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Bonitas «cartas de amor»

Setenta años de misivas, desde que eran niños y tenían toda la vida por delante hasta las últimas palabras que se dirigieron dos adultos que fueron el uno para el otro, unas veces mucho y otras nada. Un intercambio postal que sobre el escenario se sucede como un dialogo ágil, sugerente, con momentos de humor y notas dramáticas a partes iguales. Palabras certeras cuyos significados y mensajes quedan amplificados por la maestra capacidad interpretativa de Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rollán.

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No se llegan a mirar a los ojos en ningún momento. Cada uno de ellos está en su lado del escenario en un sofá leyendo las cartas que ha enviado al otro. Unas veces respondiéndose, otras prolongando lo escrito con anterioridad ante el silencio recibido. Confirmando con el tono de alguien que tiene ocho años la asistencia a una fiesta de cumpleaños, echándose en cara adolescentemente haberse besado con terceros, evitándose pero sin romper el lazo con los eufemismos de un adulto, confiándose con sinceridad en la madurez, buscándose sin pudor a la hora de mirar atrás,…

Por todos estos estadios, a lo largo y ancho de la geografía estadounidense y durante un largo período del siglo XX, pasa la relación entre Melissa y Andrew. Décadas que se inician en 1937 a lo largo de las cuales todo cambia y evoluciona, tanto sus personalidades y trayectorias –la educación, el trabajo, el estado civil, los hijos- como aquello que les une. Bajo el formato escrito, su comunicación deja claro que al principio su relación se desarrolla siguiendo las normas y pautas que mandan los cánones sociales para poco a poco llegar a ese punto medio y de difícil equilibrio y satisfacción entre la amistad, la confianza, el amor y la complicidad, entre aquello que quieren que sea y los que son capaces de conseguir que sea.

El diálogo epistolar trazado por A.R. Gurney y David Serrano poco a poco se va haciendo más profundo e íntimo, siendo también un ejercicio de reflexión individual que se comparte a modo de confesión y de entrega, trenzando un vínculo único no tiene nombre ni referente, pero que resulta único.  De la invisibilidad de entre las líneas que tan bien leen, encarnan y representan Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rollán, brotan anhelos y deseos,  de la misma manera que surgen los miedos y frustraciones que los espectadores escuchamos, aunque ellos no los enuncien.

La sencilla escenografía de este montaje, ellos sentados y por detrás una muy acertada escenografía simulando un bosque de bombillas que poco a poco se van apagando, es el soporte perfecto para amplificar tanto el poder de las palabras como la capacidad de sus intérpretes. Su sola presencia hace que antes de que proyecten la voz y nos transmitan los significados concretos de sus parlamentos ya estemos inmersos en el momento narrativo y emocional que nos están relatando. Como si fueran una emisión radiofónica, estas Cartas de amor se pueden seguir también desde el patio de butacas con los ojos cerrados, disfrutando, notando dentro de ti, lo que son capaces de conseguir con su genio, técnica y talento estos dos maestros de la escena.

Cartas de amor, en el Teatro Maravillas (Madrid).

«Los universos paralelos»

La muerte es una gran paradoja, puede hacer que los fallecidos estén más presentes que cuando estaban vivos. El dolor que surgió inesperadamente supera con creces a la alegría que imperaba en ese lugar que ahora es un páramo inerte. Un texto muy potente que pone a prueba el equilibrio de un matrimonio y una familia con una puesta en escena que, aunque no materialice todo su potencial, cuenta con una Malena Alterio capaz de todo.

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Una sonrisa, incluso una carcajada, ayudan a entrar en la realidad que hay tras una cara seria, una faz aparentemente inexpresiva, sus gestos adustos y su vestimenta de color gris y marrón. Los universos paralelos se inicia con una aparente ligereza, exponiendo la verborrea de una hermana cómica y el lenguaje corporal de una madre que recoge la ropa de un niño que ya no está. Una escena que termina con la primera embarazada y enlaza con la segunda conversando distantemente con un marido sentado a apenas unos centímetros. Para entonces ya ha quedado claro que en esta función hay, aunque convivan, más sombra que luz, más drama que comedia.

El fallecido está en todo lo que se dice y hace, se interpone entre los que fueron sus padres a la par que los sigue uniendo, lastra sus actitudes individuales al tiempo que es el condicionante que intentan sortear en todo momento. Tan solo su abuela parece capaz de convivir con él como muerto igual que debemos suponer lo hacía cuando estaba vivo. Este es el complejo y delicado entramado emocional que va desplegando con mucho cuidado y acierto el texto de David Lindsay-Abaire, hasta hacerse invisiblemente con todo el oxígeno del escenario del Teatro Español.

Una vez llegada a ese punto, esta particular constelación familiar sigue evolucionando, dándonos a conocer más sobre el pasado, la actitud presente y los propósitos futuros de estas personas unidas y separadas tanto por el dolor como por el afecto. Un discurrir del tiempo que gira en torno a esa madre incapaz de superar la tragedia, herida por la pérdida interior sufrida y afligida porque su alrededor sea capaz de sobreponerse.

Un agotador ejercicio de levantamiento de muros, y búsqueda de fisuras a través de las cuales sonreír y respirar, ante todas las formas de afecto con las que convive -marital, fraternal, filial, amistoso-, llevado a cabo con eficaz sobriedad por Malena Alterio. Un viaje interior que también realizan a su manera su marido, su madre y su hermana, pero en su caso ellos son únicamente piezas necesarias para el desarrollo de esta historia, no llegan a convertirse en motor de acción.

En parte porque los actores que los encarnan despliegan registros más limitados, no vemos en ellos nada diferente a lo que puedan habernos ofrecidos en trabajos anteriores (ya sea en teatro, televisión o cine). Pero también porque este montaje parece haber apostado más por ellos que por la creación de una atmósfera que ya existiera antes de subirse el telón, que imprimiera sus caracteres y determinara su devenir. Quizás así los que ocupan el patio de butacas no se sentirían solo espectadores, sino que se verían dentro del hogar de esta familia que se esfuerza por recomponerse.

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Los universos paralelos, en el Teatro Español (Madrid).