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«La noche del oráculo» de Paul Auster

El libro dentro del libro. El autor que se imagina la historia de un personaje que se propone iniciar una nueva vida, como si se colocara ante una hoja en blanco, tal y como hace desde este otro plano contrapuesto a la ficción que es la realidad. Un mundo de carne y hueso en el que suceden acontecimientos que adquieren un significado más allá cuando son contextualizados por un editor que sabe cómo relacionarlos entre sí. Ese es el laberinto mágico de paralelismos, espejos, verdades e irrealidades perfectamente trazado por el que nos hace transitar Paul Auster.

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Escribir es una experiencia que tiene mucho de magia, cuando las palabras que se van trazando sobre el papel encajan entre sí tienen un gran poder evocador, son capaces de trasladarnos a otros lugares haciéndonos asistir a acontecimientos y diálogos con personas que quizás no sean reales, pero sí auténticas. Eso es lo que le sucede al protagonista de La noche del oráculo desde el momento en que se pone manos a la obra a comenzar, pluma en mano e iniciando un cuaderno de tapas azules, una nueva historia. Desde ese instante, todo cuanto acontece en su plano personal parece asumir las mismas directrices que su inconsciente está llevando a lo creativo, hasta el punto de que no sabe si lo que está viviendo es una influencia que no controla del primer plano sobre el segundo o si es éste el que premoniza aquel.

Un misterioso juego en el que nos sumergimos más profundamente aún con la ficción dentro de la ficción a la que asistimos, protagonizada por un editor que lo deja todo a raíz de tener en sus manos un manuscrito cuyo personaje principal tiene la capacidad de predecir el futuro. Viajes de ida y vuelta en el tiempo que se vuelven a dar en otro de los pasajes de esta novela con una trama secundaria sobre una propuesta de adaptación cinematográfica de una creación de H.G.Wells. Referente literario que constituye uno de los pilares de esta obra junto al también mencionado Dashiel Hammet y ese momento de El halcón maltés en que uno de sus caracteres decide, sin motivo aparente alguno, dejarlo todo atrás e iniciar una nueva etapa en su biografía sin relación alguna con la anterior.

Estos son algunos de los componentes que hacen que esta novela no tenga una estructura narrativa solo lineal y progresiva, sino que se mueve indistintamente entre varias. Con la continua sensación de que avanzamos para volver al punto inicial, pero sabiendo que no hemos llegado ahí; de que estamos ya en otro sitio pero que aún no conocemos cuál es; con la certeza de que solo hay una ficción y de que todo lo demás no son sino proyecciones de esta, rocambolescas pero al tiempo profunda e inevitablemente lógicas.

Un enigma que Paul Auster sabe muy cómo construir, no solo con la estructura que le da a su historia, sino con elementos muy habituales de sus títulos como secundarios imposibles de catalogar, emplazamientos neoyorquinos con una aureola onírica, situaciones que provocan tanto en Brooklyn como en Manhattan comportamientos siquiera concebidos, disyuntivas inimaginables. Un continuo juego de plano, contraplano, reflejo y recreación que sirve tanto para observar y valorar la realidad como para convertirnos en parte de ella y vernos también sometidos a nuestro propio juicio.

La noche del oráculo, Paul Auster, 2003 (en español en 2004), Anagrama.

“Escucha la canción del viento y Pinball 1973”, los primeros intentos de Haruki Murakami

Las dos primeras novelas cortas de este autor sinónimo de lirismo, hipnosis y realidades de lo más peculiar. Dos relatos en los que se ven los motivos predominantes de su narrativa: protagonistas solitarios, relaciones de endebles vínculos, situaciones sin una lógica aparente pero con gran sentido, bares con banda sonora de jazz,… Un doble ejercicio de escritura en el queda evidente su soltura para desarrollar ideas pero al que aún le falta el efectivo hilo conductor de sus títulos posteriores.

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Hay autores a los que se conoce a través de sus grandes obras, cuando ya tienen tras de sí una consolidada trayectoria avalada por muchas críticas y mayores cifras de venta en multitud de idiomas. Ese es mi caso con Murakami, quien me convirtió en adicto suyo con las magistrales dos primeras partes de 1Q84 y me fidelizó aún más con Kafka en la orilla, Al sur de la frontera, al oeste del sol, Tokio blues y Hombres sin mujeres. Movido por la curiosidad de querer seguir conociendo el mundo de este autor japonés y por casualidades (que nunca son tales) del destino, llegó a mis manos este volumen, traducido al español en 2015, pero originalmente editado en 1979.

Que hayan pasado años desde entonces le permite contar con un muy acertado extra, el prólogo en el que su autor explica el contexto y el momento personal en que escribió estas dos novelas cortas. Cuando aún estaba en la década de los veinte y buscando las coordenadas en las que dar forma a su vida, en aquel momento viviendo en pareja y ganándose la vida gestionando su propio club de jazz. Un negocio con el que ganar dinero sirviendo cocteles mientras escuchaba, en vivo o con vinilos girando, su estilo musical favorito.

