Aparentemente una historia de aprendizaje pero tras ella un retrato social de la Inglaterra de principios del siglo XX en que los hombres eran más que las mujeres y las personas se clasificaban por su nivel social, económico y cultural. Un clásico de la literatura dramática que se inspira en la mitología clásica y que sigue vivo por sus múltiples virtudes, tanto formales –estructura y ritmo- como narrativas –evolución de la historia- y creativas –personalidades de los protagonistas y relaciones que se establecen entre ellos-.
Es inevitable pensar en la adaptación cinematográfica interpretada por Audrey Hepburn, vestida por Cecil Beaton, bajo el título de My fair lady. Cierto es que fue muy fiel en todo lo estético –Bernard Shaw hace referencias en sus requerimientos escenográficos tanto al movimiento arts & crafts como al pictoricismo prerrafaelita- a este texto escrito en 1912, pero sus diálogos y tensiones tienen una profundidad que va más allá de la emociones que George Cukor representó de manera amable en la gran pantalla.
Tras la fachada de la joven que pide ser enseñada a hablar correctamente, Pygmalion trata sobre el papel de la educación y el poder transformador que esta tiene sobre las personas. Como bien representan los Doolitle, padre e hija, cuando no se cuenta con formación, uno se queda en el circuito básico de la vida, el de la supervivencia; pero una vez que se integran en la propia personalidad los valores y las posibilidades a los que da acceso, se entra en un estado de consciencia en el que ya no hay marcha atrás. El punto de partida es el conocimiento y dominio del propio lenguaje en una época en que las humanidades, incluida la filología, habían adquirido ya un estatus de ciencias que, tal y como explica el personaje del profesor Higgings, permiten entender y comprender tanto las cuestiones generales de la humanidad como las particulares de cualquier pequeña comunidad.
Otro de los pilares de la obra de Bernard Shaw es que la educación no es solo la formal, la reglada, sino también aquella que dictamina el conjunto de normas más o menos definidas que permiten la convivencia y el diálogo entre las personas. Aquí es donde entra de lleno la variante muy bien expuesta de la personalidad de los personajes y, sobre todo, la esencia de la relación y los vibrantes diálogos que Eliza Doolitle mantiene con Henry Higgins y con su amigo, el Coronel Pickering. Este factor es el que marca otras diferencias y distancias que resultan más difíciles de salvar una vez que se han resuelto las primeras barreras, esas que están cimentadas en las posibilidades económicas y que cuando se solventan permiten cambiar la imagen personal, aunque no la personalidad.
Asuntos serios apuntalados por las intervenciones de los secundarios y tratados con una combinación de inteligente comicidad, ácido sarcasmo y flema británica, pero manteniendo siempre la sonrisa de su lector o espectador sin llegar a banalizar en momento alguno. Aunque sí que es cierto que hay un aspecto en el que los más de cien años que han transcurrido desde el estreno de esta historia se notan y es en las diferencias entre hombres y mujeres. Estas se presentan como algo natural en el Londres de aquel momento. Ellos son siempre más y a ellas el único área de poder o liderazgo que se les deja es la del matriarcado familiar. Cuestión importante a la que le sigue el planteamiento material de las relaciones afectivas como manera de desmitificar el sentimiento del amor. En definitiva, una sobresaliente comedia más agridulce de lo que parece en una primera impresión.
Pingback: 10 textos teatrales de 2018 | lucasfh1976
Pingback: “El dilema del doctor” de George Bernard Shaw | lucasfh1976
Pingback: “Santa Juana” de George Bernard Shaw | lucasfh1976