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“Extraña forma de vida”, divertimento western de Almodóvar

Con su habitual saber hacer técnico y artístico, Pedro nos ofrece media hora en la que se apropia de las convenciones del género del oeste. Un mundo crepuscular y masculino tomado por su obsesión estética y su pulcritud narrativa. A caballo entre el cine, el marketing y el arte y ensayo, este mediometraje es una miscelánea de caras conocidas y jóvenes promesas, auto referencias y un paso más en su decisión de mostrar lo que pocos se atreven a ver.

Extraña forma de vida aporta tantas novedades a la filmografía de Almodóvar como elementos toma de ella. Comienza con Caetano Veloso poniéndole voz a su banda sonora, igual que hiciera en una de las escenas corales de Hable con ella, para introducirnos en un entorno repleto de testosterona. Algo que hasta ahora no había hecho quien tan extraordinarios papeles ha dado a actrices como Carmen Maura, Marisa Paredes, Victoria Abril o Penélope Cruz. Está la excepción de Dolor y gloria, película con Antonio Banderas como alter ego con la que enlaza con Pedro Pascal justificando su llegada por un perpetuo dolor de espalda y mostrando a Ethan Hawke sumergido en una bañera exenta.

Más visual que narrativa, esta cinta presenta y concluye una historia sin ahondar en la personalidad, circunstancias y motivaciones de sus personajes. Se puede achacar a que su duración no lo permite, pero la impresión es que Pedro no tenía intención de ello. Sencillamente quería saltarse la imposición de la tradición y plantear un western tal y como siempre ha querido verlo. Dos hombres unidos por el deseo haciendo frente a los elementos que se oponen a su posible relación. Y como no tiene necesidad de argumentar, ni mucho menos de justificarse, muestra la atracción sexual y su evidencia física.

La intención de Extraña forma de vida no es la verosimilitud. De ahí que Pedro y Ethan luzcan prendas perfectamente almidonadas y sin una moto de polvo que, a buen seguro, podemos comprar en cualquier tienda de Saint Laurent y que secundarios como Manu Ríos, José Condessa y Jason Fernández parezcan protagonizar una sesión de fotografía de moda con la que dar pie a grandes lonas publicitarias desplegando raudales de poderío sensual. Eso es lo que sucede en la escena de las pistolas y el vino, donde el líquido rojo sustituye al agua del ¡Riégueme! de La ley del deseo y los dos jovenzuelos acaban por el suelo teñidos en tinto de manera similar a como Poncela y Banderas lo hacían en la cama de ese título.

Lo mejor, sin duda alguna, es la excelencia de varios de los colaboradores habituales de Almodóvar. La pulcritud de la fotografía de José Luis Alcaine, la simbiosis con la introspección de lo narrado de la banda sonora de Alberto Iglesias y los aires de neón kitsch con que Juan Gatti actualiza, sin romper, el registro gráfico del western. Género del que Almodóvar ya señaló ser fan en Mujeres al borde de un ataque de nervios y al que ha vuelto para mostrarnos -bajo la reproducción de obras de Georgia O’Keefe o escorzos como los pictóricos de Mantegna- como dos hombres hacen juntos la cama después de deshacerla. De paso, y como el rencor, el amor y la enfermedad pueden estar mezclados, miradas enajenadas como la de Francisco Boira en La mala educación y planteamientos como el de Átame teñido del Misery de Rob Reiner.

10 películas de 2016

Periodismo de investigación; mujeres que tienen que encontrar la manera de estar juntas, de escapar, de encontrar a quienes les falta o de sobrevivir sin más; el deseo de vengarse, la necesidad de huir y el impulso irrefrenable de manipular la realidad; ser capaces de dialogar y de entendernos, de comprender por qué nos amamos,…

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Spotlight. Tom McCarthy realizó una gran película en la que lo cinematográfico se mantiene en la sombra para dejar todo el protagonismo a lo que verdaderamente le corresponde, al proceso de construcción de una noticia a partir de un pequeño dato, demostrando cuál es la función social del periodismo y por qué se le considera el cuarto poder.

Carol. Bella adaptación de la novela de Patricia Highsmith con la que Todd Haynes vuelve a ahondar en los prejuicios y la crueldad de la sociedad americana de los años 50 en una visión complementaria a la que ya ofreció en Lejos del cielo. Sin excesos ni remilgos en el relato de esta combinación de drama y road movie en la que la unión entre Cate Blanchett y Rooney Mara echa chispas desde el momento cero.

