Aventura de largo recorrido en la que se unen el automatismo de lo onírico, la simbiosis de los afectos y los rechazos y la deconstrucción de los parámetros sociales y culturales en que nos movemos. Un espectáculo agudo y ácido, recurrente e imaginativo, con un ritmo constante gracias a sus múltiples cambios de ambientes y al despliegue de registros interpretativos de sus actores. Una experiencia de la que formar parte participando en ella y dejándose llevar.

El atractivo de los sueños para artistas y creadores es que nada de lo que ocurre en ellos tiene una lógica aparente. Suceden sin más. El resto de los mortales nos empeñamos en darles sentido proyectando sobre ellos nuestra necesidad de ordenar y categorizar cuanto nos sucede. Creado por los primeros para demostrarle a los segundos que lo que pretenden no es posible, Sueños de Rupert es un montaje para ser vivido y percibido con los sentidos más que para ser transmitido o sintetizado en palabras. Lo que en él acontece tiene mucho más de atmosférico y colectivo que de intención discursiva entre un emisor y un destinatario.
Su propuesta es introducirnos en la psique de Leonardo, un misántropo conectado con el mundo a través de los videojuegos on line, para poner en orden los recuerdos de lo que sucedió en su familia dos décadas atrás. Un salto de la tecnología a la España cañí, embutidos y vino de por medio, para conocer a unos personajes tan poco especiales como peculiares. La finura del trabajo de Tomas Borczyk, director y coordinador de su dramaturgia, está en atravesar la generalidad de su simpleza para llegar a la individualidad de cada uno de ellos sin quedarse en el trazo grueso, el tremendismo o la caricatura histriónica de lo grotesco.
Camino por el que va tomando cuerpo un relato con muchas capas que no siempre avanza en modo cronológico, lo que ahonda en su intención y la premisa onírica de su punto de partida, la suspensión de la realidad. Aun así, no desconecta de esta en ningún momento. Cuanto ocurre aporta a conformar el amplio caleidoscopio de su propuesta en el que se habla de malos tratos, de corrupción y del interés por el cambio climático, pero también de lo banales que son nuestras intenciones, lo oscuro de nuestras motivaciones y lo retorcido de nuestros comportamientos.
Por ella pasean las lealtades familiares, los valores en los que fuimos criados y la conexión con nuestros ancestros. Y lo hace de una manera muy atractiva, construyendo una rítmica y fluida sucesión de imágenes y pasajes en las que prima lo estético y lo performativo, pero formando escenas y actos que nunca se desligan de lo narrativo. Logra alejarnos de la exigencia, la comodidad y la costumbre de las coordenadas de tiempo y lugar para hacernos volar por encima de la lógica con que solemos procesar lo que vivimos y captar, así, la verdad que se escapa al simbolismo de las palabras.
Su solidez escenográfica y el excepcional trabajo de sus intérpretes, tanto a nivel individual (brillante Carlos Cervera) como coral, hace que se asuman con total naturalidad los caprichos de su fabulación y su puesta en escena. Un recurso, el del quiebro artístico, manejado con precisión para mantener el ritmo de la representación y renovar continuamente la atención, seducción y atracción de una audiencia que transita durante más de cuatro horas por el teatro, la instalación y hasta un concierto en una suerte de inquietante e hipnótico viaje escénico y mental a partes iguales.
Sueños de Rupert, en exlímite (Madrid).