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10 películas de 2015

Soy un fijo discontinuo de las salas de cine, con lo que habrá quien eche de menos algunos títulos, pero entre aquellos con los que disfruté viéndolos proyectados en una gran pantalla a lo largo de estos doce meses están estos.

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«Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia)». La magia del cine es la de entrar en la sala sin saber qué va a ocurrir y cuando acaba la proyección, abandonar la butaca con una sonrisa de oreja a oreja saliendo a la calle sintiendo no que caminas, sino que sobrevuelas la calle a vista de pájaro.

«La teoría del todo». Un relato íntimo sobre los retos individuales y conjuntos a los que la vida nos obliga a hacer frente, con gran respeto y sensibilidad tanto hacia sus protagonistas como hacia sus espectadores.

«Nightcrawler». Una propuesta inteligente sobre la ética de los medios de comunicación, la decencia de sus contenidos y la delgada línea roja que separa lo legal de lo inmoral.

«Pride». Un título que va más allá de ser un magnífico entretenimiento y una historia contada de manera espléndida, tiene alma, transmite vida, ilusión y ganas de un mundo mejor, despierta el corazón y agita la mente.

«El francotirador». Un patriótico Clint Eastwood a caballo entre la exaltación republicana del servicio y amor a la patria, y la crudeza de los efectos de la guerra no solo directamente sobre los que están en el frente, sino también los secundarios posteriores y los colaterales en los que forman parte de su vida a miles de kilómetros.

«Mad max: furia en la carretera». Hay puestas al día con sentido. George Miller retoma su historia de 1979 y actualiza el relato de entonces con creativas escenografías, un montaje frenético y una completa sobredosis de efectos visuales. Un conjunto que funciona y entretiene.

«Del revés (Inside out)». Para mayores y para niños. Los primeros van a ver una historia con mucho más fondo del que esperarían de una película de animación. Los más pequeños de la casa disfrutarán con una proyección llena de ritmo, personajes divertidos y una ficción muy bien construida con sus dosis justas de intriga y de tensión. Resultado: todos juntos disfrutando sin quitar ojo de la pantalla.

«Operación U.N.C.L.E.». De Berlín a Roma, pasando de la estética sombría de la Alemania del Este al esplendor del diseño italiano en una fantástica ambientación años 60. Apuestos masculinos y elegantes femeninas como protagonistas destilando todos ellos sensualidad a raudales. Diálogos frescos, chistes ingeniosos y acción non stop con el endiablado y frenético montaje habitual de Guy Ritchie.

«Amy (la chica detrás del nombre)». No es este un documental que nos revele a la persona tras la artista, sino una muy bien elaborada propuesta –sin sentimentalismos ni gratuidades y con un excepcional trabajo de archivo y de montaje- sobre la mujer que pudiendo haber llegado a ser un genio de la música, en lo humano nunca consiguió ser una verdadera adulta. Una combinación de planos que dio como lugar una trayectoria en la que nadie a su alrededor supo, quiso o fue capaz de evitar su autodestrucción.

«Una segunda madre». Una de esas historia sencillas en las que su belleza resulta de la espontaneidad con que están dialogados cada uno de sus momentos, de la naturalidad sin estridencia alguna de sus personajes y de la mirada limpia, ordenada y cero efectista de sus imágenes y su montaje.

Sobrecogedor relato el de “Amy (la chica detrás del nombre)”

No es este un documental que nos revele a la persona tras la artista, sino una muy bien elaborada propuesta –sin sentimentalismos ni gratuidades y con un excepcional trabajo de archivo y de montaje- sobre la mujer que pudiendo haber llegado a ser un genio de la música, en lo humano nunca consiguió ser una verdadera adulta. Una combinación de planos que dio como lugar una trayectoria en la que nadie a su alrededor supo, quiso o fue capaz de evitar su autodestrucción.

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Hubiera sido muy fácil retratar los 27 años de vida de Amy Winehouse como un camino del anonimato a la fama universal y los más grandes premios (cinco Grammys en 2007, entre ellos mejor álbum y mejor nueva artista) salpicado de episodios de alcohol, drogas y hombres. El recurso es fácil, hubiera bastado con tirar de las portadas de escándalo de la prensa amarillista inglesa y del archivo de emisoras de tv, y editarlo alternado con entrevistas llenas de declaraciones edulcoradas y primeros planos de los rostros circunspectos de las personas de su entorno personal y profesional.

Sin embargo, Asif Kapadia ha realizado un trabajo mucho más creativo y humano. Para ello ha buceado en la historia personal de Amy antes de que fuera un personaje público, pasando por su adolescencia y llegando hasta a su más temprana infancia. Etapas en las que se fija en determinadas cuestiones que estarán presentes a lo largo de toda su vida, condicionando la manera en que integrará las elecciones e imposiciones que supone el tener una carrera musical profesional de primer nivel. Tras una niñez marcada por la ausencia de su padre y una madre que no ejercía como tal, en su adolescencia bulímica y con sus primeros tratamientos fármaco-psiquiátricos, el jazz era su estímulo, sus ganas, su ilusión. Cuando Amy cantaba, era un torrente de voz, un derroche de emoción al micrófono que se fusionaba completamente con el espacio en el que interpretara, dejando boquiabiertos a quienes la escucharan. De ahí que atrajera el interés de la industria, no solo por su capacidad artística, sino también, por su potencial comercial.

A partir de aquí los aspectos públicos de la historia son los que ya conocemos, pero nos falta por saber de cuáles fueron consecuencia o a qué otros dieron lugar. “La chica detrás del nombre” hace de una imagen plana -de aquellas fotografías de una mujer que por efecto de las drogas respondía toscamente a los paparazzis a la puertas de su casa o a la que el alcohol la hacía tambalearse sobre los escenarios ante miles de personas- una realidad tridimensional. Contextualiza, presenta factores y atenuantes, una completa cronología de acontecimientos sin apuntar a culpables ni salvar a inocentes. Sin justificar, pero sí explicando.

