Sin rodeos, sin adornos, sin piedad, sin límites, una experiencia brutal. Dolan va más allá del texto teatral del que parte para ahondar en la (in)consciencia de las emociones que tejen y entretejen las relaciones familiares. Las palabras cumplen su papel con eficacia, pero lo que realmente transmiten son los rostros, los cuerpos y las miradas de un reparto que se deja la piel y de una manera de narrar tan arriesgada y valiente como visualmente eficaz e impactante.
Volver después de doce años sin apenas contacto para anunciarle a tu madre y hermanos que vas a morir. Eso es lo que cuenta Louis-Jean en la primera secuencia, un medio perfecto para hacer que nuestro cuerpo se ancle en la butaca y la mirada se pegue a la pantalla. La expectación nos tiene cogidos por la boca del estómago, pero el director no se conforma y nos lleva más allá. Su objetivo no es hacer de nosotros espectadores de esta historia, sino que la vivamos desde dentro, como personajes sin voz. Antes de que oigamos nada, de que escuchemos las frases de sus diálogos, estaremos casi tocando la piel de los que las pronuncien, podremos ver a través de sus pupilas el fogonazo de lo que sus mentes les dicta a sus labios. Solo el fin del mundo es, con su continua sucesión de primeros planos largamente sostenidos, un análisis clínico de la verdad que esconde cada familia, de todo aquello que de no dicho, de ser evitado tanto tiempo, acaba convirtiéndose en un hueco inevitable, en una distancia inexplicable.
Dolan va más allá de la parte teatral y escenográfica de su guión –un texto escrito originalmente para ser representado sobre las tablas-, a él lo que le interesa es ver cuáles son los conflictos que se producen en nuestro interior. Cómo conviven el deseo y la necesidad del amor con el dolor, la ira y el miedo. Qué hace que busquemos sin fin el cariño y qué provoca la continua detonación brutal de la ofuscación. Y sobre todo, como manifestamos ese conflicto a través del brillo de nuestros ojos o del movimiento de nuestras manos. Un hilar extremadamente fino que exige intérpretes muy avezados para sostener el peso de una narración que se centra en ellos. Todo está –incluso los momentos de realismo mágico o las entradas musicales en modo onírico- al servicio de los personajes, a lo que tienen que decir, a lo que sienten, a lo que transmiten, a lo que desean ser capaz de expresar.
Será porque Vincent Cassel o Marion Cotillard son muy sólidos y no hay reto que se les resista, será también por lo buen director de actores que es Dolan (basta con recordar su anterior título, Mommy), pero el resultado es memorable. A destacar la madre universal que encarna Nathalie Baye, ella lo es todo, una fuente de energía infinita que toma la forma que haga falta para que la red familiar que ha creado se mantenga. Por su parte, la interpretación de Gaspard Ulliel es brillante, él sintetiza lo que vemos, sentimos y pensamos, el conflicto, el drama, el quiero y no puedo, el esfuerzo de tener ganas, pero también el vacío y el sufrimiento de no tener fuerzas. Un trabajo fascinante, tanto el suyo como el de sus compañeros como, sobre todo, el de Xavier Dolan.
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