Hace diez años Marianne le comunicó a Abel que estaba embarazada, pero no de él, sino de su amigo Paul. Infidelidad y ruptura ipso facto. Una década después la muerte de Paul provoca que se vuelvan a encontrar. Y donde hubo fuego, quedan cenizas, junto a dos personajes nuevos, Joseph (el hijo de Marianne) y Eve (la hermana de Paul).
Dos triángulos de situaciones -el de las sospechas que infunde un niño con aires diabólicos y la indecisión entre la pasión juvenil y la más madura- que pretenden ser cotidianas y trascendentes al mismo tiempo. Miradas y silencios con frases sencillas que pretenden epatarnos con su lirismo y su capacidad para conectar lo más íntimo de sus personajes. Esa es la intención, pero no el logro.
Lo que se ve en la pantalla resulta anodino. Su propuesta de situar a Abel en una comedia sobre los estadios que pasamos cuando nos sentimos atraídos por una persona y no nos atrevemos, así como cuando somos el objeto de atracción de otra y nos dejamos llevar, resulta aburrida. Los actores son fotogénicos, las calles de París siempre son un escenario perfecto, pero las situaciones dramáticas no nos hacen empatizar con sus protagonistas y las aparentemente graciosas apenas consiguen arrancarnos una sonrisa, parece más gags que secuencias de una narración que sabe de dónde viene y a dónde quiere ir. Total, que si Abel es o no Un hombre fiel y a quién te da igual, allá él.