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«Otelo» de William Shakespeare

Cuando alguien triunfa y es reconocido, también despierta la envidia de los que están dispuestos a lo que sea con tal de llegar a ese puesto de liderazgo que consideran les corresponde a ellos. La estrategia es atacar al odiado en su flanco más débil, en este caso, en el de su inseguridad en el terreno del amor. Todo ello en el marco de una historia que viaja de Venecia a Chipre y nos habla, entre otros aspectos, sobre cómo se gestionaba el poder político, el sentido de las campañas bélicas y los roles de hombres y mujeres a principios del siglo XVII en la Serenísima República.

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Es fascinante leer a Shakespeare y ver, a medida que se van pasando páginas, cómo progresa la acción con más y más personajes y cómo lo que viven y protagonizan está interrelacionado, tanto a nivel narrativo como en lo referente a los vínculos familiares, laborales y afectivos que los unen. Como si fueran hebras de una cuerda que se van trenzando hasta dar como resultado una soga fuerte y resistente que lo puede todo, que no hay peso que venza su firmeza ni su resistencia. Esto que se podría decir de muchas de las obras del fallecido el mismo día que Cervantes, es perfectamente aplicable a Otelo.

La estructura narrativa de esta obra estrenada hace más de cuatro siglos es genial. Comienza en Venecia, donde Yago, uno de los ayudantes de Otelo, el moro de larga experiencia bélica al mando de las tropas de la ciudad-estado, amenaza con acabar con la carrera de este por haber ascendido a otro en lugar de a él. Para ello se alía con Rodrigo, el rechazado por Desdémona,  la joven que acababa de casarse con su superior, incitándole a asesinar a Cassio, el que se ha convertido en el segundo del líder. Al tiempo, ejerce de alcahuete dando la noticia del matrimonio a Brabancio, el padre de la muchacha, a cuyas espaldas ésta ha formalizado su compromiso junto a su ya esposo. Suegro que acude para poner fin a esta unión a la máxima autoridad política de la República, el Dux.

Este escuchará las acusaciones de brujería (bello eufemismo para denominar a la combinación, más bien fusión, de amor y deseo) contra Otelo, y no solo no le dará más importancia, sino que pondrá de relieve el importante papel que este hombre desempeña para el gobierno y la seguridad de la ciudad. La necesidad es obvia y le envía a defender la plaza de Chipre ante lo que parece el inminente ataque bélico de los turcos. Como cierre de este arranque y completando el círculo introductorio, el moro, que confía erróneamente en Yago, le pide a este que su mujer se convierta en la dama que acompañe siempre a su esposa.

De esta manera queda abierta la fisura por la que, ya trasladado a la isla mediterránea, Yago, a golpe de engaño y manipulación generará una herida que se infectará con la negra sombra de los celos. Una oscuridad que se convertirá en una violenta e intempestiva noche cerrada en la se verán involucrados todos los personajes, unos engañados y hasta vilipendiados, otros amenazados, atacados incluso.

Una sinfonía de falsedades y equívocos muy bien expuestas,  con unos textos que cumplen perfectamente su doble función. No son solo diálogos, sino que son también someras, pero precisas descripciones que nos sitúan en todo momento en la piel de sus hombres y mujeres, en su mentalidad y el rol que la sociedad de inicios del siglo XVII les asignaba en base a su género (sexual), estrato (social) o jerarquía (militar y política).

«Salomé» de Oscar Wilde: deseo, belleza y desenfreno sin límites

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Con las palabras justas, la cadencia necesaria y la intervención de cada personaje en el momento exacto, “Salomé” es una brillante ficción de intriga, misterio, sensualidad y sexualidad. Un conjunto que se lee y se ve representado con el estómago y el corazón, por momentos casi con la pelvis. Aquí no hay nada que pensar, cuanto sucede en las páginas o sobre el escenario apela directamente a los instintos, a las pulsiones, a los anhelos,…

No es de extrañar que en el momento de su estreno el texto fuera denostado por críticos y espectadores atados a los formalismos y a la negación de la existencia de todo aquello que no cumpliera los convencionalismos académicos. Oscar Wilde va más allá de las provocaciones que habían supuesto los descaros y juegos de palabras de sus personajes en “El abanico de Lady Windermere” o los que más tarde le harían celebre por “La importancia de llamarse Ernesto”. Los diálogos de “Salomé” introducen con sinuosidad el lenguaje corporal, están llenos de evocaciones sensoriales (tacto, vista, gusto, olor, sabor) con un ritmo que avanza plagado de erotismo y emociones en estado puro como el miedo y la ira. Y sin dejar de lado la precisa recreación de la corte del rey Herodes -los inicios del Cristianismo y sus distintas ramas, su relación con el Imperio Romano- con detalles realistas como los vinos que tomaban (de Samos, Chipre y Sicilia) y las joyas y materiales preciosos que atesoraban.

La estructura formal con que Wilde crea “Salomé” es brillante, convierte la pausa en frenetismo y el deseo en barbarie, un torrente que arrastra tanto a sus personajes como a sus espectadores, testigos de ese convite en el que la hija de Herodes pidió la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja de plata. Todo ello con la atmósfera de la amenaza de un posible castigo divino y un juicio final sine die, y contado en un solo acto, sin descansos, hace que su lectura/representación se convierte en un desenfreno in crescendo hacia el éxtasis final.

La belleza por la belleza, el placer de sentir, el gozo de la vanidad, el hedonismo, eso es “Salomé”, como también lo era Oscar Wilde y por eso nos gusta tanto.

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