Tras la foto idílica de muchas familias se esconde un pasado de zonas oscuras y un presente lleno de silencios. Así sucede entre los residentes de esta casa en un lugar indeterminado del interior americano en la que Sam Shepard disecciona sus ilógicos y anacrónicos comportamientos para acceder a un brutal y oculto secreto que asfixia cualquier posibilidad de dignidad y relación afectiva entre todos ellos.
En la planta superior de la casa en la que viven Dodge y Halie se puede ver una fotografía enmarcada en la que aparecen un hombre, tres niños y una mujer con un bebé en brazos. Ansel es uno de esos tres jóvenes, falleció poco después de casarse. En el inicio de la función, y ante un padre y marido enfermo y alcohólico, su madre cuenta que va a reunirse con el sacerdote de su parroquia esperando que erijan una estatua en homenaje a su bondad como persona y sus habilidades como baloncestista. Era su hijo favorito, su orgullo, su esperanza, y no como Bradley, alguien rudo a quien un accidente en el campo dejó sin una pierna, o como Tilden, un inestable, incapaz de valerse por sí mismo, que huyó de Nuevo México para volver al refugio de sus progenitores. Un turbio sistema relacional que salta por los aires con la llegada inesperada, tras años sin tener relación con ninguno de ellos, de Vincent, el hijo de Tilden, acompañado de su novia, Shelly.
Comienza entonces una cuenta atrás iniciada por las preguntas del benjamín y las absurdas respuestas que recibe de aquellos a los que se encuentra. Una burbuja inflamable de negaciones, agresividad y desprecio que Sam Sheperd va graduando correctamente, dejando que ahogue tanto la atmósfera de la acción sobre el escenario como la conciencia de sus espectadores. Un proceso que viven en primera persona Tilden y Shelly, aturdidos primero, llenos de ansiedad después, casi asfixiados a continuación. ¿Es posible salir de una situación sin principio ni viso de final, que no entiende de tiempos y que solo contempla el espacio que tiene frente a los ojos?
Una claustrofobia de doble dirección. No hay más mundo que esta granja, en mitad de la nada del estado de Illinois, y los campos de cultivo que la rodean. No hay más posibilidades de vivir que las estrictamente biológicas. Un mapa emocional articulado a la perfección por Shepard en el que no existen los afectos ni los sentimientos, no hay relación ni reconocimiento alguno, casi ni físico. El único vehículo de conexión entre todos ellos son las imperfecciones, los defectos y las taras. Unos las tienen y otros sufren las consecuencias. Los que han cometido los pecados cargan en su conciencia con el lastre de lo hecho, pero la penitencia resulta ser expiada siempre por el más inocente, el más débil.
De la misma manera que los personajes no tienen piedad entre sí, el autor tampoco la tiene con aquellos dispuestos a acercarse a su historia. En Buried child no hay un segundo de tregua ni un gesto amable, nadie está libre de ser atacado o herido, y lo peor de todo, Shepard lleva la acción hasta hacernos sentir que ninguno de nosotros está libre de convertirse en un perpetrador de semejantes daños y crueldades.
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