EE.UU. no está habitada únicamente por blancos cristianos ni fue siempre una democracia. También fue un estado incipiente en el que los negros eran esclavizados, maltratados y torturados, hasta la muerte en muchos casos. Y la violencia engendra violencia. ¿Justificada? Ese es el debate moral, más que una historia en sí, que ofrece esta película de gran factura técnica, pero con un resultado mucho más plástico que narrativo.
El hombre blanco, cristiano, anglosajón y heterosexual, que no el hombre en genérico, ha dominado al resto de seres humanos con los que ha compartido tiempo y espacio sobre la superficie de la tierra. Ha despreciado a las mujeres igual que a los que no compartían su color de piel, su planteamiento teológico, su origen étnico o su orientación sexual. Una superioridad ejercida a través de la esclavitud, la aniquilación cultural, el desprecio social o el más absoluto genocidio. De estas dos primeras formas de barbarie, de la normalización con que la practicaban unos y del hartazgo de los que la sufrían trata El nacimiento de una nación. Pero parece que bajo la premisa de revisar un acontecimiento histórico sucedido en el estado de Virginia en 1831, hay también un poso de querer abrir el debate de cuánto de aquello sigue presente, si hemos conseguido pasar página, expiado las culpas y perdonado el dolor sufrido.
Antes de plantear nada, Nate Parker –director, guionista y actor principal- presenta una realidad que no admite duda alguna, los blancos vivían como personas mientras que los negros eran esclavos a su servicio y como estos gozaban y sufrían de los avatares del día a día igual que cualquier otro ser humano. En los barracones junto a la casa señorial también se vive el amor y el afecto, el de la familia, el de la amistad y el de la pareja. Pero siempre bajo la eterna amenaza, cuando no materialización, de la vejación física más salvaje o del abuso sexual contra las mujeres ante el que no había más opción que la sumisión.
El recurso fundamental en esta primera parte de la película es una muy cuidada fotografía, de paisajes panorámicos y ambientes nocturnos, así como de interiores y retratos, que resulta muy estética, casi preciosista, pero que no va más allá de ser un medio para construir imágenes, pero que no transmiten un trasfondo más profundo bajo su superficie.
La segunda parte comienza el día en que se dice basta, que ya no hay otra mejilla que poner por mucho que lo diga la Biblia en sus múltiples pasajes. No es posible creer que haya un Dios que diga que los latigazos, los golpes, la malnutrición, el insulto, el desprecio y la extenuación física son el camino para llegar a él. Llega el momento en que uno se plantea que la violencia solo puede ser vencida con una violencia que reduzca, aniquile y elimine a los que ejercen la brutalidad, y es entonces cuando se pasa a la acción, a la lucha por la dignidad, al combate por la supervivencia.
Se plantean entonces una serie de cuestiones morales acerca del uso de la violencia, ¿no hay otro medio de poner fin a la injusticia? ¿Se puede llegar a la libertad y la igualdad mediante su uso? Pero la historia ya está trazada y aunque lo que vemos sigue teniendo una gran factura visual, el guión se mantiene en su correcta linealidad, lo que hace que El nacimiento de una nación acabe sin haber llegado a dar el salto narrativo que demandaba desde su principio.