«Fences», la fuerza de las palabras

Una película solo es buena si antes lo es su guión, y este es extraordinario. Sus palabras toman cuerpo con dos fantásticos actores y se convierten en imagen gracias una cámara que está siempre enfocando desde el sitio que corresponde. Una historia común, pero profunda; una relación convencional, pero diferente a cualquier otra; unos personajes anónimos, pero con una luz y un brillo únicos. Los responsables, el texto teatral de August Wilson, una potente Viola Davis y un gran Denzel Washington tanto delante como detrás del objetivo.

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Nueva York, 1957. Dos hombres comienzan su descanso tras el fin de su jornada laboral como basureros. Van a la casa del segundo y allí, en el reducido espacio de su jardín trasero, beben mientras charlan sobre lo que ha dado de sí el día, sobre el pasado o sobre cualquier asunto que se les pase por la cabeza. Conversación a la que se une su esposa, una mujer que aporta una sonrisa agridulce y un punto de vista realista a la hipérbole verbal de su marido. Así es como discurre Fences, con diálogos que tienen tras de sí muchos más significados que los de las palabras que los conforman. No solo exponen hechos, acciones o pensamientos, sino que son también pinceladas a través de las cuáles ir más allá de la faz exterior de sus personajes y acceder a unas personalidades que conforman una familia unida no solo por el afecto presente y la alegría del amor pasado, sino también por lazos de costumbre, represión y aceptación silente.

Cada una de las secuencias es un acto teatral en sí mismo –así fue como lo concibió August Wilson en un texto posteriormente adaptado para el cine, constituyendo uno de sus últimos trabajos antes de su muerte en 2005-, en el que se diseccionan no solo el presente, sino también el pasado individual y la evolución conjunta, familiar y como pareja, de los Maxson. Troy, un hombre que huyó de su padre con catorce años, ex-convicto y con un hijo que un día se encontró con Rose, una mujer deseosa de ser madre y esposa fiel. Dos décadas después, y con un hijo en común, forman un matrimonio aparentemente consolidado, pero con actitudes y visiones muy diferentes sobre el sentido de su relación, la educación de sus vástagos o la relación con estos cuando ya son adultos independientes.

El guión de Wilson va profundizando poco a poco en todos estos aspectos, en lo personal, lo conjunto y lo relacional de una manera sutil, pero muy efectiva. Sin concesiones efectistas al drama ni giros sorpresivos, cuanto sucede es el resultado acumulativo de todo lo visto y escuchado hasta entonces, construyendo una historia verosímil, sin aristas ni fisuras, que convence. A medida que pasan los minutos, Fences crea una sólida atmósfera en la que se palpa la opresión que causan las frustraciones e impotencias que en ella se viven, pero en la que también se puede respirar, paradójicamente, gracias al sentido del deber que tan fervientemente practican, aunque de maneras diferentes, los Maxson.

Un compromiso que es también el dolor generado por un hogar en el que el heteropatriarcado hace difícil lo fácil, responde con noes a los síes esperados y niega cualquier posibilidad de desarrollo personal a los suyos que no sea prorrogar su modelo. Un conflicto continuo que constituye también una manera de vivir, la de continuamente agredir (y agredirse) y defenderse de mil y una formas casi imperceptibles que los rostros y los cuerpos de Viola Davis y Denzel Washington interpretan con una sobresaliente y expresiva minuciosidad. Un trabajo conjunto que en los momento álgidos de esta película da como resultado algunas de las escenas más sobrecogedoras del cine actual. Una cinta que constituye también un gran debut como director de Denzel Washington, haciendo que todo cuanto está tras la cámara se conciba, articule y coordine para mostrar de manera limpia y transparente lo que se vive, siente y construye frente a ella.

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