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“Una segunda madre”, la sencillez de lo cotidiano

Una de esas historia sencillas en las que su belleza resulta de la espontaneidad con que están dialogados cada uno de sus momentos, de la naturalidad sin estridencia alguna de sus personajes y de la mirada limpia, ordenada y cero efectista de sus imágenes y su montaje.

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La vida es una suerte de caminos que se cruzan en múltiples ángulos. Trayectos, aparentemente, con nada en común y que pueden resultar hasta opuestos en ocasiones, pero con un punto de confluencia en el que se llega a sentir, o a creer, que perteneces a ambos. Sin embargo, los acontecimientos te hacen tomar decisiones que te llevan en un rumbo y te alejan de aquel otro destino que fue una posibilidad del pasado y que puede ser mantengas en el presente como un eventual futuro.

Ese es el espíritu que mantiene en pie a la protagonista de “Una segunda madre”. Una mujer madura que acepta, desde hace casi dos décadas, ser considerada un ser humano de categoría inferior en la casa de sus patrones. Esa es su manera de ganar un sueldo con el que enviar a su hija en la lejanía, los recursos materiales que, habiendo estado juntas, le hubiera resultado imposible darle. Y en su mente siempre una duda, si habrá hecho lo correcto, con opción a ser resuelta a partir del momento en que un día su hija le llama y, tras diez años sin verse, le pide ser acogida en su casa para presentarse al examen de ingreso a la Universidad.

Comienza entonces un viaje no físico, sino afectivo entre madre e hija, además de la exposición de un conflicto de clases entre pobres y ricos, súbditos y jefes. La adolescente que sueña con ser arquitecta y entender por qué su madre no estuvo con ella, no acepta residir en un lugar en el que unos comen de pie y otros cómodamente sentados. Al tiempo, la frescura de su comportamiento y la belleza de su juventud avivan las grietas de la postal apagada que es el matrimonio con hijo, la supuesta familia, que forman los que tienen el dinero, y que por tanto, marcan las reglas del juego. Un esquema de poder bajo cuya superficie las emociones discurren de otra forma, el hijo busca los abrazos correspondidos con afecto de la asistenta y el marido sin aliciente en la vida, invita a comer a su mesa a la hija de la mujer que le cocina y le limpia la casa.

Un suceder cotidiano entre el salón, la cocina, el jardín y los dormitorios de un chalet de Sao Paulo en el que van tomando cuerpo unos caracteres –brillantemente interpretados- que se revelan como sólidos, completos, cargados de personalidad y de una historia tras de sí que van más allá de las frases y descripciones redactadas en el guión. En definitiva, un conjunto de elementos que dan forma a dos planos de vida, los que tienen y los que no, en los que el rol cambia según estemos hablando de dinero, de amor, de oportunidades o de logros y satisfacciones conseguidas. Dos planos de vida siempre interconectados ya que para dotar de valor a lo que se tiene y a lo que se siente, se ha de comparar la vivencia propia con la de los otros.

Esa es la gran construcción de esta historia dirigida por Anna Muylaert con una asombrosa naturalidad, donde cada elemento técnico e interpretativo destaca tanto por sí mismo como por ser pieza de un título destinado a ser considerado una descriptiva película de la sociedad brasileña como lo fueron a su manera “Ciudad de Dios” (2002) o “Estación central de Brasil” (1998).

“Trash. Ladrones de esperanza” de Stephen Daldry

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Ante la inminencia de los JJ.OO de 2016, en Brasil no deben estar muy contentos con que “Trash” alimente el tópico de Río de Janeiro –aunque en la película no se llegue a mencionar su nombre- como ciudad de favelas en las que se vive al margen de la ley versus la belleza de la playa de Copacabana, la sensualidad de la samba o la destreza de sus futbolistas aficionados. Triada de la promoción turística que en esta película no aparece ni por asomo, lo que le da a su historia de corrupción política y policial una pátina de total verismo. Por el lado contrario, esta es una cinta británica –con su mercado y el americano, en los que aún no se ha estrenado, como principales destinatarios – y eso marca unos niveles máximos de violencia argumental que poder sugerir y visual que mostrar.

El punto medio que Stephen Daldry encuentra y en el que se desenvuelve muy bien para contar su historia sin tener que hacer aparentes renuncias es contar con tres niños como protagonistas. De esta manera resultará lícita la emocionalidad que su temprana madurez y obligada lucha por la supervivencia nos puedan suscitar. Algo que este director sabe hacer muy bien, tal y como demostró en el año 2000 en “Billy Elliot”, aquel también niño que decía aquello tan sencillo y tan grande como “quiero bailar” y al que los cariocas protagonistas de “Trash” emulan en su inocencia y sentido de la justicia sin fisuras con un “es lo correcto”. Ese será el lema con el que motivan su actuación frente a la mancha de la corrupción política y policíaca que todo lo inunda, hasta los desperdicios en el inmenso basurero en el que trabajan estos jóvenes pre adolescentes. Una vez más el mito bíblico de David contra Goliat, símil que la propia historia refuerza haciendo de estos chavales, tres jóvenes asistidos por un cura y una cooperante americana en un plantel dividido: buenos y malos, los altruistas americanos y los políticos brasileños, así como aparentemente débiles y los fuertes, los infantes y la policía al servicio de los corruptos.

Un plantel en el que se desarrolla una historia que comienza pareciendo ser denuncia social y a medida que avanza el metraje, aunque sin olvidar su inicio, resultar más una entretenida intriga de misterio y aventura con sorpresas inesperadas y claves que ir descifrando por el camino. Por un lado porque la correcta estructura y evolución del guión deriva en ello, por otro por el tratamiento que se hace del entorno en el que se desarrolla “Trash”, con una estética fotografía y un elaborado montaje con ritmo y gran resultado visual, tan bien resuelto que pide ir a más. Pero ahí la película se para y no va más allá, a captar la vida, el alma de lo que estamos viendo. Es en ese momento en el que se siente que esta es una producción de foráneos del lugar que se nos está mostrando y nos quedamos en la superficie sin llegar a lo que hay tras las apariencias y primeras impresiones, como sí hicieron en este entorno títulos autóctonos de hace años como “Estación central de Brasil” o “Ciudad de Dios”.

Quizás una incapacidad de Stephen Daldry o quizás una planteamiento deliberado de los productores para que su estreno antes de final de año en alguna sala de EE.UU. haga de “Trash” una de las películas con nominaciones varias en las próximas ediciones de los Globos de Oro y los Oscar que apoyen su carrera comercial tanto en la meca del cine como en Reino Unido y buena parte de los mercados internacionales donde aún la están esperando.

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