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«Voltaire/Rousseau. La disputa»

Bajo un tapiz que representa el lugar donde vive Voltaire y a donde acude Rousseau, se dialoga, debate y discute intensamente durante una hora y media en la que todas las palabras son certeras, las frases precisas y cada intervención un auténtico parlamento. Una discusión filosófica en la que no se hace abuso de esta disciplina al convertirla en argumentos comprensibles para todos los públicos en un intercambio verbal sin descanso.

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La trasera de la tela señalada es el espacio no visto que representa el resto de estancias imaginarias de una gran casa en cuyo salón Josep Maria Flotats y Pere Ponce se dejan la saliva exponiendo principios, indagando motivaciones y confrontando puntos de vista en los que se entrelazan, confluyen y convergen tanto los dos pensadores como los seres humanos que también son. La publicación de un panfleto en el que se critica duramente a Rousseau –como padre de familia, como escritor y como pensador- y su análisis junto a Voltaire para desenmascarar a su autor anónimo dan pie a la exposición de una serie de certezas íntimas que se sienten como exactitudes universales pero cuya solidez es puesta a prueba frente al espejo de quien las devuelve, porque así lo considera, como resultados de una neurosis que incapacita para ver lo obvio.

Un encuentro en los tiempos de la Ilustración en la frontera entre Francia y Suiza de dos talentos con planteamientos muy distintos. Mientras Voltaire aboga por el juicio del hombre y su capacidad para discernir por sí mismo para conseguir que la sociedad no sea una jerarquía en cuya cúspide esté Dios representada por la Iglesia, Rousseau apuesta por un entorno donde el individuo es bueno en sí mismo y la razón es más un resultado colectivo, una abstracta voluntad general que es la llamada a marcar el rumbo a seguir.  Posturas enfrentadas pero en cuya exposición se dibuja un terreno de juego en el que las preguntas y las repuestas, los argumentos y contrargumentos –entre momentos de silencios solemnes y generando alguna que otra provocadora sonrisa- crean una atmósfera con una energía altamente estimulante.

Para los neófitos en la materia o los ya alejados del tiempo en que en algún momento de su educación formal estudiaron Filosofía (una disciplina con mayúsculas, una asignatura cuya intención era ayudarnos a madurar), esta es la clave que hace disfrutar de la disputa entre Voltaire y Rousseau. Cierto es que está escrita de una manera que la hace perfectamente comprensible, pero no hay un segundo de descanso y su proceder es ir de estímulo en estímulo. Tanto verbal, por lo correctamente redactada que está, como literario, por cómo progresa y gana profundidad, y mental por la actividad cerebral que provoca.

Cuando aún estás procesando la inteligencia que hay tras la sentencia que acaba de ser pronunciada, estás ya escuchando la siguiente e intentando colocar una y otra frente a frente para dar forma a la propuesta que surge entre ambas. Un espacio en el que el ánimo se dispone a la escucha, el espíritu se abre a ser influenciado y la voluntad humana a explorar nuevas maneras de contemplarse tanto a sí misma como al mundo en el que vive.

Voltaire/Rousseau. La disputa, en el Teatro María Guerrero (Madrid).

Cinco minutos…

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… y salimos a escena. Siempre me ocurre lo mismo, ese nudo en el estómago. Creer que voy a ser incapaz, me falta casi el aire. Dudo de saberme las letras de las canciones, de si seré capaz de la espontaneidad que exigen los pequeños monólogos entre ellas, de si sabré entender al público de hoy para dialogar con él. Por muy igual que sea cada concierto de la gira en la forma, la atmósfera que se crea cada día es diferente. Al final quizás no, pero al principio, el punto de partida, es único, diferente en cada lugar. Ningún estadio es similar a ningún otro, como tampoco se parecen el público de dos pequeñas salas de concierto aunque estén a apenas tres calles de distancia la una de la otra. Y aun habiendo estado tantas veces y aparecido en tantas ocasiones ante un público expectante tanto en unos como en otras – bueno, al principio de mi carrera expectación cero, las cosas como son- no me acostumbro. Estos minutos previos son casi de pavor.

Concéntrate, respiración abdominal. Inspira profundamente, exhala relajadamente. Una vez. Dos. Tres. La tensión va desapareciendo.

Se quedan los nervios. No, no son nervios. Es excitación. Eso es lo que me gusta de estos minutos previos. Cuando ya estoy vestido, maquillado, peinado, los técnicos y la orquesta en sus puestos. Cada uno concentrado en su posición. Todos juntos esperando. Y yo con la responsabilidad de saber que soy el capitán de este barco, de tener bien clara cuál es mi misión, hacia todos los que navegan conmigo y hacia los que nos esperan. El paso del tiempo no ha hecho mella en mis ganas de salir a darlo todo, me sigo entregando hoy ante miles de personas con la misma ilusión con que décadas atrás lo hice por primera vez ante apenas una veintena.  Sonrío, bien grande, no solo con mis labios o mi rostro, también con mi pecho. Es un momento de gran consciencia de mí misma. Me olvidaré de ello, de mí, en el momento en que comience la música y tenga que ponerme en acción. Pero el encanto de estos segundos que parecen no transcurrir me resulta mágico. Es el primer instante de plenitud. Y lo mejor de todo es saber que es el previo de los que probablemente estén por llegar en las próximas dos horas.

Inspiro profundamente, sintiendo como me lleno de aire, como el oxígeno llega hasta el más recóndito rincón de mi cuerpo. Exhalo relajadamente, y siento como todos los puntos de mi persona se alinean.

El último minuto antes de comenzar tiene algo de irreal. Ya no queda nada por hacer ni por preparar, solo esperar sesenta segundos. En esta cuenta atrás me evado, se superponen las imágenes, viajo en mis recuerdos a los ánimos que me dieron los primeros aplausos que recibí, la sorpresa de ver entre el público a artistas a los que yo admiraba y que nunca imaginaba poder conocer, las miradas emocionadas y agradecidas de tantas personas que aprecian y dan valor a lo que hago. La sensación de la alegría y de la satisfacción sobre mi piel que todo ello me produce, la luz que transmite mi presencia, cómo irradia mi sonrisa, cómo brillan mis ojos. Soy una persona afortunada, por ganarme la vida haciendo lo único que sé hacer, por hacer lo que deseo hacer. Por soñar haciendo soñar, por sentir haciendo sentir.

Estoy listo, preparado. Tres, dos, uno. Se levanta el telón, comienza la música.

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(Fotografías tomadas en Viena el 4 de agosto y en Madrid el 31 de enero de 2014).