Una historia como tantas otras de una adolescente insatisfecha con el mundo en el que vive, pero narrada sin drama ni condescendencia, con el humor que da la distancia de la experiencia y la madurez alcanzada. Si tienes su edad es probable que te identifiques con ella. Si hace tiempo que pasaste por ello hará que eches la vista atrás y recuerdes que tú también viviste un maremágnum de emociones, vivencias y descubrimientos similar al suyo.
Estudias para ir a una universidad que esté lejos, muy lejos, esperando convertirte una vez que acabes la carrera en alguien que trabaje y gane dinero haciendo lo que le gusta en lugar de enfrentarse cada mañana a aburridos profesores y apuntes aún más soporíferos. Sueñas con pasar al menos un día, ¡uno!, sin que tus padres te corrijan continuamente, sin que te marquen el terreno y te adoctrinen sobre aquello de lo que consideras que no tienen ni idea. Imaginas que puedes hacer con tus amigos lo que realmente deseas. En definitiva, estás harto o harta de tanto mirar hacia el futuro desde un presente que para ti es poco más que nada.
¿Te suena? ¿Es lo que estás viviendo? Vaya mierda, ¿eh? ¿Lo recuerdas? ¿Era así como te sentías? ¿Y qué opinas ahora de cómo eras entonces, de cómo te lo tomabas, de qué pensabas y cómo reaccionabas? ¿Cuánto has cambiado? ¿Qué ha pasado?
Lady Bird no es una película de emociones fuertes, la dirección y el guión de Greta Gerwig optan por lo real y lo auténtico, por mostrar cómo se busca, una y otra vez en cuanto se hace y se vive, la satisfacción. Esa es la meta y no la felicidad, un concepto demasiado lejano, casi abstracto, difícil creer en él. Lady Bird es también un acertado relato sobre la convivencia entre dos generaciones. Entre la imposibilidad de los jóvenes de entender que sus padres lo están haciendo lo mejor posible, y probablemente mucho mejor de lo que lo hicieron con ellos, y la frustración de estos al no entender cómo lo que desearon recibir dos décadas antes provoca ahora reacciones aún más desairadas que las que ellos manifestaron.
La identificación del espectador con Saoirse Ronan es total. La acompaña en su casa y en su habitación. Se percata como ella de la presencia eterna de su padre en el sofá ignorando al resto del mundo. Tampoco soporta el silencio cuando se desplaza en coche con su madre. Se aburre sin remedio en el aula en que sus maestros hacen poco para que las materias de estudio resulten atractivas. Se siente ridículo y valiente, a partes iguales, en el parking en el que esta joven del montón se encuentra con sus compañeros del instituto y se hace la interesante a sabiendas de que aquello tiene más artificio que las modelos de las revistas a las que da por hecho que nunca se parecerá. Cuerpos falsos e irreales pero que viven vidas más interesantes y divertidas, con muchas más posibilidades que las que ella tiene en la anodina Sacramento en la que ha pasado toda su existencia.
Ese es el drama de la joven que desea convertirse en Lady Bird. Quiere dejar de ser Christine, de ser ella, lo que pasa por mudarse a otra ciudad donde todo sea posible, como Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Ese es el anhelo, la ilusión y el objetivo que la motivan, a pesar de las frustraciones y los errores, a seguir hacia delante, al igual que a esta sencilla pero brillante película.