La habitación. No hay actores, hay personajes. No hay guión, hay diálogos y acción. No hay dirección, hay una historia real que sucede ante nuestros ojos. Todo en esta película respira honestidad, compromiso y verdad. Una gran película sobre lo difícil y lo enriquecedora que es la vida en cualquier circunstancia.

Julieta. Entra en el corazón y bajo la piel poco a poco, de manera suave, sin prisa, pero sin pausa. Cuando te quieres dar cuenta te tiene atrapado, inmerso en un personalísimo periplo hacia lo profundo en el que solo eres capaz de mirar hacia adelante para trasladarte hasta donde tenga pensado llevarte Almodóvar.

La puerta abierta. Una historia sin trampa ni cartón. Un guión desnudo, sin excesos, censuras ni adornos. Una dirección honesta y transparente, fiel a sus personajes y sus vivencias. Carmen Machi espectacular, Terele Pávez soberbia y Asier Etxeandía fantástico. Una película que dejará huella tanto en sus espectadores como, probablemente, en los balances de lo mejor visto en nuestras pantallas a lo largo de este año.

Tarde para la ira. Rabia y sangre fría como motivación de una historia que se plasma en la pantalla de la misma manera. Contada desde dentro, desde el dolor visceral y el pensamiento calculador que hace que todo esté perfectamente estudiado y medido, pero con los nervios y la tensión de saber que no hay oportunidad de reescritura, que todo ha de salir perfectamente a la primera. Así, además de con un impresionante Antonio de la Torre encarnando a su protagonista, es como le ha salido su estreno tras la cámara a Raúl Arévalo.

Un monstruo viene a verme. Un cuento sencillo que en pantalla resulta ser una gran historia. La puesta en escena es asombrosa, los personajes son pura emoción y están interpretados con tanta fuerza que es imposible no dejarse llevar por ellos a ese mundo de realidad y fantasía paralela que nos muestran. Detrás de las cámaras Bayona resulta ser, una vez más, un director que domina el relato audiovisual como aquellos que han hecho del cine el séptimo arte.

Elle. Paul Verhoeven en estado de gracia, utilizando el sexo como medio con el que darnos a conocer a su protagonista en una serie de tramas tan bien compenetradas en su conjunto como finamente desarrolladas de manera individual. Por su parte, Isabelle Huppert lo es todo, madre, esposa, hija, víctima, mantis religiosa, manipuladora, seductora, fría, entregada,… Director y actriz dan forma a un relato que tiene mucho de retorcido y de siniestro, pero que de su mano da como resultado una historia tan hipnótica y delirante como posible y verosímil.

La llegada. Ciencia-ficción en estado puro, enfocada en el encuentro y el intento de diálogo entre la especie humana y otra llegada de no se sabe dónde ni con qué intención. Libre de artificios, de ruido y efectos especiales centrados en el truco del montaje y el impacto visual. Una historia que articula brillantemente su recorrido en torno a aquello que nos hace seres inteligentes, en la capacidad del diálogo y en el uso del lenguaje como medio para comunicarnos y hacernos entender.

Animales nocturnos. Tom Ford ha escrito y dirigido una película redonda. Yendo mucho más allá de lo que admiradores y detractores señalaron del esteticismo que tenía cada plano de “Un hombre soltero”. En esta ocasión la historia nos agarra por la boca del estómago y no nos deja casi ni respirar. Impactante por lo que cuenta, memorable por las interpretaciones de Jake Gyllenhall y Amy Adams, y asombrosa por la manera en que están relacionadas y encadenadas sus distintas líneas narrativas.

«Julieta», un viaje a lo más íntimo

Entra en el corazón y bajo la piel poco a poco, de manera suave, sin prisa, pero sin pausa. Cuando te quieres dar cuenta te tiene atrapado, inmerso en un personalísimo periplo hacia lo profundo en el que solo eres capaz de mirar hacia adelante para trasladarte hasta donde tenga pensado llevarte Almodóvar.

