La felicidad del amor y de unas vacaciones en lugares históricos se convierten para un americano en una huida desesperada con aires de corrupción y conspiración política. Los campos áridos de la Grecia rural y la Atenas de hormigón son el escenario de una intriga apta para sobrellevar las altas temperaturas de estos días con John David Washington emulando al Harrison Ford de “El fugitivo”.

En sus primeros minutos, John David Washington resulta el reverso de Malcolm, el personaje que interpretó en su anterior estreno, también una producción Netflix. Si allí discutía sin parar con Zendaya, aquí se demuestra amor eterno con Alicia Vikander. Escenas necesarias para introducirnos a los personajes, quiénes son, por qué están aquí y qué hacen. Pero su exceso de almíbar las hace largas, no aportan nada que nos haya transmitido el convencionalismo de su primer cruce de miradas. Defrauda, incluso, ver en un papel tan corto e insulso a la ganadora del Oscar como actriz de reparto en 2015 por La chica danesa.
Pasaje necesario para llegar al momento en que Beckett abre los ojos boca abajo tras las varias vueltas de campana que ha dado su coche. Por fin se desata la tensión que teníamos ganas de sentir y que no cesará hasta el final. Terreno bien trazado tanto por el guión como por la dirección, generando primer inquietud, malestar y desazón, y desatando después la acción, el movimiento y la velocidad.
Los escenarios elegidos son los correctos. La despoblada ruralidad y la escarpada orografía del interior helénico, la sencilla urbanidad de sus pequeñas ciudades y la brutalidad del urbanismo de su capital. Cada uno de ellos es el marco perfecto para cuanto el protagonista -y nosotros a través de él- vivencia y descubre. El no tener ni idea de lo que está pasando, el intuir las connotaciones políticas del asunto -tanto en clave nacional como internacional- en el que el destino le ha involucrado, y lo mucho y oculto que está en juego. La duración de cada etapa se ajusta lo que demandan los acontecimientos que relata, deviene en la siguiente con una narrativa lógica y cuanto ocurre es verosímil. Solo le falla un elemento. No genera adrenalina.
Ferdinando Cito Filomarino no parece haber querido construido un thriller al uso, concebido más en la mesa de montaje que en el diseño del story board y en el plan de rodaje. Se agradece que no emule a los videojuegos como parece ser la tónica recurrente desde hace tiempo, que opte por planos abiertos donde nos de tiempo a reconocer dónde estamos y que de tanto peso al sentir como al dinamismo de un hombre atrapado por la incertidumbre, la angustia y la desazón que nos transmite a la perfección la música de Ryūichi Sakamoto es excepcional. Pero su intento de arrastrarnos en una atmósfera tan psicológica como física, a la manera del cine clásico, no cuaja con la solidez que sería deseable.
Y tenía potencial para ello. Al contrario que sucede con Vikander, los secundarios en que se apoya la trama están perfectamente definidos -y encarnados por sus intérpretes- y John David Washington demuestra la solvencia necesaria en la omnipresencia ante la cámara que le exige su papel. Deja claro que no necesita una producción tan elaborada y detallista como la de Tenet ni los alardes estéticos de Malcom & Marie para atraer nuestra atención. Quedémonos con esto y esperemos a ver su siguiente película.