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«Mientras escribo» de Stephen King

Podría haberlo titulado “cómo convertirte en un escritor superventas”, pero no hubiera sido honesto ni realista, que es lo que promulga el rey del terror literario a lo largo de todas sus páginas. Su receta tiene tres ingredientes, mucha dedicación, más paciencia y ganas de pasarlo bien. Un ensayo apto tanto para los fans del autor de “It” o “La torre oscura” como para los que sueñan con convertirse en escritores y más aún para los que cumplen ambos requisitos.

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Leer mucho y escribir otro tanto. Todo se reduce a esto. Sin práctica no hay manera de pulirse, mejorar y avanzar. Sin adentrarse en las creaciones de otros autores es imposible conocer otros puntos de vista, otras maneras de construir historias, personajes y tramas. La narrativa puede ser arte o entretenimiento, pero en cualquier caso es un oficio que según Stephen King exige un compromiso formado por un compendio de hábito –las musas no vienen a buscarte, solo aparecen tras esperarlas trabajando durante mucho tiempo-, método –cada escritor tiene el suyo, no hay fórmulas mágicas- y diálogo con aquello que estás trayendo al mundo real desde la oscuridad de tu imaginación para dejar que tome su propia forma.

Mientras escribo está dividido en tres bloques. En el primero King cuenta a modo de autobiografía cómo se inició en la escritura como diversión infantil en su humilde Maine natal en la década de los 50. Posteriormente convirtió este hábito en un hobby adolescente que con perseverancia y gracias al éxito de Carrie, su primera novela publicada en 1974, acabó convirtiéndose en su profesión y su manera de ganarse la vida. Un punto de inflexión en una biografía cuyos pilares han sido hasta el día de hoy –al menos hasta que este título vio la luz en el año 2000- un matrimonio sólido, la escritura de muchos best-sellers y un mundo interior en el que la creatividad convivió durante mucho tiempo con el consumo de alcohol y cocaína.

Sin alardes literarios, pero como sucede con sus ficciones, siendo efectivo y estimulante, enganchando, Stephen King explica a continuación cuáles son los pilares técnicos, las herramientas tal y como él las denomina, sobre los que fundamenta su manera de escribir. Conocer el lenguaje y la gramática es la base, después está el ser capaz de utilizarlos sobre el papel de la misma manera en que se hace en la realidad. Lo que se lee tiene que sonar como cuando dialogamos con otros o reflexionamos interiormente, a la par que creamos un estilo propio y le damos a la historia que estamos elaborando el ritmo que esta requiere.

Hasta aquí lo relativo a los elementos a manejar, pero no basta con ello, escribir es una labor ardua, de largo recorrido, que según el padre de Jack Torrance (El resplandor) y Paul Sheldon (Misery) exige constancia, autocrítica y visión a largo plazo para llegar a dar resultados positivos.

Él lo ha hecho fijando en su casa un sitio de trabajo en el que se sienta todos los días a la misma hora, cerrando la puerta y poniendo música heavy a todo volumen para dejar las distracciones del mundo exterior al otro lado y no levantarse hasta muchas horas después y habiendo escrito un mínimo de muchas palabras. Y tan importante como esto son los procesos de corrección que comienzan por uno mismo y continúan por confiar en el criterio de personas de confianza.

Un proceso que Stephen King comparte apuntando que cada aspirante a escritor debe modificar y adaptar estas guías genéricas, si las considera útiles, hasta hacerlas suyas. Pero sin olvidar que la ruta que quizás le haga llegar a conseguir resultados –concluir una novela, que después sea editada y posteriormente leída- sea la de la auto motivación, tal y como le sucedió a él con esta obra tras el fatídico atropello que sufrió durante su escritura.

“22/11/63”, Stephen King prueba el relato histórico-sociológico

El rey del terror intenta con sus habilidades narrativas una historia que aun con elementos fantásticos resulta más una crónica anodina de una época en que los americanos se consideraban incapaces de ser suspicaces, preventivos o malintencionados.

Martin A. La Regina

Stephen King lleva mucho tiempo deleitando a devotos y espantando a detractores. Para los primeros es literatura fresca, ágil y capaz de llegar a públicos lejanos a los entornos académicos. Para los segundos un autómata de las palabras que produce títulos en serie con el denominador común de un reducido lenguaje y repertorio de historias que buscan impresionar  lectores escapistas recurriendo al lado oscuro y oculto del ser humano, unas veces salvaje y violento, otras yéndose al lado de lo paranormal o lo racionalmente inexplicable. “Carrie”, “It”, “El misterio de Salem’s Lot”, “Christine”, “Cujo” o “Misery” son títulos que le situaron hace ya tres décadas en la élite de los escritores –esos pocos que viven de su trabajo y son traducidos a múltiples idiomas-, que han entretenido a muchos y apasionado a otros tantos desde entonces a través de las nuevas ficciones que ha lanzado al mercado, así como por sus adaptaciones cinematográficas y televisivas.