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Cada nuevo estreno del hijo predilecto de Calzada de Calatrava trae siempre consigo la polémica. De un lado los que quieren ver en él una nueva muestra de su arte y su genio, del otro aquellos que ven ratificado que nunca lo fue o que ya dejó de serlo. Cuando la obra de un creador suscita este tipo de debate está claro que algo tiene de original y de auténtico. Así sucede con Almodóvar, con sus altos y sus bajos, pero con un estilo propio que en su evolución a lo largo de ya casi cuatro décadas, le define y le diferencia y que hasta el día de hoy le ha hecho único. Julieta es una muestra de ello en el sentido más positivo. Una gran historia en la que ahonda en su interés por llegar a la raíz de las emociones, hacer de los elementos técnicos –escenografía, fotografía, banda sonora,…- un elemento activo en la transmisión de su mensaje y dar a sus actores unos papeles que sin duda alguna supondrán un hito en sus carreras.

Julieta es un viaje en el tiempo, pero no en el calendario, sino en el corazón, a como se inician los grandes caminos de nuestras biografías y se enlazan con los que ya estábamos recorriendo. Juntos forman una trenza, cuando no una enredadera, en la que las virtudes y los defectos, los errores y los aciertos pasan de generación en generación de manera silenciosa, sin aparente evidencia, sin ver las causas hasta que estallan unas consecuencias sin posibilidad de enmienda. Hasta ahí es donde nos lleva Almodóvar, hasta la difícil y dura aceptación de lo inevitable, de tener que mirar frente a frente al dolor más brutal, al de las ausencias, al de la muerte y el del abandono. Solo entonces, observando lo que no veíamos, reconociendo aquello de cuya existencia no nos percatamos, dejaremos el hieratismo y la soledad emocional por la que hemos transitado durante años. Y si aprendemos a convivir con las cicatrices, tanto heredadas como causadas, daremos una oportunidad de auténtica vida a las relaciones con aquellos a los que, queramos o no, estamos unidos.

Un pasaje que se construye de manera delicada, capa a capa, igual que caen los granos de un reloj de arena. De manera casi imperceptible, todo va sumando y calando, expandiéndose y extendiéndose hasta alcanzar no solo cada rincón del interior de Julieta, sino también del de su espectador. Inoculando en él –al ritmo de los acordes compuestos por Alberto Iglesias- algo más grande que la vivencia de esta mujer, su ánimo por construir un futuro al que solo se puede llegar clarificando y ordenando el pasado. La evolución de su rostro –primero en la faz de Adriana Ugarte y después en el de Emma Suárez- es un registro tan objetivo como veraz de lo que se está contando. Un papel para dos actrices, una mujer con dos interpretaciones que se perciben como un único trabajo, una simbiosis que es la perfecta muestra de lo maestro que es Almodóvar creando personajes y dirigiendo actores. Y a su servicio, un equipo técnico que hace que la transición de un rostro a otro se perciba con la mayor de las naturalidades.

Cada encuadre está tan medido con tanta precisión como colocadas están las comas y los puntos en los diálogos. Todo dice algo, he ahí el retrato firmado por Lucien Freud complementándose con el rostro de Emma Suárez, las fotografías de Magnum en su mesa de centro o El amor de Marguerite Duras en su estantería. O los auto guiños que el manchego hace a su trayectoria como el cd de Ryuichi Sakamoto (el compositor de la banda sonora de Tacones lejanos) en un cajón o la mención a Angela Molina (secundaria en Carne trémula y Los abrazos rotos) como un sex-symbol de los 80 junto a Kim Basinger.

Detalles de un Almodovar más sosegado, que no busca la intensidad en diálogos descarnados y actuaciones con momentos expresionistas. Su drama es demasiado duro, es un lastre interno que imposibilitaría los arranques de Victoria Abril o Marisa Paredes en Tacones lejanos, la resolución de Penélope Cruz en Volver o fuerza de Cecilia Roth en Todo sobre mi madre. Un abismo de dolor en el que, a pesar de todo, hay lazos que no se rompen, lo que hace que los hombres –Darío Grandinetti y Daniel Grao- tengan un verdadero protagonismo, tanto argumental como en pantalla (a años luz de lo que sucedía con Juan Echanove e Imanol Arias en La flor de mi secreto). Una red en la que los secundarios –Rossy de Palma, Inma Cuesta, Michelle Jenner- son tan claves en el guión como en la pantalla.

