«Sicario: el día del soldado»

Comienza con la misma tensión abstracta que su predecesora del mismo título, una amenaza invisible e indefinible que angustia y asfixia. Una idea que concreta muy bien, pero una vez que comienza a desarrollarla, la trama da un giro de 360 grados para concentrarse en el drama personal de sus protagonistas, olvidándose de la historia que le dio origen y convertirse en una plataforma al servicio interpretativo de Benicio del Toro.

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En sus primeros minutos la segunda parte, continuación o nueva entrega –considérese como se quiera- de Sicario plantea una realidad que asusta, cómo se ayudan y complementan los distintos actores del terrorismo internacional repartidos por el planeta para asestar sus golpes contra nuestro modelo y estilo de vida. Un escalofriante viaje de miles de kilómetros que tiene su última etapa en la frontera entre México y EE.UU., en el límite natural que marca el Río Grande, la polémica populista de Donald Trump y la meta a superar por los latinos de distintas nacionalidades que huyen de la miseria de sus lugares de origen.

Focalizados en esas coordenadas geográficas, el Día del Soldado nos convence de la necesidad de la guerra sucia para hacer frente a un enemigo que ya no solo trafica con drogas, sino que también lo hace con personas, colando entre ellas a terroristas suicidas. La determinación militar, la coordinación, confluencia y sincronicidad de los preparativos necesarios –imposible no recordar en algunos de sus momentos la reciente Espías desde el cielo– para comenzar la misión llenan la pantalla de un movimiento y dinamismo que nos prepara para la épica y la acción que suponemos está por venir.

Hasta aquí la narración cinematográfica se desarrolla con una fluidez y eficacia absoluta, nos sentimos parte de un equipo, tenemos que hacer frente a una compleja misión y no hay más opción que resolver con éxito la tarea encomendada tanto por el Gobierno de los EE.UU. como por nuestra propia moral. Sin embargo, en el momento en que se aprieta el botón de inicio y comienza la batalla, la película pega un giro que le quita protagonismo a la acción para dárselo al drama personal del hasta entonces secundario Alejandro encarnado por Benicio del Toro.

Ni el ritmo de la película ni el rostro ni los músculos de Josh Brolin habían permitido hasta ese momento ningún individualismo. Un punto de inflexión que intenta darle una nueva y emocional dimensión a este Sicario 2, pero que se convierte realmente en un punto de ruptura casi total entre el antes y el después. Quizás sea cosa del guión de Taylor Sheridan que intenta ligar esta cinta con su anterior Sicario, también escrita por él. O puede que el responsable sea Stefano Sollima queriendo alejarse de la personalísima huella que Dennis Villeneuve dejó en aquella, pero el resultado es que lo que estamos viendo a estas alturas parece un spin off de la película que comenzó minutos antes.

Aún así el resultado final se sostiene, gracias a su excelente factura técnica –esta sí que es consistente desde el primer minuto de proyección- con ecos apocalípticos del último Mad Max de George Miller, y al festival interpretativo de Benicio del Toro. Este deja atrás la categoría de ser humano hasta alcanzar, incluso, la de ciborg, a la par que deja completamente abierta la puerta para que Sicario se convierta en una saga de entregas cuasi independientes que comparten personajes.

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