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«Los vencejos» de Fernando Aramburu

365 días de un diario personal y otras tantas entradas o capítulos en los que se entremezclan las intenciones futuras, las sensaciones del presente y los recuerdos del pasado. Un personaje anodino, incisivo cuando se expresa con acidez, pero excesivo cuando irradia apatía. Tanta que acaba resultando un narrador que ensombrece las intenciones con que presumiblemente le concibió su creador.   

Toni está harto de vivir. Su trabajo le aburre, su familia no son más que los restos de un proyecto fracasado y el futuro no le ofrece aliciente alguno. Si falta, no falla a nadie y al no contar con nadie más que consigo mismo, se siente libre para decidir su destino sin deberle explicaciones a persona alguna. Aún así, no puede dejar de ser quien y como es y por eso se lo va a tomar con calma. Se da un año para ejecutar su intención de desaparecer. Tiempo que emplear en hacer balance por escrito de lo transcurrido, identificar y ordenar lo mucho o poco a dejar como legado e ir desconectando progresivamente de cuanto hoy le estructura.

Una premisa sugerente articulada en una serie de tramas que nos muestran las distintas etapas de su vida (los padres y el hermano, la exmujer y el hijo, la amante que reaparece y el amigo que sigue) con interludios en los que se expone su presente y su pensamiento, el de un profesor de instituto de filosofía, residente en Madrid, que siempre ha estado al tanto de la actualidad política y social, aunque sin demasiado apego por cambiar el modo en que funcionan las cosas. Sin embargo, todo ello queda ensombrecido por la manera en que combina la estructura de su relato con el tono de su expresión.

El ritmo de una entrada diaria no solo pauta la lectura, sino que provoca la sensación de estar asistiendo a una sucesión de microrrelatos en los que pesa más su componente anecdótico que lo que cada uno de ellos suma a los anteriores. El mecanismo de reflexión nocturna, a cuya llamada no falla su protagonista ni una sola jornada, acaba por generar una sensación de monotonía que tiñe cuanto comparte y encorseta su propuesta, algo a lo que no ayudan las muchas páginas de esta novela. Se quedan por el camino universos que hubieran dado más de sí, así como muchos detalles que, tratados con un enfoque más analítico que meramente descriptivo o habiendo reflexionado sobre ellos con mayor detenimiento, seguro hubieran enriquecido su relato.

El otro inconveniente es la responsabilidad que ha dado Aramburu a su protagonista de ser también narrador en primera persona de su historia. Y no por la formalidad que pudiéramos pensar al estar concebida para ser leída algún día por su hijo, o por una supuesta falta de capacidades retóricas, sino por la combinación de desánimo, epicureísmo y mordacidad con que retrata cuanto acontecimiento y persona a la que alude, así como por la manera impúdica con que se refiere a sus asuntos más íntimos.

A su favor hay que decir que, aunque se echa en falta un retrato psicológico y conductual más matizado de este personaje, con el que haber entrado en su existencialismo, en ningún momento queda convertido en un sucedáneo banal o una simple caricatura de un supuesto ciudadano medio de nuestro tiempo. La sensación es la de haber subido en el ascensor, una vez más, con ese vecino con el que coincidimos de cuando en cuando desde hace años en el portal, y del que solo sabemos que vive en un piso superior al nuestro, ni siquiera su nombre. Aunque pasada la novedad de las primeras ocasiones, rápidamente dejamos de tener ganas ni curiosidad por conocerlo.

Los vencejos, Fernando Aramburu, 2021, Tusquets Editores.

“El abanico de Lady Windermere” de Oscar Wilde

El genio del teatro británico más esteta que nunca, deleitándose en el uso del lenguaje y enfrentando a sus personajes con conflictos entre hombres y mujeres y solteros y casados. Diálogos inteligentemente ligeros que destilan un humor ácido lleno de sarcasmo y revelan una corrosiva crítica de la alta burguesía londinense de finales del siglo XIX.

