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Divertido y sugerente «Tartufo»

Cójase un texto clásico, trabájese para hacer de él algo actual, ligero y fresco pero conservando su historia, tempo y esencia. Entréguese a un director que lo convierta en una función dinámica, alegre y mordaz a partes iguales. Por último, cuéntese con un reparto tan entregado como desenfadado y descarado. Este es el Tartufo de Venezia Teatro que vuelve a los escenarios con algunos cambios en su elenco y un montaje aún más vibrante que en su anterior temporada.

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La obra original es de 1664, pero cuando acaba y baja el telón no se tiene la sensación de haber visto una representación clásica, sino de haber asistido a una función totalmente moderna que si ha de definirse por un único término sería el de su ritmo.

Es vibrante, por la agilidad de sus diálogos, plagados de cotidianeidades que lo llenan de espontaneidad y lo acercan al vodevil. Es ágil, sus diálogos son sueltos, rápidos, una corriente de aire fresco perfectamente dirigida que recorre todos los recovecos de su historia combinando logradamente la belleza del lenguaje de Molière con los chascarrillos, ligerezas y atrevimientos con que está salteado. Y es muy divertida por sus actores, por la versatilidad de su histrionismo para hacer de las máscaras del siglo XVII, caricaturas convincentes ante las que no queda más entrega que la sonrisa continua y la carcajada.

El Teatro Infanta Isabel es un espacio más tradicional que el Fernán Gómez, donde conocí a este Tartufo. El impostor en diciembre pasado, lo que le permite generar un ambiente con aires casi cabareteros en sus momentos más veloces, desenfadados e informales, que son casi todos. Algo que se debe no solo a la puesta en escena de Gómez-Friha sino también a lo que consigue de su elenco -como ya hiciera en Los desvaríos del veraneo– a la hora de plasmar esta historia sobre el universo de una familia cuya atmósfera se ve puesta patas arriba por la presencia de un hombre que encandila a los que tienen los medios y el poder, pero que no convence a los que viven con los pies en la tierra.

Esther Isla sigue siendo la verdadera protagonista de esta obra, su interpretación de ese personaje de fondo y siempre invisible que es la criada es lo primero que se menciona a la hora de salir de la sala y hacer balance de lo visto. Ágil, ocurrente, ingeniosa, fresca, sensata y desvergonzada a la par. Todo pivota en torno a ella cuando está sobre el escenario y cuando no está, se espera que salga para ver con qué golpe de humor, gracia y chispa por su parte se va a resolver la situación.

Efecto similar generan el veterano Víctor León y el joven Ignacio Jiménez. Ellos son el contrapunto a su discurso deslenguado, el primero por llevar tan al extremo sus dos papeles y el segundo por hacer de las intervenciones de su pacato personaje un absurdo tan sugerente al que se une Null García como la hija casadera. Por su parte, Lola Baldrich y Alejandro Albarracín son los encargados de darle sensualidad y unas gotas de conseguido y sugerente erotismo a este Tartufo con las que seducir y encandilar, aún más, a su público.

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Tartufo. El impostor, en el Teatro Infanta Isabel (Madrid).

«La ola», todos somos nazis en potencia

Texto, dirección y actores perfectamente engranados entre sí en un montaje que demuestra que uniendo buenas piezas, el todo conseguido es aún más que la suma de ellas.

LaOla

«Pasó y puede volver a pasar: es lo fundamental de lo que he de decir«, palabras del escritor italiano y judío Primo Levi que resumen bien lo que es el nazismo. Porque es, sí, en presente. No es un tiempo concreto de nuestra historia con un inicio y un final. No, es una posibilidad de comportamiento del ser humano que se ha dado desde siempre, hace apenas unas décadas con esa denominación, y para el debate quedan las formas parecidas en que pueda haberse producido después (los gulag rusos, los jemeres rojos en Camboya, la limpieza ética de Serbia en Bosnia y el genocidio de Ruanda en los 90, los talibanes en Afganistán, el mal llamado estado islámico actual,…). Pasado, presente y… futuro. ¿Volverá a ocurrir? ¿Puede suceder? Y sobre todo, ¿es posible evitarlo?

Cuestión parecida le planteó un día en clase un alumno a su profesor y este se puso manos a la obra para sin responderle directamente, demostrarle que sí, que cada persona lleva dentro de sí el germen del totalitarismo, de la bipolaridad hombre y animal. Lo que fue un hecho real en EE.UU. en 1967, ya trasladado al cine, toma ahora vida en las tablas del Teatro Valle-Inclán de la mano de ocho actores que transforman el escenario en algo más cercano a una prueba psicosociológico que en un rato de entretenimiento, que también y de alto nivel, para sus espectadores.

Tanto el texto (Ignacio García) como la dirección (Marc Montserrat) avanzan perfectamente coordinados a un ritmo que, sin prisa pero sin pausa, nos cuenta de manera clara todas las fases de este alegórico experimento. De una clase convencional de historia se pasa a las prácticas que su profesor va estableciendo para dominar a sus alumnos. Del control del cuerpo se pasa a rígidos protocolos de comunicación interpersonal para homogeneizar al grupo y hacer creer a sus miembros que son seres diferentes, únicos. Una vez conseguida esta unidad, el líder atomiza al grupo sembrando la desconfianza para evitar que la colectividad crezca al margen de él y fortalecer de esta manera su papel como referente, él es el guía espiritual. La tensión aumenta a medida que se suceden las secuencias, se fuerza cada vez más la situación, los siete adolescentes alinean psicóticamente su comportamiento al tiempo que se alienan del resto de la sociedad al sentirse superiores a ella. Cuando se consume el oxígeno, todo estalla, salta por los aires, y después de casi dos horas y media de representación esta llega a su final con los espectadores aplaudiendo y en pie ante lo que han presenciado.

Si un motivo claro hay del estupor vivido es la extraordinaria sintonía entre las interpretaciones de los ocho actores. Cada uno de ellos muy correcto en su papel, pero formando algo más todos juntos, esa masa que poco a poco va tomando cuerpo y creciendo hasta convertirse en un monstruo, el grupo. Al frente de ellos Xavi Mira como el profesor convencido de estar siendo pedagogo, y detrás de él, a pesar de jugar a ser piezas de un puzle, cada actor hace de su alumno un personaje completo y protagonista por sí mismo con referencias a su vida familiar, sus inquietudes adolescentes o sus expectativas ante la vida. Siete nombres (Javier Ballesteros, David Carrillo, Jimmy Castro, Carolina Herrera, Ignacio Jiménez, Helena Lanza y Alba Rivas) que tienen ya tras de sí una trayectoria, y con lo visto en “La ola” queda claro que también un gran potencial que esperemos siga dando frutos de tan buen resultado como en esta ocasión.

«La ola, hasta el 22 de marzo en el Teatro Valle Inclán (Centro Dramático Nacional)