Tres momentos diferentes, tres actos independientes, tres secuencias que plantean reflexiones que van desde lo liviano y lo cotidiano hasta lo más íntimo y personal. Una muestra más de la maestría de David Mamet con un texto que no son solo los diálogos que contiene, sino también los diferentes universos individuales y colectivos que se sugieren tras ellos.
En Chicago, aunque bien pudiera ser en cualquier otra ciudad de EE.UU., dos hombres comienzan recordando su juventud y acaban reflexionando sobre lo diferente o no que podría haber sido su vida por su condición de judíos en la Europa de la primera mitad del siglo XX en que nacieron. En el segundo acto, la hermana de uno de ellos muestra la honda herida que le ha causado el maltrato psicológico continuo sufrido desde que era niña tanto por su madre como por su padrastro. Finalmente, este hombre que nos sirve como hilo conductor se encuentra en el último cuadro con una mujer a la que mencionó en su primera intervención, una divorciada que decidió que nunca es tarde para comenzar de nuevo.
Tres historias aparentemente independientes en las que sus personajes se expresan con total espontaneidad y libertad. Sin reflexión previa alguna, elaborando su discurso según hablan, aunque sus palabras sí que dejan ver el poso dejado por las vivencias más impactantes por las que han pasado, da igual el tiempo transcurrido. Pensamientos en voz alta que podrían parecer gratuitos, recurrentes para sobrellevar un silencio que no se es capaz de soportar ni aun estando acompañado, pero que plantean cuestiones sobre cómo se forma nuestra identidad social, qué limita o posibilita nuestro desarrollo personal la familia en la que nos hemos criado y los referentes que conforman nuestro día a día.
Sin embargo, no hay que considerar que cada uno de los tres actos de esta obra se dedica exclusivamente a una de estas cuestiones. Cada una tiene un poco de todo y lo que importa tanto o más que las palabras escritas por el autor de las inteligentes Oleanna, Glengarry Glen Ross o Muñeca de porcelana, es lo que se puede suponer escondido tras sus puntos suspensivos. Interrupciones y pausas entendidas como tiempos para elaborar qué decir, para dar salida a las introspecciones que como un torrente mental piden tomar forma oral, porque una vez que han sido verbalizadas ya no hay marcha atrás. Lo que hasta entonces ha sido íntimo y personal, exclusivo y privado, desconocido para los demás y con posibilidad de ser aún evitado por uno mismo pasa a ser un ente autónomo, una imagen proyectada que ya no tiene marcha atrás, una posibilidad de acercarnos a la respuesta que estamos buscando, de encontrar el camino por el que deseamos transitar o tomar la decisión que afiance nuestra seguridad personal y, por tanto, nuestra relación con las coordenadas en las que vivimos.
The old neighborhood es un texto mucho más complejo y profundo de lo que podría parecer en primera instancia por su aparente sencillez formal. Todo un reto para los actores que les toque interpretarlo, pero también una gran oportunidad para mostrar sus capacidades, no solo verbales y corporales, sino también de crear atmósferas que vayan más allá del escenario para envolver en ellas, y en sus múltiples significados y energías, a sus espectadores.
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