Kathryn Bigelow ahonda en los aspectos más sórdidos de la conciencia norteamericana por los que ya transitó en “La noche más oscura” y “En tierra hostil”. Esta vez la herida está en su propio país, lo que le permite construir un relato aún más preciso y dolorosamente humano al mostrar las dos caras del conflicto. Detroit no solo es el lado oscuro de la desigualdad racial del sueño americano, sino que es también una perfecta sinfonía cinematográfica en la que intérpretes, guión y montaje son la base de un gran resultado gracias a una minuciosa y precisa dirección.
De lo que ya es pasado a lo que es eterno, de lo que ocurrió en 1967 a lo que perdura, los sentimientos de las personas y las relaciones humanas. Un viaje de lo lejano a lo cercano, de lo específico de un lugar y un tiempo que a muchos nos es ajeno a aquello que somos todos. Esta es la equilibrada propuesta de Bigelow, sin caer en el academicismo historicista ni el melodrama épico propio de los norteamericanos, mostrar cómo nuestro hoy guarda muchas similitudes con el ayer de hace medio siglo.
Detroit sigue siendo una ciudad rota, entonces lo era racialmente y recientemente volvió a quebrar, en esta ocasión financieramente, siendo los más perjudicados los descendientes de su pasado. Las diferencias entre negros y blancos siguen a la orden del día en EE.UU., una mecha que acaba derivando en disturbios como los sucedidos este verano en Charlottesville o días atrás en St. Louis tras la absolución de un policía acusado de haber matado a un afroamericano de 24 años del que no se ha demostrado ni que portara armas ni que amenazara al agente.
Pero este Detroit no es un panegírico doliente sobre lo poco o nada que se ha cambiado. Su historia y mensaje es mucho más profundo, no se queda solo en lo visible, sino que va más allá para contarnos cómo se inicia la violencia, qué hay tras ella, de qué se alimenta, qué ocasiona y hasta dónde puede llegar su poder y capacidad de destrucción. Sin intenciones ni juicios moralistas, sin manipular ni posicionarse, dejando que los hechos hablen por sí mismos, pero contextualizándolos en las maneras y los valores del momento en que se produjeron. Un espejo de cuyo reflejo no hay escapatoria porque no solo nos vemos en él como individuos, sino también como integrantes de una sociedad que, por activa o por pasiva, ha generado, permitido y convivido con ese tipo de realidades y comportamientos.
El ritmo de esta ciudad es trepidante, combinando el estilo del reporterismo periodístico cámara en mano con breves recursos documentales que dejan ver que la recreación no va más allá de lo que fue la realidad. Acto seguido el elemento protagonista es una cuidada fotografía que da forma a las atmósferas, personalidades y actitudes de los personajes que nos encontramos en los ambientes, mayoritariamente nocturnos, de esperanza y desilusión por los que se transita. Sentimientos y sensaciones que cuando se personalizan llenan la pantalla, ofreciendo el largo culmen emocional que ejemplifica a la perfección todos los elementos –sociales, institucionales, antropológicos, históricos, culturales, educativos,…- que conforman el caldo de cultivo y de actuación del racismo y del abuso policial.
Este Detroit solo tiene algo que serle echado en cara. Es una película tan buena y auténtica y con una dirección tan minuciosa, detallada y de resultados tan estremecedores que la consideremos solo como una obra cinematográfica y no, también, como un relato verosímil de lo que fuimos y quizás sigamos siendo.
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