Tras aparentes diálogos recurrentes y situaciones absurdas se esconde la autoridad mal ejercida, el anhelo de poder y la tragedia y el drama de las injusticias a que juntos dan lugar.
Gonzalo de Castro es el director de un internado de naturaleza no clara (¿psiquiátrico? ¿médico? ¿penitenciario?) en el que a los muertos no se les conoce por su nombre y apellidos, sino por un número identificativo. Además, para conocer su estado hay que recurrir a las pruebas documentales, hasta no tener estas, nada se da por seguro. ¿Qué va antes? ¿La vida o su burocratización?
Así comienza la acción que nos cuenta “Invernadero”. Le sigue una sucesión de escenas en las que tras una superficie de absurdas situaciones y diálogos recurrentes, que parecen más juegos de lenguajes que ofertas de información, se desvela un mapa de relaciones entre personajes que se conocen desde hace mucho tiempo ya. Un pequeño mundo cotidiano en el que todo está viciado y enmohecido, sin margen para descubrirse y conocerse. Cuanto acontece es un campo de batalla en el que cada uno lucha por ensalzar, defender y consolidar su ego a costa de los demás.
Tanto la acción como los demás protagonistas giran en torno a Gonzalo de Castro. Entre ellos, dos hombres. De un lado el eficaz ayudante que está esperando un quiebro para situarse en el lugar de su jefe, al que únicamente es fiel para saber cómo eliminarle mejor. Contra él, el aprovechado parásito que vive de ayudar a mantenerse como líder al que es tal por tener dicho título. Entre ellos, un conflicto, una soterrada lucha a muerte, invisible a ojos de los demás pero que lo llena todo cuando Tristán Ulloa y Jorge Usón comparten focos con de Castro. Se palpa, se masca, se hace densa la tensión. ¿Hasta dónde va a llegar esta claustrofobia vital en la que cada uno es quien es gracias a la dependencia que tiene del conflicto de sospecha, envidia e inseguridad que mantiene con los otros.
Del lado femenino, Isabell Stoffel es una sensual, atractiva e hipnótica dama que aporta al juego del poder el sexo como elemento disyuntivo que supuestamente empapa toda relación entre hombre y mujer. Su personaje juega a ser una gata a dos bandas, complaciente a la sombra de la supremacía consolidado y felina que pasea bajo la luz para ser vista por quien ella cree que puede llegar a ser el futuro mandatario. Una bipolaridad tras la que se esconde el vacío existencial, la falta de sentido en la vida y en consecuencia, actuar de manera disparatada, sin orden ni concierto. Tras una fachada de belleza física, un torrente de miseria espiritual.
Expuestos los dramas individuales, quedan las apariencias sociales. Carlos Martos es el indefenso, ese al que no se escucha y se etiqueta como enfermo, débil e incapaz como paso previo para ejercer sobre él una violencia socialmente admitida a la que denominamos tratamiento, salud pública. Él es la inocente cabeza de turco que tiene como fin que el resto de personajes de “Invernadero” alimenten su soberbia y liberen sus conciencias de toda posible culpa.
Con todos estos elementos Mario Gas monta una representación que resulta soberbia en su forma y descarnada en su fondo, llega a estremecer la falta de pudor con la que muestra la línea que separan los comportamientos racionales de las respuestas casi animales (a pesar de la inteligencia aplicada) en el ser humano. Y todo ello con un con un reparto que hace del texto de Harold Pinter (adaptado por el novelista Eduardo Mendoza) una magistral guión con el que articula ese universo sin aparente salida en el que están inmersos sus habitantes. Un libreto que enreda en él al patio de butacas, exigiendo a sus espectadores ir más allá del entretenimiento para convertirse en testigos de un drama ante el que han de posicionarse éticamente.
«Invernadero«, en Teatro de la Abadía (Madrid) hasta el 5 de abril.