Que los cuarenta son los treinta de hoy no es más que una entelequia con el fin de evitar el ejercicio de reflexión que sí que hace Oscar. Un relato sobre todo aquello que conforma a una persona–trabajo, familia, pareja, amigos, sociedad-, sobre su derrumbe y la oportunidad de conocernos buscando entre los escombros. Un ejercicio doloroso en su superficie, pero catártico y sanador en su fondo. Una purga de fantasmas, mitos, mentiras y ocultaciones para llegar a lo auténtico, sincero y verdadero en el que podría considerarse el manifiesto literario de una generación.
Nos repitieron una y otra vez que estudiando llegaríamos lejos, que el objetivo en la vida era tener un contrato fijo, casarse y formar una familia que incluyera hijos. Cuando llegó el momento de que esta promesa se convirtiera en realidad, nuestro entorno cambió el discurso y nos vendió que lo que debíamos hacer era esforzarnos para conseguir aún más, que la recompensa material –dinero y posición social- podía ser tan grande que compensaría con creces la inversión que nos exigía. Pero todo saltó por los aires, se hundió, se volatilizó, no quedó prácticamente nada de lo que creíamos que existía. Las promesas resultaron ser un engaño, los ahorros pérdidas, la formación una condena de frustración y el futuro una pesada incertidumbre.
Una radiografía descriptiva que queda muy bien en los titulares de prensa y en los ensayos de los grandes analistas, pero tras la que están personas de carne y hueso, corazones, mentes y cuerpos como los que habitan Cuando todo era fácil. A ellos es a los que esta novela -sobre la vuelta a los orígenes y el shock de un homicidio- les da voz a través de la mirada y las reflexiones de Óscar. Ellos son lo verdaderamente importante, los que ahora se ven tan obligados a vivir como a sobrevivir para que el sistema no se derrumbe tras haber sido dinamitado. Extorsionados y abusados por la corrupción y la soberbia de unos pocos y con la esperanza de, sin descuidar su parcela individual, llegar a ser ganadores de una lucha sin premio alguno.
La narrativa de Fernando J. López no se limita a ser una ficción bien construida y fluida en el desarrollo de sus acontecimientos. Hay en ella una lograda intención de hacer visible todas las dimensiones de una persona, las capas que nos forman, ya sean por una cuestión cronológica –la infancia vagamente recordada, la adolescencia idealizada, la confusa adultez, la amenaza de la madurez-, relacional –los amigos que nos recuerdan quienes ya no somos, la familia cuya aportación nos cuesta ver, la pareja cuyo motor es la inercia y la costumbre-, o social –el trabajo que nos prostituye intelectualmente, la casi inexistencia del diálogo intergeneracional, los vecinos que nos hacen patente la distancia que hay entre nuestra sociedad y el modelo que decimos ser.
Pero esta novela no se queda únicamente en los grandes temas, en los que generan debates externos en los que se puede entrar sin llegar a implicarse. Su escritura es incisiva, apunta y va certero a por su objetivo, pero no se conforma con alcanzarlo, sino que entra en él, diseccionándolo y dejando ver su composición, su origen –sistémico, educativo- y sus consecuencias –individuales y colectivas-.
Al igual que en títulos anteriores (El sonido de los cuerpos o Los nombres del fuego), Fernando demuestra una gran capacidad para hacer visible todo aquello que nos construye y nos refleja, lo que tomamos, usamos y continuamos o descartamos, conjugando lo externo y lo interno y dando voz a lo importante y lo reflexivo, así como a lo aparentemente nimio e intangible, a lo que siempre está ahí.
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