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“La tragedia de Macbeth” y el buen hacer de Joel Cohen

Enésima versión de la tragedia de Shakespeare en la que su responsable consigue crear una historia propia sin traicionar a su original. La soberbia, el regicidio y la paranoia retratadas con una estética minimalista y gris que hace cinematográfico lo teatral gracias a la capacidad de sus intérpretes, la expresividad de sus palabras y su ilusión escenográfica.

Conocer una historia de antemano te permite fijarte en otras cuestiones como los resortes que utiliza su director para introducirte en su adaptación y transitarte por las muchas vicisitudes de su narración. Joel Coen ha apostado fuerte y más que una recreación, ha realizado una reinterpretación muy personal de las andanzas de este noble que, cegado por la ilusión del poder y apoyado por la frialdad de su mujer, asesina a su rey y, posteriormente, a cuantos amenacen su futuro en el trono de Escocia. No se trata solo de el conocido por películas como Fargo (1996) o No es país para viejos (2007) haya optado por el blanco y negro, sino de la pureza de líneas, espacios y composiciones que conforman cada plano y del indudable protagonismo que le da al texto sobre todo ello.

Su logro es traspasar la intensidad formal de lo concebido originalmente por Shakespeare para mostrar el punto nuclear, íntimo y hondo, desde el que nacen las emociones que expone. La dirección de Coen no trata de impactar a través de la plasticidad o la estética de lo que se ve, sino de atrapar mediante lo que se siente al escuchar los diálogos, reflexiones y monólogos de su guión. Un fino trabajo de síntesis y edición de lo imaginado por el maestro de la literatura inglesa. Palabras que generan en su espectador un impacto soterrado y silente sin espectacularidad formal, pero on la convicción de estar ante verdades absolutas.

Así es como La tragedia de Macbeth consigue ser cine sin dejar de ser teatro. Lo cinematográfico es obvio en su dirección de fotografía (Bruno Delbonnel), en el simbolismo de los detalles que ensalza y en un montaje en el que lo visual, lo sonoro y la banda sonora de Carter Burwell crean una atmósfera tenebrosa en la que no hay lugar en el que la moral y la conciencia puedan esconderse. Marco en el que encaja a la perfección el trabajo de sus intérpretes gracias a la fuerza de sus primeros planos, en los que tienen tanto protagonismo la mirada y los gestos de Denzel Washinton y Frances McDormand como los encuadres que los funden atmosféricamente con las arquitecturas que los acogen.

Al tiempo, lo teatral está ahí constantemente, no hay nada que supere la fuerza y la autenticidad de la expresión oral, como tampoco la solemnidad, el hipnotismo y la atracción de la presencia física. Una visualidad que recuerda la sobriedad y la pureza espiritual de clásicos con un lenguaje propio como Carl Theodor Dreyer o Ingmar Bergman en los que Coen se inspira, pero a partir de los cuales ha construido exitosamente su propio universo. Un mundo formalizado como una caja escénica en el que los instrumentos fundamentales son la distribución del espacio, las posibilidades de iluminación y la creatividad sin límites con que maneja sus resortes. Tal y como él ha hecho con resuelta maestría en esta cinta que tras casi no pasar por las salas de exhibición ya se puede ver en Apple TV.

«Tres anuncios en las afueras»

Tras media hora de proyección parece que vamos camino de una gran obra del séptimo arte, pero en uno de sus giros la cinta de Martin McDonagh deja de arriesgar en su propuesta narrativa y adopta una serie de comodidades argumentales que la llevan al terreno de las convenciones. Pero tanto en una parte como en otra Frances McDormand brilla con su protagonismo y su magistral interpretación, construyendo un personaje lleno de matices en su aparente hieratismo.  

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A tu hija la asesinan y a ti se te paraliza la vida, hasta el gesto. Eso es lo que le sucede a Mildred, que pasados unos meses de esperar a que la policía de con el asesino, decide ponerse manos a la acción presionando para que el caso no se olvide. En el mundo de la imagen y la reputación pública en el que vivimos, nada mejor que servirse de la publicidad para ello, y en el entorno local de Ebbing, estado de Missouri, pedir respuestas y justicia desde tres vallas situadas a sus afueras son el mejor proyectil con el que poner patas arriba a su pequeña comunidad.

Así comienzan estos Tres anuncios, con un triángulo argumental en el que se nos presenta a los peculiares agentes sociales del pueblo, el horrible asesinato sucedido meses atrás y la hipnótica personalidad encarnada por Frances McDormand. Un entorno en el que los anodinos acontecimientos de su alterado día a día se suceden a golpe de comedia negra y un ácido y corrosivo humor que constituye todo un acierto con su costumbrista mar de fondo, reflejando tanto su aburrida cotidianidad de valores trasnochados (racismo, machismo y homofobia) como su lado más caricaturesco.

En la primera parte estos excesos provocan la risa y la carcajada, pero sin afectar a su argumento, es más, profundizan en su carga dramática. Un lugar en mitad de la nada en el que la vida está para vivirla y hacer poco más con ella. En el que la policía acepta la imposibilidad por falta de pruebas de no poder resolver la intriga, la incertidumbre y la angustia de no saber quién fue el asesino de una joven que también fue violada. Y está bien que el pasado no sea la trama argumental principal, pero tras un muy conseguido tour de force,  la unión entre aquel y el presente queda desdibujada, haciendo que este avance de manera casi automática, sin una motivación clara, más por inercia que un objetivo claro.

A partir de ese momento los excesos y los paroxismos en la historia de esta mujer que encarna que el fin justifica los medios, con los que pone a prueba algunos de nuestros prejuicios (la apariencia física), se convierten en una excusa –algunas maquilladas como catarsis personales- para hacer que la película avance, en lugar de ser sátiras que le den amplitud como había sucedido previamente. Todo lo que antes había resultado creíble, ahora es ya solo ficción, lo que nos había tenido en tensión ahora es únicamente entretenido. Eso sí, muy bien construido cinematográficamente, con una excelente factura técnica y unos soberbios trabajos interpretativos de Sam Rockwell y de quien ya ganara el Oscar a la mejor interpretación femenina por Fargo en 1997 y que quizás vuelva a hacerlo por ser, sin duda alguna, lo mejor de estos Tres anuncios en las afueras.