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«Mula», eterno Clint Eastwood

Eastwood es un genio del séptimo arte delante y detrás de la cámara y lo demuestra con esta película, un basado en hechos reales contado a la manera del cine clásico. Un relato correcto en el que no hay nada especialmente destacable, pero en el que todo funciona con absoluta precisión.

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A sus 88 años de edad, habiendo trabajado como actor en 72 películas y dirigido 40 -lo que ha valido dos nominaciones a los Oscar en la primera categoría y cuatro en la segunda, resultando ganador en 1993 por Sin perdón y en 2004 por Million Dollar Baby– Eastwood no tiene necesidad alguna de demostrar su valía. Tampoco de reivindicarse. Quizás por eso y por el simple y puro placer de hacer lo que le gusta es por lo que sigue rodando, actuando y produciendo. Pero que nadie de por hecho por esto que Mula es una cinta entretenida sin más. En su apariencia de sencillez está la valía de los que son artistas del séptimo arte y no meros narradores de historias en formato audiovisual.

En los primeros cinco minutos y sin que su personaje principal mantenga ningún diálogo trascendente con las personas con las que se cruza, este queda perfectamente definido por lo que escuchamos. A continuación surge el conflicto que nos lo presenta como alguien huidizo y esquivo en su mundo interior. Y acto inmediato y sin descanso, el elemento de tensión que permanecerá a lo largo de toda la película, su participación voluntaria en operaciones de tráfico de droga. Así es el guión a lo largo de las casi dos horas de película, preciso, directo, al grano, sin rodeos.

Entre lo escrito por Sam Dolnick y lo plasmado por Clint Eastwood está una manera de hacer que tiene poco que ver con el cine efectista de hoy en día. El director de Mystic River vuelve a hacer gala una vez más de un academicismo fresco, ágil y efectivo. Un clasicismo con sentido del humor -por dos veces le dicen al protagonista que se parece a James Stewart-, que navega cómodamente por el thriller policial con ciertas dosis de drama familiar.

Pero es ahí, en el segundo plano de esta estructura narrativa donde Mula se acomoda -y se prolonga formalmente en exceso- al servirse de los clichés frívolos y lujuriosos de las películas de narcotraficantes, así como de las emotividades de los cismas familiares. Añádase a esto último el aparente eterno hieratismo de Harry el Sucio. Una hiper limitada gestualidad que, sin embargo, resulta de lo más expresiva y auténtica, dando -como es habitual siempre que se pone delante de la cámara- una absoluta verosimilitud al personaje que encarna.

Su magnetismo es obvio, no hay más que ver las escenas en que coincide con Bradley Cooper, a quien ya dirigió en 2014 en El francotirador, lo que demuestra que no hay belleza física, por mucha fotogenia que destile, que pueda con su saber hacer. El de un maestro que es capaz de relatar sin necesidad de entrar en cuestiones éticas o morales la historia de un Robin Hood actual. Alguien que en lugar de robar a los ricos para entregárselo a los pobres, sirve a los que se enriquecen infringiendo la ley para ayudar económicamente a aquellos de su entorno que lo necesitan.

10 películas de 2015

Soy un fijo discontinuo de las salas de cine, con lo que habrá quien eche de menos algunos títulos, pero entre aquellos con los que disfruté viéndolos proyectados en una gran pantalla a lo largo de estos doce meses están estos.

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«Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)». La magia del cine es la de entrar en la sala sin saber qué va a ocurrir y cuando acaba la proyección, abandonar la butaca con una sonrisa de oreja a oreja saliendo a la calle sintiendo no que caminas, sino que sobrevuelas la calle a vista de pájaro.

«La teoría del todo». Un relato íntimo sobre los retos individuales y conjuntos a los que la vida nos obliga a hacer frente, con gran respeto y sensibilidad tanto hacia sus protagonistas como hacia sus espectadores.

«Nightcrawler». Una propuesta inteligente sobre la ética de los medios de comunicación, la decencia de sus contenidos y la delgada línea roja que separa lo legal de lo inmoral.

«Pride». Un título que va más allá de ser un magnífico entretenimiento y una historia contada de manera espléndida, tiene alma, transmite vida, ilusión y ganas de un mundo mejor, despierta el corazón y agita la mente.

«El francotirador». Un patriótico Clint Eastwood a caballo entre la exaltación republicana del servicio y amor a la patria, y la crudeza de los efectos de la guerra no solo directamente sobre los que están en el frente, sino también los secundarios posteriores y los colaterales en los que forman parte de su vida a miles de kilómetros.

«Mad max: furia en la carretera». Hay puestas al día con sentido. George Miller retoma su historia de 1979 y actualiza el relato de entonces con creativas escenografías, un montaje frenético y una completa sobredosis de efectos visuales. Un conjunto que funciona y entretiene.

«Del revés (Inside out)». Para mayores y para niños. Los primeros van a ver una historia con mucho más fondo del que esperarían de una película de animación. Los más pequeños de la casa disfrutarán con una proyección llena de ritmo, personajes divertidos y una ficción muy bien construida con sus dosis justas de intriga y de tensión. Resultado: todos juntos disfrutando sin quitar ojo de la pantalla.