La base es un excelente trabajo de documentación y de edición utilizando multitud de grabaciones audiovisuales, profesionales unas, caseras otras, en las que podemos ver tanto las imágenes más deslumbrantes como las más amarillistas del personaje público que fue Amy Winehouse, así como vídeos caseros e imágenes familiares de una pequeña niña en el salón de su casa de Londres o a una adolescente jugar con sus amigas en el jardín del mismo hogar o de vacaciones en Mallorca. El sobrio y asertivo relato compuesto por el director deja fuera de plano a las personas que formaron parte de su entorno pero que no fueron personajes públicos. Sin embargo, no prescinde de ellas y las integra en el discurso visual aportando sus puntos de vista y vivencias a través de sus voces en off subrayando, explicando o matizando lo que las imágenes proyectadas están contando en cada momento.

“Amy” es un documental casi más periodístico que artístico, con una marcada y clara intención de objetividad. No simplifica ni emite sentencias, presenta los acontecimientos que demuestran que la vida es sencilla cuando la creemos compleja y que tiene múltiples planos cuando nos empeñamos en simplificarla. Paradojas que hicieron que Amy Winehouse, a pesar de ser un personaje destinado a convertirse en una gran estrella, fuera también una persona que, dejada a su suerte en un entorno de cosificación muy exigente como es el de la industria discográfica y sin tener un camino personal claro ni capacidad para encontrarlo, acabara consigo misma.

Fotógrafos que convierten en leyenda al fotografiado: Terry O’Neill

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Faye Dunaway el día siguiente de ganar el Oscar, Beverly Hills, 1977.

Hay personajes que no serían los que son si no fuera por aquellos que les han ayudado a construir su imagen. Entre el marketing y el arte es donde se coloca la fotografía al servicio de personajes como Ava Gardner, Audrey Hepburn, Brigitte Bardot o la modelo Twiggy. Y detrás de la cámara una mente que combina talento y técnica en el manejo de la luz, la de Terry O’Neill. Bajo el título de “El rostro de las leyendas”, el Espacio Telefónica nos da la oportunidad de deleitarnos hasta el próximo 12 de enero con 66 imágenes suyas tomadas a lo largo de las últimas cinco décadas.

El quería viajar ser músico, y aunque no lo consiguió, sí que viajó y acabó relacionándose largo y tendido con el mundo de la música. El fue el primero que mostró en 1963 a The Beatles como un grupo de cuatro británicos desenfadados y frescos –primera foto además del cuarteto en un medio de comunicación-  y a los Rolling Stones como los gamberros descarados que desde entonces siguen siendo. Además de estos, su objetivo ha retratado a otros como Elton John actuando en vivo, Rod Stewart vistiendo estampado de leopardo, Bruce Springteen paseando por Sunset Trip, Bono, David Bowie (fabulosa imagen con Liz Taylor poniéndole un pitillo en los labios), Eric Clapton, Tina Turner o Amy Winehouse. Posados que transmiten una abrumadora naturalidad que podría hacer pensar a estos personajes que es su fotogenia –y no la labor de Terry O’Neill- la que ha ayudado a que la fotografía consiga dejar al público con la boca abierta al contemplar las imágenes fijas que ellos han protagonizado.

Le hizo famoso la sencillez de la imagen que tomó al Secretario de AA.EE. británico durmiendo de traje en un aeropuerto rodeado de personas africanas vestidas de manera tribal. El éxito le llevó a dejar el servicio fotográfico de British Airways en el que había comenzado a trabajar y a partir de ahí su carrera fue un no parar: “Tuve mucha suerte. Estaba en el lugar y los tiempos correctos: la década de los 60 en Londres. Fue una edad de oro. Cada día ocurría algo emocionante.» 

Su estilo es el de una absoluta espontaneidad que le hace parecer invisible al ver las imágenes que en rodajes cinematográficos tomó de mitos como Raquel Welch, Ursula Andress, Clint Eastwood, Orson Welles, Robert Redford o Richard Burton. Son retratos humanos, sensibles, cercanos y al tiempo gestos de admiración hacia sus protagonistas. He ahí la fotografía que tomó a su mujer Faye Dunaway en la piscina el día después de que esta ganara el Oscar a la mejor actriz en 1977, o las que tomó en su cotidianeidad a su buen amigo Frank Sinatra. 

Deseaba viajar a EE.UU. cuando aún era un joven británico, y ha acabado recorriendo medio mundo siguiendo a sus lugares de trabajo para retratarlos o recibiendo para posados a iconos de la moda -o quizás sus retratos fueron los que les convirtió en iconos- como Christy Turlington o Iman (color), de la política como Winston Churchill o Nelson Mandela el día de su 90 cumpleaños, o del deporte como Pelé en su fotografía oficial para la promoción del Mundial de Futbol del próximo 2014, uno de los últimos trabajos de un maestro de la imagen que sigue en activo a sus 75 años. 

De Nueva York a Munich, de Londres a Las Vegas, de París a Almería, allí donde hiciera falta crear leyenda o seguir a una ya existente ha acudido Terry O’Neill desde 1963 creando la suya propia. Una gran carrera que podemos disfrutar y con la que incluso soñar imaginando cómo nos hubiera retratado él a cada uno de nosotros en esta exposición que merece la pena visitar.

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Frank Sinatra, Miami, 1968.

Sitio web de “Terry O’Neill: el rostro de las leyendas” en la web de la Fundación Telefónica.

(Fotografías tomadas de la web de la Fundación Telefónica)