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Cualquier estado es a la vez su contrario en el juego de las apariencias. Oscar Wilde lo sabía muy bien y por eso no duda en plantear que la felicidad es el paso previo a la infelicidad. Quizás por una cuestión absurda de eso que llamamos karma, quizás también porque somos incapaces de disfrutar de lo que tenemos y somos –tanto en el terreno material como en el plano espiritual- en nuestra vida presente. Llegamos a ser ridículos, estúpidos incluso vistos desde fuera, estableciendo prejuicios con los que disculpar nuestras (auto) limitaciones e incapacidades con el único fin de sentirnos dueños y señores del pequeño mundo que es el entorno en que vivimos.

Pero cuidado, que esta no es una obra dramática o pesimista. Es un texto del autor de Un marido ideal, lo que implica un humor corrosivo y una ironía sinfín con la que se disfruta enormemente. Un continuo en el que el que se mantiene inicialmente al margen se ve después rodeado por un torrente satírico que no deja títere con cabeza. Así le ocurre a esa joven casada que juzga a las que considera mujeres de feas costumbres y peores intenciones hasta que por azar del destino se ve en una posición en la que ella misma se ve sentenciada de igual manera. O a su marido, que se inicia como una persona permisiva, liberal y de mentalidad abierta y a quien sentir su reputación afectada le revela como un hombre incrédulo y moralista.

En el entretanto, una realidad que poco a poco deja de ser transparente para convertirse en un espejo alegoría de la justicia que posteriormente revierte para, ya con la lección ética aprendida, devolver el equilibrio formal y emocional a su entorno. Unas horas en la vida social de un grupo de gente adinerada que parecen vivir únicamente de lo lúdico y no tener más actividad que múltiples compromisos sociales.

Un panorama de hombres y mujeres vestidos elegantemente, de formalidad cuando ambos sexos están en la misma habitación y solo sincero cuando los hombres están con los hombres y las mujeres con las mujeres. Relaciones a través de diálogos ligeros tras cuya impostura se esconde una banalidad que dice mucho sobre las diferencias de clases, la debilidad de la educación recibida y la falta de conexión con el mundo real. Intercambios verbales plagados de cinismos que destilan una tramposa pero también inteligente ambigüedad que no tiene mayor fin que el de deleitar.

Wilde no busca profundidad intelectual o plantear debates humanísticos o sociológicos, su único fin es impactar. Hoy en día este fin nos agrada, pero es de suponer que cuando se estrenó en 1892, El abanico de Lady Windermere no solo sorprendiera, sino que escandalizara incluso.

«Un marido ideal» de Oscar Wilde

Da igual que seas hombre que mujer, maduro o joven, soltero o casado, comprometido o irresponsable, siempre y cuando formes parte de los altos círculos sociales, tanto de manera natural como por accidente, Oscar Wilde tendrá un momento de verdad, acidez y corrosivo humor para ti. Una manera de hacer moderno, fresco, cercano y divertido un vodevil que gira en torno a dos temas universales, el amor y el poder.

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La residencia londinense de los Chiltern es el lugar donde se celebra una fiesta que reúne a toda clase de gente. Desde mujeres que se sientan a esperar acontecimientos que observar y comentar, a hombres que ignoran las conversaciones que esperan se mantengan sobre ellos. Y entre unos y otros se cuelan de manera entre discreta y descarada personas con unos objetivos muy claros. Ese es el caso de la señorita Cheveley que espera que su anfitrión vaya en contra de su propia palabra y defienda ante la Cámara de los Comunes un proyecto de especial interés financiero para ella, el proyecto de construcción de un canal en Argentina.

Wilde escribió esta obra hace más de 120 años, dato a tener en cuenta ya que introduce en su trama algunos elementos de la realidad artística y política del momento, como es el debate sobre la viabilidad e interés de esta infraestructura, o el reconocimiento con que contaban ya pintores como Corot o Watteau, incluyendo al primero en los diálogos de sus personajes y utilizando al segundo como elemento descriptivo de su apariencia. Pinceladas de presente que quedan intrincadas en unos diálogos que fluyen a la velocidad del rayo hilvanando conversaciones y sentencias provocadoras que vagan difusamente entre la crítica más prejuiciosa, la reflexión compartida y una alborotadora demagogia.

Directo y punzante, pero también elegante y armonioso, así es como utiliza el lenguaje Oscar Wilde, haciendo de él no solo un elemento transmisor de mensajes y constructor de personajes, sino también un medio profundamente estético, creador de belleza y generador de deleite. Esto, unido a su ingenio y su total desvergüenza, es lo que constituye la clave de que esta obra, como el resto de su teatro, siga siendo hoy tan potente, seductora y atractiva como escandalosa e impúdica resultara en el momento de su estreno en 1895.

