Lo que decimos y hacemos nos define, unas veces como miembros de una cultura, de un país, otras sobre una manera de ver la vida y nuestro papel como seres humanos, algo que nos puede hacer aún más foráneos respecto a nuestros congéneres que las coordenadas geográficas.
Albert Camus nació como francés en un territorio que no lo era, Argelia. Un lugar con dos culturas y dos idiomas en una situación en la que uno se impuso sobre el otro, compartieron espacio, pero no convivieron. Quizás este fuera uno de los influjos externos que llevaron al joven Camus a con tan solo 25 años en 1942 escribir y publicar esta novela.
En ella, un hombre anodino nos cuenta en primera persona algunas circunstancias –la muerte de su madre, la mujer que se le declara, el vecino que le pide ayuda en sus cuestiones mujeriegas- que alteran la cotidianeidad de su vida –su trabajo, sus vecinos, el lugar al que va a comer-. Sin embargo, su manera de actuar y de responder ante todas ellas es la misma, asertivo –en su lenguaje no existen los adjetivos calificativos-, impasible –que no cerebral o calculador- y auténtico –dice lo que piensa, aunque nos quedamos con la duda de si siente lo que piensa, de si hay un corazón más allá de su razón, de si sus sensaciones derivan en emociones.
Un suceso inesperado lleva a nuestro protagonista a juicio. En esta situación, toda su vida, los elementos que la forman, los sucesos vividos, las opiniones emitidas y los sentimientos y emociones expresadas se verán sometidos a un escrutinio público aun mayor que el de sus acciones supuestamente punibles. Parece que se nos valora y califica más por las subjetividades y el cumplimiento de los convencionalismos sociales que por los hechos objetivos.
Albert Camus elige el plano humano como el protagonista de esta ficción: un hombre que no conoció a su padre y que parece nunca ha vivido en un ambiente de afecto familiar, sin apego entre él y su madre, sin demostración clara de afecto hacia la mujer que le pretende. En el lado colectivo deja claro que franco-católicos y argelino-musulmanes se encuentran en un mismo lugar pero sin un entendimiento real como se puede comprobar con las andanzas pseudo amorosas de Raymond, su vecino de rellano.
“El extranjero” es un retrato tanto personal como social sobre el Argel franco-musulmán del inicio de la década de los 40 del siglo XX, que funciona, que resulta verosímil a pesar de su aparente tibieza. Es tan auténtico como precisas las palabras que pone Camus en boca de Meursauilt a modo de diálogos y descripciones con un ritmo y una cadencia en la que relato, personajes, el universo en el que ellos viven y el que nosotros construimos como lectores avanzan al unísono en perfecta sincronía, confluyen en un crecimiento exponencial que se adueña al completo de nuestra atención y de nuestra voluntad. Comenzar esta obra es no poder parar hasta llegar a su punto final.
Con ecos del aparentemente irracional “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville, Camus nos sitúa en un ambiente en el que nos hace reflexionar sobre dónde está la línea roja que separa la autenticidad (la verdad interior, la sentida) de los convencionalismos, de los comportamientos exigidos socialmente. Temas sobre los que el futuro Premio Nobel de Literatura de 1957 seguiría trabajando en su posterior carrera, como en la desmesurada y romana teatralidad de “Calígula” o en la novelada claustrofobia de “La peste”, también ambientada en la Argelia francesa.