«El cartógrafo»

Los mapas no son siempre tan objetivos como creemos. En ocasiones no reflejan la realidad tal cual es, sino la que necesitamos, queremos o somos capaces de ver. Además, las calles, territorios o naciones que representan no son espacios planos; son superficies, como la piel de una persona, bajo las que se acumulan las capas de todo lo sucedido sobre ellas a lo largo del tiempo. Blanca Portillo y José Luis García-Pérez mudan continuamente de identidad para llevarnos de la Varsovia de la II Guerra Mundial a una actualidad en la que lo que buscamos es saber quiénes somos.

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Las escenografías desnudas, como si fueran un páramo, siempre me producen una cierta sensación de aprensión, hay algo dentro de mí que las asocia con representaciones en las que el montaje ideado por el director va a dejar mucho del trabajo creativo en manos de la capacidad de interpretación de su público. A los cinco minutos de El cartógrafo comprobé que esto no era más que un prejuicio por mi parte. El escenario prácticamente vacío en que se desarrolla esta función, ocupado apenas por una mesa y unas cuantas sillas, es un territorio negro y rojo que la acertada iluminación y la buena dirección de Juan Mayorga hacen que sea extraordinariamente fértil.

En él, Portillo y García-Pérez utilizan todas sus virtudes y habilidades para hacernos sentir que dentro de nosotros late el corazón de las personas que interpretan y que es con nuestros pies con los que se desplazan por la Varsovia que durante la II Guerra Mundial vivió una de las mayores aberraciones de la historia de la Humanidad. Un acontecimiento que permanece a pesar de las capas de pintura dadas desde entonces a sus paredes, de las reformas realizadas en los edificios que acogieron el horror y de estar habitadas sus viviendas por personas que en muchos casos no habían nacido aún.

A través de una serie de escenas más o menos cortas nos llevarán desde una cómoda vivienda actual habitada por un matrimonio distanciado, a las cuatro paredes convertidas en refugio de aquellos que se sabían destinados a morir. Pasando también por otra clase de lugares, tanto interiores como callejeros, separados por décadas a la par que por tan solo unos pocos metros.  Cuadros en los que los mapas –callejeros, políticos, geográficos, guardados desde hace años, actualizados, marcados con puntos de interés,…-  sirven para plasmar de manera clara y concisa la intensidad humana y dramática de lo que se está viviendo y de lo ya vivido, de lo presente y de eso que consideramos pasado, pero que sigue latente.

Esta estructura es la que da agilidad a la obra de Juan Mayorga a la par que en algunos momentos supone su freno. Los momentos valle del texto se acentúan más, dando la sensación de producirse una interrupción en una representación que por norma fluye. Son pasajes en que los diálogos parecen no querer pasar del papel al escenario, en que no son capaces de tomar cuerpo. Afortunadamente, esta ilusión de pausa queda resuelta eficazmente gracias al sobresaliente trabajo de voz y corporal de Blanca y José Luis. Su continuo camaleonismo nos hace viajar por esas rutas de papel donde los caminos se trazan a golpe de emoción y recuerdos, búsqueda y descubrimiento.

El Cartógrafo, en Teatro Español (Madrid).

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