Tom Ford ha escrito y dirigido una película redonda. Yendo mucho más allá de lo que admiradores y detractores señalaron del esteticismo que tenía cada plano de “Un hombre soltero”. En esta ocasión la historia nos agarra por la boca del estómago y no nos deja casi ni respirar. Impactante por lo que cuenta, memorable por las interpretaciones de Jake Gyllenhall y Amy Adams, y asombrosa por la manera en que están relacionadas y encadenadas sus distintas líneas narrativas.
Una fuerte bofetada en la cara, esa es la impresión con que se sale de la proyección de Animales nocturnos. Desde sus mórbidos títulos de crédito iniciales no hay un instante de tregua a lo largo de las casi dos horas de metraje. Sin prisas, la historia de la galerista Susan y su exmarido y escritor Edward se mastica al ritmo necesario para ser degustada y digerida en su totalidad. De manera comedida, pero sin posibilidad de marcha atrás ni de escapatoria. Una vez que ha comenzado estás atrapado por todas las tramas de las que sus personajes desean huir. La de la ciudad sin alma que es Los Angeles en una vida que no es más que postureo artístico y palabras vacuas para Amy Adams (tan protagonista como en La llegada), o la del árido y purgatorio estado de Texas por el que Jake Gyllenhall (tan animal interpretativo como en Nightcrawler) viaja con su familia hacia un violento destino.
Dos planos narrativos que se relacionan alternando la lectura y el contenido del manuscrito de una novela, llevándonos de un punto a otro de EE.UU. y jugando con su brutal realismo a no dejarnos claro si lo que nos está contando es una ficción o un relato autobiográfico. El montaje es ese medio con el que mediante planos que se encadenan -no solo superponiendo su composición visual, sino también a través de su compartido peso emocional- se nos lleva de un lugar a otro y del momento actual a los recuerdos de lo sucedido hace veinte años, a ese punto en que quizás se comenzó a fraguar buena parte de la agorafobia del presente y de unas necesidades que más que expresivas son casi vitales.
Cada secuencia parece estar pensada como si fuera una pieza audiovisual en sí misma, un pequeño relato que tiene que aportar y decir algo al conjunto. No hay nada que carezca de protagonismo o sentido, todo transmite una profunda sensación de estar meticulosamente pensado y llevado a cabo para lograr el objetivo último que es un encaje perfecto entre interpretaciones, guión y recursos técnicos.
Como cabía esperar de él, Ford también hace alarde de su dominio de lo estético, pero yendo más allá de la belleza plástica y utilizándolo con un sentido profundamente expresionista. He ahí el ambiente de la inauguración de la galería –performance incluida- con el que abre la película y la reunión en el museo de arte moderno con esa atmósfera entre alienante y de ciencia-ficción. Pasajes alucinógenos en una narración cinematográfica que -con una espectacular fotografía y una maravillosa y sinfónica banda sonora- tiene una magia que combina el equilibrio del Hollywood clásico de Hitchcok con la atemporalidad de Kubrick, la crudeza de Iñarritu y el impacto de la fotografía más actual en sus múltiples vertientes (documental, periodística, publicitaria,…).
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