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«Copenhague», epicentro nuclear

Un gran texto que plantea la confluencia de la Historia, la física, la ética, el afecto, el futuro, la vida y la muerte durante el encuentro de dos científicos. Un montaje que con destreza expone la multitud de realidades, emociones y principios personales y políticos que se vivieron tanto en aquel pasaje como en su anterioridad y posterioridad. Un trío de actores sólido que con sus diálogos y narraciones exponen cuanto sus personajes piensan, sienten, intuyen y desean.

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En 1941 dos físicos se reúnen en la capital danesa. El alemán Heisenberg visita a su antiguo profesor, el local Bohr. Un encuentro marcado por la ocupación nazi, por la condición de judío del segundo y por las investigaciones de ambos sobre la energía nuclear. Años después la II Guerra Mundial concluiría con el lanzamiento de los americanos de dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, mientras que el régimen de Hitler nunca llegaría a desarrollar armamento semejante. La premisa de Copenhague es clara, ¿tuvo algo que ver lo que se dijeran o compartieran aquel día en este devenir de la Historia?

El texto de Michael Frayn afronta aquel encuentro desde múltiples perspectivas. La cronológica, contándonos cómo se conocieron en 1924 y cómo se volvieron a encontrar tras el fin de la guerra. La científica, el deseo de llegar a más. La creativa, las vueltas que le dieron a lo que tenían entre manos para hacer posible lo imposible. La política, ¿en manos de quién lo iban a poner? La ética, ¿eran conscientes de las posibilidades destructivas que aquello podía suponer? La personal, ¿y si ellos mismos o los suyos estaban entre los afectados por su uso bélico? Y cada una de estas preguntas con dos puntos de vista, el de los aliados y el de los nazis. Y con dos posibles respuestas, la que se hubiera podido dar durante la contienda y la de después, con el conflicto ya acabado.

Un mar de interrogantes entremezcladas, entrecruzadas por el afecto, pero también por la sospecha y la incertidumbre que Claudio Tolcachir logra exponer con total claridad, pero respetando al tiempo la complejidad de la propuesta de Fray. Permitiendo la pedagogía con que se explica la argumentación científica, pero sin hacer de ello una introducción para ajenos a la materia. Dándole a los dos hombres y la mujer de su función el espacio suficiente para que muestren la racionalidad de la labor investigadora y los conflictos que surgen tanto por sus dilemas éticos como por el miedo vivido. Un desestabilizador panorama de opresión ideológica y necesidad de autodefensa, dudan hacer lo encomendado o resistir con la convicción de estar actuando correctamente.

Una oposición entre lo moral y lo deontológico, entre maestro y alumno, entre el bien y el mal, el deber y el afecto, la libertad y el sentido de pertenencia (a la familia, a una comunidad con intereses comunes, a una patria) que se vive como algo profundamente real gracias a las excelentes interpretaciones de Emilio Gutiérrez-Caba, Carlos Hipólito y Malena Gutiérrez. Ellos son los que consiguen -con sus diálogos y sus apelaciones e intervenciones como narradores- que hagamos nuestra la zozobra que viven sus personajes, que nos pongamos en su lugar y nos planteemos que hubiéramos hecho de estar en su lugar, cómo hubiéramos actuado, por qué posibilidades hubiéramos apostado y a qué hubiéramos renunciado de haber sido uno de ellos aquel día de 1941 en Copenhague.

Copenhague, en el Teatro de la Abadía (Madrid).

Mucha sensibilidad en “La chica danesa”

Una producción y fotografía fantásticas que hacen de cada plano una obra pictórica llena de expresividad y belleza. Las actuaciones de Eddie Redmayne y Alicia Vikander son un recital de fotogenia e interpretación que hacen que un guión, quizás demasiado sencillo, resulte ser una historia llena de emotividad tratando una cuestión delicada con sumo respeto y cercanía, integrando bajo un mismo prisma los puntos de vista de todos los involucrados.la_chica_danesa_42580

En 1993 un gran estudio de Hollywood hacía algo innovador, producir una película que trataba el tema del VIH/SIDA y la homosexualidad desmontando estigmas y prejuicios, abogando por la igualdad real entre todas las personas. Hubo quien vio en la “Philadelphia” que le dio su primer Oscar a Tom Hanks una forma de activismo, otros una estrategia de marketing. La cuestión es que al margen de la calidad de la cinta, ahí ha quedado como referente de una realidad y de un paso más en la consecución de normalidad de un colectivo discriminado por el resto de la sociedad.  Algo así puede que suceda con “La chica danesa” y su tratamiento de la transexualidad de la mano de dos oscarizados, el director Tom Hooper (“El discurso del Rey”, 2010) y el actor Eddie Redmayne (“La teoría del todo”, 2014).

La historia comienza contándonos el día a día profesional y social de un matrimonio de artistas, Einar y Gerda Wegener, en el Copenhague de los años 1920. Posteriormente se centra en su convivencia y la fluida comunicación y entendimiento que hay entre ellos, al margen de los ambientes en los que estén o las personas que les rodeen. Desde ahí, la narración llega a lo más profundo a nivel individual, hasta lo que es, al margen de reglas y convenciones, sentir y sentirse, conocer y reconocerse. Ese lugar desde el que se desmontan los prejuicios y se puede afrontar la vida y su encaje en el mundo de manera libre.

Un recorrido en el que Redmayne da forma, con absoluta verosimilitud, a la evolución de una identidad masculina hacia una femenina, sumando capas y complejidad sin posibilidad de marcha atrás ante lo que dictamina y hace brotar la madre naturaleza. Su trabajo está lleno de sutilezas de una extraordinaria y delicada belleza, su capacidad corporal convierte cada uno de sus movimientos –las manos, las miradas, las poses, la manera de caminar,…- en un torrente interpretativo de gran expresividad con el que construye y hace convivir a Einar y a Lily. La grandeza de su interpretación está en hacernos ver cómo de un hombre surge una mujer, y cómo una vez esta ha llegado para quedarse, él se va escondiendo y apagando dentro de ella.

Por su parte, Alicia Vikander son esos ojos testigos de un proceso que le es tan ajeno como propio y tras los cuales está el desconcierto ante lo inesperado, la incomprensión ante lo que causa dolor, el coraje con el que se superan las barreras y el calor que aporta cariño y sosiego.

A su alrededor, un mundo que se desenvuelve entre los exteriores costumbristas de la capital danesa, interiores teatrales que parecen cuadros de Degas, el art-decó de Bruselas, reuniones parisinas que reproducen los lienzos de Gerda Wegener (que recuerdan a los de Tamara de Lempicka) o el esplendor de Dresde. Una ambientación tan preciosista y elaborada que en ocasiones se convierte en el elemento principal de una historia que parece querer contarse únicamente a través de sensaciones visuales muy bien subrayadas por la banda sonora de Alexandre Desplat. Este trabajo técnico cumple de manera tremendamente válida y efectista la función para la que ha sido concebido, pero como si de un óleo se tratara, bajo él se ven los trazos de un guión que pedía más solidez, más historia, más profundidad, para haber dado un mayor soporte al espléndido trabajo frente a la cámara de su pareja protagonista.