Desde esa perspectiva es la que corresponde acercarse a Escucha la canción del viento y Pinball 1973, como una puerta de entrada no solo a sus inicios como escritor, sino a la génesis de su tan especial narrativa. Habiendo leído títulos posteriores suyos es muy evidente ver cómo comenzaba a bocetar en estas dos historias a esos protagonistas masculinos que pasan horas en la barra de un bar esperando a que no ocurra nada; mujeres de mínima expresividad y máximo enigma; relaciones sexuales de formal visceralidad y libres de emotividad alguna; un Japón en el que sus lugares parecen un personaje más, silenciosos pero capaces de ejercer una invisible pero inquietante influencia sobre sus habitantes.

Llegar a este primer Hurakami habiéndole experimentado posteriormente resulta enriquecedor. Si no es el caso, esta lectura probablemente resulte anodina y quizás insustancial. Dudo que se acierte a descubrir cuál es el germen de lo que está aconteciendo y el objetivo, el lugar al que se nos quiere llevar. Su autor no llega a transmitir el sentido de esos cuadros, imágenes y comportamientos que no acertamos a saber si son surrealistas, simbólicos, eclécticos o fábulas a partir de grabados ukiyo-e, las tradicionales estampas japonesas, de nuestro tiempo. Hay una correcta descripción de todos ellos, pero falta ese algo que es más que un hilo argumental sólido que haga que tanto su combinación como la manera en que se suceden, motivan e interrelacionan, resulten verosímiles.

The imitation game

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Cincuenta años para hacer pública la autoría del hombre que ayudó a iniciar el fin de la II Guerra Mundial y casi sesenta para reconocer que lo que se creía justicia con un hombre fue realmente tortura y degradación. En el centro de ambas cuestiones un hombre, Alan Turing, una mente prodigiosa a la que el mundo le debe mucho más de lo que podemos concebir, y en cuyo camino él solo encontró dificultades tanto en lo personal como en lo profesional.

El cine es un instrumento con el que purgar complejos de culpabilidad y reconocer a aquellos que no se vieron honrados en su momento. En manos de guionistas, directores y productores queda el hacerlo con homenajes reales o utilizarles como vehículos para crear historias épicas que deriven hacia lo emocional y de ahí correr el riesgo de la demagogia sensiblera. En el caso de esta película está claro que han optado por lo difícil, por la primera opción, y recrear los hechos tal cual pudieron producirse, dejando  a la sensibilidad de sus espectadores los juicios a establecer sobre personas, ambientes y tiempos históricos. Tanta es la virtuosa asertividad de The imitation game que esta llega a convertirse en una debilidad para su solidez como relato y experiencia cinematográfica.

Benedict Cumberbatch crea un espectacular protagonista, a su atractiva presencia física se une su expresiva mirada, capaz de transmitir toda clase de sutilezas y matices, así como su perfecto manejo del lenguaje corporal, propio de aquellos que se han curtido sobre las tablas teatrales. Keira Knightley encabeza a todos los secundarios, representando lo que son cada uno de ellos, solidos personajes llenos de profundidad gracias a un guión que les da las frases precisas para que conviertan en  continuos momentos únicos sus intervenciones gracias a su perfecta dicción británica. Durante las casi dos horas de proyección la cámara busca continuamente la realidad de la vida, a las personas, ellas son las que piensan, hablan, deciden y dan vida a las máquinas. Estas resuelven problemas, pero solo porque hay mentes maravillosas detrás que las conciben, guían su funcionamiento y saben interpretarlas.

La detallista recreación escénica, visual y ambiental acompaña este objetivo. Todas las piezas cuadran, pero hay tanto respeto en querer mostrar los acontecimientos sin intentar caer en gratuidades que desde la butaca se echa en falta ir más allá. Se echa en falta aspectos como el ahondar en la convivencia con una homofobia asfixiante que inhabilitaba a la vida pública y privada a personas que se limitaban a ser quienes eran, tal cual la naturaleza les hacía ser.

De alguna manera Morten Tyldum parece haberse contagiado de la tradicional corrección y formalidad británica del tiempo que pretende trasladarnos hasta llegar a quedarse un paso fuera de la realidad. En lugar de vivir las emociones de Alan Turing, tan solo nos permite observarlas desde fuera. Nos imposibilita a los espectadores de hoy ahondar en el corazón de ese hombre que en su momento vio como su país y su sociedad le negaba a él vivir libremente lo que su corazón le dictaminaba. Por eso aunque nos creemos su historia y nos queda claro su buen saber hacer como director, el resultado es que nos quedamos impotentes ante lo visto, y muy a nuestro pesar, fríos ante su película.

THE IMITATION GAME