No hay convencionalismo sobre los roles, los géneros o los sexos que se le escape, elevándolo hasta la hipérbole, transformándolo en una paradoja o dándole la vuelta para hacer de él una crítica de lo que pretendía ensalzar o al revés, destacando positivamente lo que otros habían vulgarizado, aunque esto último ocurra en muy pocas ocasiones y lo refleje más por la vía de los hechos que por la de las palabras. Ese camino, el de los actos, es el que utiliza para mostrar –y quizás transmitir sus propios principios morales- qué debe haber tras las fachadas de la política, cuando esta se ejerce como una verdadera vocación de servicio público, y de la institución del matrimonio, cuando el compromiso de los contrayentes es ser el uno para el otro apoyo y fuente de bienestar.

“Extinción” de David Foster Wallace

Una extremada inteligencia, casi sobrehumana, que recoge absolutamente todo, a la manera de un escáner -pensamientos y descripciones hasta el más ínfimo detalle- de alta resolución de los escenarios propuestos. Un punto de vista ácido e irónico, unas veces frío, cruel otras, tras el que se encuentra una deliberada falta de empatía con el lector, sustituida por una conseguida transmisión al otro lado del papel de sensaciones como angustia, ansiedad, ahogo o asfixia.

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Haciendo un símil con el cine, la adaptación cinematográfica de una narración de David Foster Wallace necesitaría muchos más que 24 fotogramas por segundo para recoger todo lo que una descripción suya transmite. Su mirada es como la de una cámara infrarrojos a la que no se le escapa nada, tanto del plano tangible como del atmosférico, tanto del exterior de los lugares, como del interior de las personas. Y no solo lo que el ojo humano es capaz de ver, sino también aquello que nuestro cerebro discrimina –y que no recuerda haber visto- para formar las imágenes que  finalmente fijamos en nuestra retina y en nuestros recuerdos.

Su capacidad para recoger todos los elementos que forman una realidad es casi sobrehumana. ¿Cómo lo hacía? ¿Va y viene a la escena sumando sus distintas capas y/o puntos de vista o antes siquiera de haber comenzado a escribir lo tiene ya todo montado en su cabeza pidiendo únicamente que se ponga manos a la obra? Foster Wallace no cuenta una visión de la realidad, cuenta “la realidad”. Como si fuera una única, leerle es aceptar que el universo está formado por los elementos que él ha recogido en los cuentos que forman “Extinción”. Unas veces en sucesión, otras en paralelo, porque la vida no es lineal, sino que son múltiples pequeños acontecimientos ocurriendo simultáneamente. Ahí es donde este autor es un maestro, en recoger ese todo tridimensional, existencial y compuesto por múltiples planos, capas y puntos de vista, y transformarlo en historias escritas sobre el papel. Ahora bien, ¿estamos los lectores medios capacitados para reconstruir posteriormente este universo completo en nuestras mentes? ¿Somos capaces de asimilar tantos detalles, matices y tonos de cada uno de sus aspectos? ¿Qué sucede si los lectores no tenemos la habilidad complementaria que necesita el don de Foster Wallace y nos ahoga en esa barbarie de datos presentados de manera presuntamente literaria? ¿Es la suya una visión rayana en la locura?

Junto a este enfoque de lo cuantitativo de su creación, tiene tanta importancia o más lo cualitativa. En tanta precisión de información, el tono asertivo genera una distancia continua, una imposibilidad real de llegar a sentir, de tocar esa sala en la que se está llevando a cabo una dinámica de grupo (“Señor blandito”) o el aula en la que los alumnos asisten al extraño comportamiento de su profesor (“El alma no es una forja”). Otras, el deliberado uso de los adjetivos de un modo solo descriptivo y nunca calificativo, resulta de una extremada crueldad para el lector hecho espectador de un suceso como el de “Encarnaciones de niños quemados”, o de un extremado cinismo y acidez cuando lo hace al revés (“La filosofía y el espejo de la naturaleza”).

