberarse de ataduras y supuestos, enfadarse ante la irracionalidad de los demás,… Un recital de registros a los que el texto da pie con absoluta fluidez y su intérprete encadena sumando facetas, aristas y puntos de vista a un personaje y un trabajo interpretativo que bajo la apariencia de intensidad resulta ser realmente complejo. Un reto que Blanca Portillo resuelve de manera sobresaliente gracias a su excepcional trabajo, perfecta técnica y capacidad escénica derrochando momentos dignos de una dama del teatro como cuando con tan solo una sábana se convierte en una piedad que sufre por la muerte de su hijo. Grande, muy grande Blanca Portillo.

“El testamento de María”, próximas fechas por toda España.