La humanidad más auténtica es posible incluso en un entorno de extrema brutalidad. La mirada inocente de un niño es siempre el mejor espejo en el que comprobar cómo los adultos hemos perdido la oportunidad de vivir la honestidad de nuestros sentimientos. Nacho Sánchez es el actor, el monstruo, el grande que graba en la piel, los ojos y el corazón de sus espectadores lo que él vive sobre el escenario del Teatro Español.
La historia de Ivan y los perros tiene un lado muy atractivo y otro no tanto. En el lado positivo un relato que se dice basado en hechos reales, un niño de cuatro años huye de un padrastro maltratador y una madre alcohólica para lanzarse a vivir en las heladas calles del Moscú post-soviético. Del otro, este chaval que se lanza a la aventura de la soledad es la voz de un monólogo de ochenta minutos. ¿Puede alguien de tan corta edad elaborar un discurso que atraiga nuestra atención y mantener nuestro interés durante tanto tiempo? Esa es la misión a la que se lanza el tándem Hattie Naylor (texto) & Nacho Sánchez (intérprete) dirigido por Victor Sánchez.
El punto de vista de Iván no es el de cuando comienza su huida, sino el de un tiempo después, cuando desde el final de su infancia mira hacia atrás y recuerda cómo unos cuantos perros callejeros y solitarios como él se convirtieron en su familia. Su expresión tiene el reto de resultar verosímil, propia de alguien que no está contaminada por los referentes, valores y esquemas de una visión adulta. Hattie Naylor lo intenta construyendo una narrativa cronológica, estructurando los acontecimientos de una manera ordenada y relatando todo tipo de vivencias con una sencillez sin fisuras. Sin embargo, al texto le falta fuerza, se hace demasiado lineal y esquemático, la lógica infantil que pretende inspirarlo resulta más naif que transparente, más aparente que auténtica.
Ese es el doble desafío con el que Nacho Sánchez sale al escenario. Casi hora y media de protagonismo absoluto y superar a un texto que no le da todas las herramientas que necesita para salir a ganar. Y a pesar de este punto de partida, él lo logra.
Su despliegue vocal, gestual y corporal es amplio, diverso y completo, provoca empatía y suscita admiración. Genera comunión con su personaje y encanto ante su trabajo. No hay ni un solo instante en que Iván deje de ser un niño, en que tenga una fisura por la que se deje ver la técnica actoral de Nacho. Su voz es la de alguien de más de veinte años, pero lo que expresa con total verosimilitud son las primeras impresiones de ese chiquillo de cinco, seis o siete años para el que todo es nuevo. Sus ojos son el inicio y el después de la alegría, el miedo, la ira, la tristeza, el cariño o el desconcierto de su relato. Y el movimiento, el dinamismo y la vivacidad de su cuerpo es el amplificador de ese torrente de energía que brota de lo más hondo de Iván, buscando vivir conforme a lo que le dicta la honestidad y la pureza de su corazón y no sometiéndose a la irracionalidad de los humanos con los que se encuentra.
Ahí es donde está la mano del director, haciendo que Nacho Sánchez sea siempre Iván, pero un Iván diferente en cada momento, que crece y da forma a su personalidad y pensamiento a medida que su trayectoria vital va acumulando experiencias. Una evolución creíble y solo posible gracias al magnífico y minucioso trabajo, a la brutal entrega y al talento de a quien ya vimos brillar con luz propia en La piedra oscura y, más recientemente, en He nacido para verte sonreír.
Iván y los perros, en el Teatro Español (Madrid).
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