Julieta es un paso adelante en la evolución de Almodóvar, en la que los años y la madurez se notan y ya no hace falta reflejarlo todo visualmente. Julieta es un Pedro que muestra aquello que tiene que contar y no se queda a esperar tu respuesta, que expresa lo que siente y deja que tomes cuanto tiempo necesites para realizar tu propio viaje y búsqueda interior y entonces elaborar tu respuesta, tanto a su película como a los vacíos y silencios en tu vida.

«Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano»

La esencia del teatro es la fuerza de la palabra. Cuando el texto tiene mensaje y está bien estructurado, surgen de él una historia completa y unos personajes definidos. El siguiente paso es una puesta en escena –escenografía, iluminación, música- y un elenco actoral a su servicio que den forma a lo escrito y lo conviertan en un tiempo y espacio de sensaciones y reflexión para sus espectadores. Eso es lo que sucede en este sobrio y acertado Sócrates, que no solo causa disfrute, sino que también hace pensar en cómo lo acontecido en el 399 a.C. en Atenas sigue sucediendo de alguna manera en nuestra sociedad actual.

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Goya grabó que “el sueño de la razón produce monstruos”, una ironía que siglos antes bien pudiera haber pronunciado Sócrates. Con el único arma de sus palabras acerca de la práctica política y religiosa de Atenas, así como su análisis del papel y obra de los dioses imperantes (una buena metáfora de los discursos vacíos sobre los valores a practicar) se granjeó el rechazo de aquellos que vivían bajo el halo de estos teóricos principios gobernantes de la sociedad de su tiempo. No por ser diferente o no dejarse gobernar por ellos, sino por poner en duda la arquitectura que les sostenía y en consecuencia, tener la posibilidad de destruir la entelequia desde la que ejercían lo que ellos llamaban democracia, y que el hijo de un cantero y una comadrona demostraba continuamente que no era más que el libre ejercicio del poder con el fin de someter al resto de sus compatriotas.

Saber argumentar, exponer ideas e hilvanar palabras con orden y sosiego constituye todo un arte, la retórica, para el que parecía estar muy bien dotado esta figura clave de la Grecia clásica, maestro de Platón y profesor de Aristóteles. Ahora bien, esta belleza se convierte en poder de influencia cuando con lo que se transmite, no solo se engalana los oídos, sino que se despierta la mente del que escucha, activando su pensamiento. Pone en marcha en él una luz que puede más que el alrededor oscurecido por la penumbra de las falsedades sustentadas con temores sociales y amenazas espirituales.

Escuchando y viendo “Juicio y muerte de un ciudadano” no solo se viaja a la ciudad en la que nació la democracia, sino que se tiene la sensación de estar con un pie allí y otro aquí, en nuestros días de líneas rojas ideológicas, conversaciones políticas sin interlocutores, incapacidad para escuchar argumentos diferentes, inexistente voluntad de diálogo y difícil de percibir vocación de servicio público. El texto de Mario Gas y Alberto Iglesias es de una claridad y transparencia que no deja escapatoria alguna para entender su mensaje sobre dónde está el camino que lleva a la verdad y a la justicia, y las posibilidades que tienen frente a ellas la capacidad y la voluntad del hombre.

La presentación de los acontecimientos de los que vamos a ser testigos, del argumentario del juicio y de la persona y el final de Sócrates, que se suceden a lo largo de los noventa minutos de representación, son un viaje de largo recorrido que realizamos sin sentir que nos desplazamos, tal es el poder embaucador de lo que escuchamos y presenciamos. Con una escenografía que ha convertido a la sala en la plaza de Atenas en la que tiene lugar la vista judicial, los actores -brillante José María Pou al frente- no necesitan más que levantarse y alzar la voz para atraer toda nuestra atención. Fijación que no se la lleva su presencia física, ellos no están sino que son lo que el texto dice que han de ser y transmitir.

Cuando la palabra dramatizada es poderosa no hace falta más que una persona que ejerza de intermediario entre el papel en el que están escritas y sus destinatarios, así como un foco que nos deje ver su localización sobre el escenario. Así es esta recreación de Sócrates, como así debía serlo el Sócrates real que vivió hace muchos siglos.

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“Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano”, en las Naves del Español (Madrid).