En “22/11/63” King propone la fantasía de un viaje en el tiempo al EE.UU. de finales de los 50 y principios de los 60 del siglo XX. Ahí es donde se desarrolla la mayor parte de esta ficción en una doble secuencia narrativa: el seguimiento del hombre que supuestamente iba a asesinar al político más poderoso del mundo junto con el arraigo emocional y afectivo que el hombre llegado de 2011 experimenta desde 1958 hasta 1963.

Años narrados a lo largo de varios cientos de páginas en un entramado que tiene como punto central el intento de evitar que Lee Harvey Oswald acabe con la vida de John Fitzgerald Kennedy en aquel fatídico día en Dallas y que de esta manera EE.UU. no intervenga bélicamente en Vietnam como lo haría tiempo después (conflicto que acabó con la vida de miles de estadounidense y cuyo coste económico y psicosocial supuso el fin del sueño americano para muchos). Capítulo tras capítulo se nos cuenta desde la perspectiva de hoy cómo se vivía hace más de medio siglo: los productos que comprar y consumir, las expresiones coloquiales, el modo de viajar, las modas, la segregación racial, el nivel tecnológico alcanzado, las maneras de relacionarse a nivel de vecinos, amigos y amantes,… En el plano de análisis histórico-político se ahonda en el individuo, entorno y vida familiar y social de Oswald como manera de plantear una postura sobre las múltiples teorías conspirativas del magnicidio.

Una larga sucesión de acontecimientos pequeños y cotidianos correctamente presentados que conforman una completa fotografía de aquellos años retratados como más humanos y relajados, a la par que conservadores y ya profundamente liberales. Quizás el sentido de este profuso retrato de una época está para conformar posibles respuestas a la frecuente diatriba de Jake Epping, el narrador en primera persona de “22/11/63”, ¿cómo sería el futuro –mi presente- si cambio el pasado?

Queda claro, sin duda, alguna que Stephen King sabe escribir y contar historias en las que unir a múltiples caracteres, cada uno con su propio pasado, estableciendo vínculos individuales y grupales entre ellos en historias que se pueden dilatar a lo largo del tiempo. Pero, ¿con qué fin? Su fuerte es crear atmósferas y episodios de tensión que hagan que nuestro corazón lata a velocidad de vértigo y disponga a nuestro sistema de nervioso en situación de alerta página tras página, desde la primera hasta la última en muchas ocasiones. Sin embargo, esto sucede aquí en muy contados momentos, nos encontramos con un relato bien estructurado y habitado por personajes que podrían dar más de sí, pero en un ambiente en el que sucedieran acontecimientos que dieran pie a una narración y diálogos con mucha más intriga. Algo que aquí ocurre, quedándonos tan solo en una lectura de mero entretenimiento. Los contrarios a Stephen King se verán reafirmados y sus fans seguro que le perdonarán este momento valle en su trayectoria.

«Musarañas»

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La película arranca con una banda sonora (Joan Valent) y unos títulos de crédito (Barfutura) que resultan hipnóticos, recordando lejanamente al trabajo que Bernard Herrmann y Saul Bass realizaron para el “Vertigo” de Alfred Hitchcock. Será una de las muchas referencias a títulos y autores que nos han sobrecogido, asustado y angustiado desde la pantalla en muchas ocasiones. Todas ellas elegidas con precisión, homenajeando –que no copiando- a través de una exquisita reelaboración artesanal a títulos como “Los otros”, “Carrie”, “El resplandor” o “Misery”, y tras ellos a escritores como Stephen King y Henry James. El resultado es una factura técnica excelente en términos de fotografía, efectos especiales, maquillaje, vestuario, decorados,…

Un puzzle de piezas que nos lleva hasta la católicamente retrógrada España de los años 50, conservadora, castrante y claustrofóbica. El espíritu de una época, recalcitrante y oscura, soberbiamente encarnado por Macarena Gómez. Ella misma se convierte en el reflejo de una época y una atmósfera que interpreta con una desbordante expresividad y riqueza gestual en sus ojos, sus manos, sus andares,… La capacidad interpretativa de su lenguaje no verbal resulta tan fascinante como admirable, digno de ser considerado como uno de los mejores trabajos actorales de los últimos tiempos. Junto a ella, Nadia de Santiago y Luis Tosar, su hermana y su padre en la ficción, se hacen dueños de la cámara causando entre los espectadores pupilas dilatadas, bocas abiertas y manos que se agarran a la butaca.

Por detrás de ellos una historia con buenos personajes y una correcta trama principal con apoyos secundarios, pero que se queda corta para llegar a ser un largometraje de 90 minutos. Queda compensado con la resuelta producción y los excelentes trabajos actorales que en algunos momentos constituyen por sí mismos el elemento central de la película, haciendo de esta más que una narración, una construcción estética. Entre unos y otros quedan momentos de hipérbole que son lo que hacen que la película no decaiga y que en su conjunto acabe dejándonos la impresión de que “Musarañas” es un buen trabajo cinematográfico. Se nota la pasión de sus directores, Esteban Roel y Juan Fernando Andrés, y su deseo por hacer disfrutar, a la par que sufrir, a sus espectadores.

Musarañas