«Operación U.N.C.L.E.». De Berlín a Roma, pasando de la estética sombría de la Alemania del Este al esplendor del diseño italiano en una fantástica ambientación años 60. Apuestos masculinos y elegantes femeninas como protagonistas destilando todos ellos sensualidad a raudales. Diálogos frescos, chistes ingeniosos y acción non stop con el endiablado y frenético montaje habitual de Guy Ritchie.

«Amy (la chica detrás del nombre)». No es este un documental que nos revele a la persona tras la artista, sino una muy bien elaborada propuesta –sin sentimentalismos ni gratuidades y con un excepcional trabajo de archivo y de montaje- sobre la mujer que pudiendo haber llegado a ser un genio de la música, en lo humano nunca consiguió ser una verdadera adulta. Una combinación de planos que dio como lugar una trayectoria en la que nadie a su alrededor supo, quiso o fue capaz de evitar su autodestrucción.

«Una segunda madre». Una de esas historia sencillas en las que su belleza resulta de la espontaneidad con que están dialogados cada uno de sus momentos, de la naturalidad sin estridencia alguna de sus personajes y de la mirada limpia, ordenada y cero efectista de sus imágenes y su montaje.

“El francotirador”, patriótico Clint Eastwood

A caballo entre la exaltación republicana del servicio y amor a la patria, y la crudeza de los efectos de la guerra no solo directamente sobre los que están en el frente, sino también los secundarios posteriores y los colaterales en los que forman parte de su vida a miles de kilómetros.

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No hay nada tan americano para muchos de sus ciudadanos como la devoción por las barras y estrellas de su bandera, así como la defensa a ultranza de su nación cuando consideran que su supremacía, integridad o bienestar está en riesgo. Ese es el punto de partida de esta historia real, y ahora también cinematográfica de la mano de Clint Eastwood, que se inicia contando como Chris Kyle, un texano aspirante a cowboy, decidió convertirse tras los ataques a las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania en agosto de 1998 en un integrante de los SEAL, las tropas de élite del ejército estadounidense. A partir de ahí dos acontecimientos, su matrimonio y los atentados del 11-S de 2001 marcan de manera conjunta su vida, más aún cuando es enviado a la guerra de Irak cuando se inicia este conflicto en 2003.

Una introducción en la que el maestro Eastwood presenta el tono que tendrá su relato: objetivo, asertivo, pegado a la realidad, dejándonos ver sin efectismos visuales ni épica alguna los elementos que la forman, emociones incluidas, pero sin posicionarse de su lado. Algo que hace también con los dos hilos conductores con los que hace progresar esta historia, el protagonista militar y su mujer, encarnados por Bradley Cooper y Siena Miller. Dos caracteres que sirven para retratar los efectos que los conflictos bélicos tienen sobre las personas en un doble plano, tanto sobre las que están en el frente de guerra como sobre los que, aun estando en otras coordenadas temporales y geográficas, sufren violencia física y psíquica como consecuencia del conflicto.

Ambos actores cumplen eficazmente con su misión. Bradley Cooper demuestra que va camino de ser un actor con la misma versatilidad que los que hicieron del cine un arte clásico, añádase al temple bélico y la contención del conflicto psicológico que tiene en este “El francotirador” –junto a su transformación física-, las dotes cómicas (“Resacón en Las Vegas”) o románticas (“El lado bueno de las cosas”) ya demostradas en el pasado.  Por la suya, Siena Miller constituye una fuerza física que hace que un personaje sin casi vis individual alguna tenga su propia entidad en pantalla frente al dominio argumental que el guión da a su partenaire masculino.

Lo que comienza siendo una muestra sin fisura alguna de patriotismo –que podría parecer de tinte republicano- y compromiso con la patria, va derivando hacia una reflexión sobre el precio a pagar que este esfuerzo supone y si hay líneas rojas en la entrega e implicación personal que no se deben pasar. “El francotirador” no entra en moralismos sobre las causas o sentido del conflicto ni debate sobre su ética o justificación, se limita a contarnos la vivencia día a día tanto de los soldados americanos, profesionales con una misión, que luchan sobre el terreno, como de aquellos que les quieren y esperan a miles de kilómetros.

Un relato en pantalla sobrio e inteligente –construido fundamentalmente a partir de un maestro uso del sonido, el montaje y la fotografía-, directo, crudo, sin pudor, sin adornos, donde el protagonismo recae sobre los acontecimientos y las situaciones límites que estos plantean: matar para no morir, tirar sobre mujeres o niños como medida preventiva, el ataque como defensa o como venganza, disparar como deber o como placer, o el balance entre el compromiso profesional y el familiar.

Planteamientos que recuerdan a los dos últimos títulos de Kathryn Bigellow, “En tierra hostil” –sobre una brigada antiexplosivos también en la guerra de Irak- y “La noche más larga” -acerca de la captura de Bin Laden en Pakistán-, y que prolongan con un muy buen resultado la trayectoria de Clint Eastwood como director de historias en escenarios bélicos (“Banderas de nuestros padres” y “Cartas desde Iwo Jima”), ensalzando los valores americanos (“Gran Torino” o “Million dollar baby”) y construyendo películas con un ritmo sosegado y preciso (“Sin perdón” o “Medianoche en el jardín del bien y del mal”) al servicio de su espectador.