Una historia sobre la relación, los espacios y los límites entre la pasión y el amor muy bien conducida entre EE.UU., Costa Rica y España, pero con un exagerado y excesivo lirismo a medio camino entre la sensualidad del erotismo y la trascendencia espiritual. Con pasajes que enganchan y otros que fluyen sin más habitados por unos personajes bastante esquemáticos, con trazos de realismo mágico latinoamericano y dramatismo cinematográfico estadounidense.
Frente a una gran urbe como Nueva York, convertida en una megalópolis anuladora de personalidades y conciencias individuales, Costa Rica comenzaba a darse a conocer a finales de los 80 del siglo XX como un lugar en el que vivir en contacto con la naturaleza y, por ende, en conexión con uno mismo. La cuestión es si cualquier ciudadano de nivel medio del mundo occidental está preparado para ese diálogo profundo e íntimo que supone vivir en un lugar sin ninguno de los referentes que haya tenido en su trayectoria anterior.
Esto es lo que se pregunta Pura vida a través del personaje de Ariadna, niña bien de Barcelona, máster en Ginebra y novia de un neoyorkino de familia pudiente. Esa clase de persona para la que todo lo material ha sido siempre fácil y que ante la duda opta por hacer punto y aparte. Así, aprovechando la movilidad de su trabajo en una agencia de NN.UU., deja a un lado el aburrimiento que le produce la previsibilidad de su presente para comenzar una aventura personal y social que parece más propia de un expatriado de lujo que de un emprendedor frente al riesgo de la diferencia cultural y la incertidumbre del éxito profesional.
Un camino de fiestas, excesos y desórdenes que tienen como escenario postales costarricenses paradisiacas, parques naturales y playas descritas por alguien que transmite haberlas conocido y quedado verdaderamente enamorado por ellas. Una pulsión que Mendiluce hace saltar del paisaje a sus pobladores autóctonos, a aquellos que habitan la naturaleza comunicándose con ella en una armoniosa simbiosis que les dota de una autenticidad y belleza únicas. Ese poder de atracción es el que Jonás emana, expira, exuda. Un Dios al que es imposible no mirar, no desear, no entregarse en cuerpo y alma.
Y aquí es donde esta novela finalista del Premio Planeta de 1998 deja de intentar ser literatura y se convierte directamente en un folletín. Si hasta ese momento la progresión de los acontecimientos había resultado bastante esquemática, aunque con una línea argumental muy lógica, la sucesión de besos, caricias, entregas y orgasmos que comienza entonces se convierte en un viaje, conducido por los impulsos sexuales, a ninguna parte narrativamente trascendente. Supongo que la intención del autor era resultar sensual y erótico, y aunque no cae en lo pornográfico ni en lo ordinario, el resultado carece de interés alguno.
A partir de ese momento Pura vida se convierte en un melodrama de fácil lectura, sin pretensión alguna, dando pie incluso a plantearse si merece la pena seguir o no. Evitando hacer spoilers, diré que sí, que aunque no cuajen las intenciones narrativas de su autor, merece la pena descubrir cómo convergen en su final las distintas tramas, personajes y localizaciones implicadas.
Pura vida, José María Mendiluce, 1998, Editorial Planeta.