Su juego con la lógica de las situaciones, del lenguaje y de los comportamientos humanos sobrepasa el esperpento (“El canal del sufrimiento” con ese artista famoso por su manejo creativo de la mierda) o es de un deliberado absurdo a la hora de tratar la búsqueda existencial (la búsqueda de la identidad en “El neón de siempre”), las relaciones de pareja (las dos personas que se acusan mutuamente de lo mismo en un juego en el que solo uno puede tener razón, “Extinción”) o las colectivas (el niño hecho líder espiritual en “Otro pionero”).

Hace algo más de un siglo la llegada de las vanguardias hizo evolucionar, en mayor o menor grado según cual, las distintas artes mediante el trabajo de artistas que trasgredieron las formas, normas y convenciones, y su fondo, los valores y prioridades de lo establecido. Desde entonces ha habido muchos que han intentado ir a contracorriente o iniciar su propio lenguaje con el ánimo de ser pioneros y abrir nuevas puertas para seguir evolucionando y creciendo, o simplemente de destacar por impulso de la vanidad. ¿En cuál de estos dos lados está David Foster Wallace? ¿En cuál se le considerará dentro de un tiempo?

Sobrecogedor “Ivan-Off”

Del drama a la tragedia, intensidad con momentos de hilaridad en un reparto coral con buenos secundarios y un soberbio Raúl Tejón como protagonista.

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Personaje, texto e interpretación se funden de manera tan completa y tan perfecta que el “Ivan-Off” de La Casa de la Portera te deja clavado al asiento con el estómago encogido, el corazón en un puño y la piel como escarpias. El drama no está en lo que sucede, no ocurre nada diferente a lo que podría ser la cotidianeidad de cualquier otro hombre, sino en lo que Chejov escribió, ahora versionado por José Martret y convertido en espectáculo por Raúl Tejón. La tragedia está en la desnudez con que se muestra la verdad de un hombre insatisfecho con el que mundo en el que vive y el papel que se le ha otorgado tanto en lo social, supuesto líder terrateniente, como en lo íntimo, esposo amantísimo.

Sinceridad brutal, sin límites en un texto del siglo XIX reconvertido en el XXI en emociones más allá de la piel, en un alma abierta que muestra el conflicto continuo que vive en su interior. El trabajo de Tejón es mucho más que gesticulación, voz y mirada. La sincera expresividad de su rostro es sobrecogedora, es el escaparate diáfano de un viaje que llega hasta las entrañas de un hombre que nos muestra la impotencia de no ser quien se espera de él, el dolor que esta realidad le causa y el que él causa a su alrededor, su honestidad reconociendo esta situación y el conflicto por no saber cómo darle solución. Desde el momento en que comienza la función Raúl Tejón crea a su alrededor un aura que llena la sala atrapando y arrastrando a los espectadores en su lucha por saber qué palabras poner a lo que siente, qué hacer, cómo vivir con ello.

Dándole la réplica destaca un alucinante Germán Torres poniendo cara a esos que con humor intentan ocultar la miseria espiritual que aun así se les escapa por las grietas de sus sonrisas. Y junto a él, un enérgico David González respondiendo con un sinuoso cinismo como manera de sobrevivir resueltamente ante las penurias y como parásito de los éxitos de los demás. En el lado femenino, Rocío Calvo y Carmen Navarro son el otro lado, las apariencias vacuas, las formas sin fondo,  los puntos de hilaridad en esos momentos sociales que están entre la comedia y el esperpento. Ellos cuatro son parte de un reparto coral que en su conjunto funcionan como una pieza única, perfectamente engranados.

Únase a todo esto la magia escénica que tiene la Casa de la Portera y el papel intensificador que sus reducidos espacios causan en su selecto aforo de 22 asistentes cuando el resultado es tan bueno como sucede en este caso.

Tres años después de su estreno “Ivan-Off” ha vuelto al lugar que le vio nacer y donde había sumado hasta ahora 287 representaciones. Algo que se queda en anécdota ante lo vivido en su reestreno este pasado 19 de febrero, noche en la que esta adaptación del Ivanov de Chejov rezumó una frescura, fuerza y energía que le hace digna merecedora de seguir en cartel por mucho tiempo.

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“Ivan-Off” en La Casa de la Portera (Madrid)