Qué complicado es ganarse la vida dedicándose a lo creativo, aspirando a aportar algo artístico, a ser un granito de arena cultural. La pintura o la escultura al menos tienen el beneficio de lo tangible, se ven, se tocan, perduran. Pero, ¿qué sucede si la vocación, la inspiración o la inclinación es a la interpretación, al baile, a la canción? Que en la mayoría de las ocasiones la sociedad aplica sus prejuicios para anular e imposibilitar el libre desarrollo de las personas, y por tanto, de sí misma.
En uno de sus parlamentos, ¡Yo quiero ser artista! dice que tenemos que crear estrategias para desarrollar el talento de las personas, para que, con el arte, la gente alimente sus espíritus. Y es que cuando a la joven Paulita Rossi, la protagonista de la historia que Don Homero le narra a Anita, le es negada la posibilidad de seguir el camino que surge de su interior cual erupción volcánica, ella se amarga, nada le sale bien, su mirada se encalla en la pared que tiene enfrente igual que sus dedos en la máquina de escribir a la que su padre se los ha pegado.
Lo artístico, lo creativo, son alimento de lo espiritual y, como tal, algo inherente a toda persona y por tanto, un elemento de comunicación y cohesión de la sociedad de la que forma parte. Motivo por el que estas facetas debieran ser cuidadas y sus muestras impulsadas y promocionadas por los poderes públicos. Ellos son los que cuentan con los medios con que hacerlo, así como con la fuerza suficiente para dar a conocer a sus ciudadanos el valor y aporte que estos aspectos tienen para su crecimiento colectivo. Esto es lo que expone desde sus páginas el panameño Edgar Soberón Torchía, de una manera abiertamente cómica y optimista, positiva, pero sin dejarse en el tintero cada uno de los motivos que él propone resolver para ponerle fin a esta situación.
En primer lugar dejar atrás una educación conservadora, sexista y machista, que considera a las mujeres como ciudadanos de segunda fila, primero sometidas al dictado de sus padres y posteriormente al de sus maridos, dedicándose a servirle, tanto a él como a los hijos en común. A continuación, cambiar un sistema que no considera el arte y la cultura, sino que les coloca la etiqueta de entretenimiento y los considera productos de consumo rápido, sin valor alguno. Y qué decir del respeto a los profesionales de este campo, acusándolas a ellas de ser mujeres de mala vida y a ellos de ser hombres de tendencias torcidas.
Todo esto es contado con un formato de obra dentro de la obra, el encuentro inicial entre un señor mayor y su joven vecina convierte el escenario en ese lugar en el que se materializa el cuento narrado, introduciéndonos divertidamente en el marasmo de egos del mundo del cine, en el complicado vodevil de acceder a las personas que toman las decisiones, en el que se hacen patentes diferencias entre su cruda realidad y la tergiversada y edulcorada imagen que proyectan los medios de comunicación. Una propuesta que seriamente trabajada puede convertirse en una gran función gracias a lo ágil de sus diálogos y sus naturales cambios de escena, sirviéndose para ello de unos actores sólidos y flexibles para interpretar –casi de manera simultánea- los diferentes caracteres que su autor les ha escrito.
¡Yo quiero ser artista!, Edgar Soberón Torchía, 1993, Instituto Nacional de Cultura de Panamá.