El pasado está ahí, pidiendo ser conocido y clamando convivir con nuestro presente. Mientras no le demos el tiempo y espacio que reclama, el futuro será imposible, no tendrá raíces ni base sobre la que crecer. Enfrentarse a él y bucear en sus entrañas puede llegar a ser un proceso difícil y complicado, lleno de momentos no solo amenazantes, sino de realidades desconocidas de gran crueldad. Un texto brutal y una eficaz puesta en escena con un reparto que se deja la piel sobre el escenario y en el que destaca por su maestría Nuria Espert.
La función comienza en la oficina de un notario que le cuenta a dos hermanos gemelos la última voluntad de su madre. Su reciente orfandad acrecienta el abandono que sintieron durante los últimos cinco años, tiempo en que su progenitora no habló ni interactuó con ellos de ninguna manera. Les son entregados dos sobres que han de hacer llegar en mano a sus destinatarios, uno al hermano que no sabían que tenían y otro al padre que nunca conocieron. Comienza entonces una búsqueda en la que esperamos se desvele el enigma que encabeza el programa de mano de estos Incendios en el Teatro de la Abadía, “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”.
El calendario retrocede varias décadas atrás, hasta un país árabe en el que vemos enamorarse a dos jóvenes. Pero lo bonito del amor dura poco, el conflicto, la guerra, la destrucción, el llanto y la separación ocupan su espacio a la fuerza, destruyendo, eliminando y dominando cuanto les sea posible. Un terreno oscuro, violento y peligroso en el que Laia Marrull avanza poniendo toda su fuerza, energía y voluntad encarnando a esa madre que escapaba del horror por el camino más difícil, introduciéndose en él para buscar al hijo que le arrebataron al nacer.
Cuando volvemos al presente más cercano, Nuria Espert es esa mujer que hace balance de su vida, para la que ya nada es bueno o malo, sino una combinación de opuestos y de mil matices, detalles, tonalidades y grados en unas intervenciones absolutamente perfectas. Cada frase, palabra y sílaba que pronuncia está dotada de una locuacidad y riqueza de significados que hace que el aire de la sala se convierta en una atmósfera de sensaciones y emociones unificadas bajo cuyo influjo todos sus espectadores sufren la variante teatral del síndrome de Stendhal.
Carlota Olcina y Alex García son las dos caras de las consecuencias de todo aquello, ella es la que está dispuesta a volver atrás para completar los vacíos de información y él quien no quiere saber nada, a quien el dolor reciente le hace renegar de quien viene y no querer saber ni el cómo ni el de dónde. Pero el mandamiento de la lealtad y el sentido de la oportunidad hace que la hija investigue en la línea biológica para completar no solo su línea vital, sino también la más amplia de su familia. Un proceso que se convierte en símbolo de todos aquellos que como ellos ya no esperaban a ser parte de una sociedad, sino únicamente conseguir huir del horror y la destrucción.
Un periplo en el que se encuentra a una serie de personajes de una única aparición encarnados por los mismos intérpretes que ya hemos visto en otros papeles, en lo que es una muestra de la enorme capacidad de este elenco y de su sobresaliente dirección por parte de Mario Gas. Un trabajo que acrecienta las muchas dimensiones –temporales, personalidades, vínculos, motivaciones,…- del profundo e inteligente texto de Wajdi Mouawad que demuestran que el teatro –tanto leyéndolo como siendo testigo de su representación- puede ser una vía de llegar a una verdad humana a la que por otras rutas quizás no fuéramos capaces de llegar.
Incendios, en el Teatro de la Abadía (Madrid).
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