“Sólo el monólogo puede traducir la verdad. ¿Quién osaría revelar su secreto al otro?”, esta cita no solo nos anuncia que lo que vamos a leer es un condensado relato en primera persona, sino algo más que una confesión, un ejercicio de valentía de reconocimiento de algo que sucedió y que hasta ahora se había mantenido oculto al no ponerle palabras.
Los sueños son recordatorios, reflexiones, dudas, asuntos pendientes que nos decimos a nosotros mismos. Teniendo en cuenta esto, ¿quién es esa chica muerta envuelta en un sudario que la protagonista de La memoria del aire se encuentra en su nocturnidad en el fondo de un barranco? ¿A qué responde el que diga que tiene su edad pero que su rostro es como el suyo de hace veinte años?
Ese es el inicio de una línea curva que concluiremos habiendo trazado un círculo narrativo completo a cuya resolución todo adquiere un nuevo y ampliado sentido. Los distintos episodios que iremos conociendo en ese proceso y que podrían parecer piezas deslavazadas de una persona que se mueve más por inercia que por convicción, se ensamblarán en algo tan fuerte e intenso como poderoso. Una potencia que lo cambia todo y que nos hace entender el porqué de esos puntos intermedios entre la responsabilidad y la sumisión, entre la voluntad y la inercia, con que Caroline relata los siete años de duración de su última relación de pareja.
Un tiempo y un vínculo en el que la unión parecía estar cimentada en el placer y el dolor, en el silencio y el sexo, en la necesidad y la amenaza, en ocultarse y evadirse el uno en el otro, en utilizarse para evitar el pasado más que en encontrarse para caminar juntos hacia el futuro. Un cúmulo de sensaciones que Lamarche sintetiza en una narración rotunda en la que cada frase dice más de lo que somos capaces de leer en las palabras que la conforman.
Se advierte entre líneas de la existencia de una verdad que no es que no quiera compartir, sino a la que ella no sabe cómo acceder de manera directa. Y probablemente no por no conocer el medio de llegar a ella, sino por las consecuencias que pueda tener alcanzar el destino de ese camino sin retorno, de hacer presente lo hasta ahora voluntariamente ocultado. Esto provoca que no haya nada banal en lo que se cuenta a sí misma en este monólogo, en lo que nos expone desde su primera persona del singular. Cada uno de sus cortos capítulos es una amalgama de pistas, confesiones y velados reconocimientos de que la auténtica realidad, la que le da sentido a lo que leemos, está tras esas escenas.
Retazos de vida en lo que nos adentramos a ciegas, pero muy bien guiados por una escritura que no pretende conseguir únicamente nuestra atención, sino apelar a nuestra intuición para conectar desde aquello más íntimo y profundo a lo que solo se llega a través de la falta de prejuicios, la voluntad de empatizar, la capacidad de sentir y la valentía de dejarse emocionar.
La memoria del aire de Caroline Lamarche, 2018. 108 páginas. Editorial Tránsito.