Una perfecta disección de la España rural de los años 40 a través de un grupo de jóvenes con toda la vida por delante. Un tiempo y un lugar en el que el hambre, el miedo, la influencia omnipotente de la religión, la desigualdad social y la lucha por la supervivencia cubren cada rincón de cuanto existe y acontece. Un asfixiante presente que tiene tanto de brillantez literaria como de retrato político, social y cultural.
Las manos son cuarenta y cuatro escenas a través de las cuales conocemos cada aspecto, cada rincón y momento de la vida en un pequeño pueblo del interior de España una década después de la Guerra Civil. Un lugar en el que se pasean invisibles las víctimas de la contienda y la vida se gana cultivando una tierra de la que no se es propietario y cuyo resultado está, además, suscrito al capricho de la meteorología. Lo que no se consigue con esfuerzo y sudor, requiere también muchas lágrimas, como sucede en el campo de las relaciones personales para hacer frente a las imposiciones de las diferencias sociales –cuyo único fin es repartir entre ricos y pobres, entre terratenientes y trabajadores, derechos de un lado y deberes de otro- y de la superchería religiosa, cuya sombra llega a marcar hasta la distribución de días festivos y laborables en el calendario.
Un vivendus teatral en la estela narrativa y dialogada del gran Miguel Delibes (El camino, Diario de un cazador, Los santos inocentes) y con un punto de vista de vista similar al del médico protagonista de Un hombre afortunado con el que John Berger mostraba lo invisible de la comunidad local en la que este trabajaba. Un completo recorrido por todos los aspectos que conforman la cotidianidad de una serie de personajes a lo largo de las estaciones del año y las horas de cada día, así como por los pequeños mundos de su universo: los muertos que dejó el todos contra todos, la sumisión ante los que poseen la tierra y el miedo a las patrullas de la Guardia Civil, la esperanza puesta en lugares que no se conocen (Madrid o Argentina), las diferentes fórmulas del cortejo entre hombres y mujeres, las continuas cábalas para saber si con lo que hay en la despensa se matará el hambre, las posibilidades que da una mínima educación formal, si no arruinará la cosecha la helada, la falta de lluvia o su exceso,…
Las indicaciones del texto, con momentos en que los actores combinan el diálogo entre sí con acertadas y precisas interlocuciones directas al espectador desde dentro de la escena representada, revelan una propuesta en la que se nos habla desde nuestras raíces, desde aquellos que eramos a quienes somos ahora. Una evocación de la España rural que un día fuimos, de esos tiempos en que la mayor parte de los ciudadanos de este país teníamos contacto diario con unos padres o unos abuelos que vivieron en su piel lo que se nos cuenta en Las manos, con un pueblo del que éramos originarios y con el que manteníamos vivo el lazo que nos unía a él, en el que pasábamos vacaciones y al que realizábamos viajes llevados por la costumbre y el peso de la tradición familiar. Un pasado que recordar, que mantener vivo y presente y que honrar, también teatralmente con trabajos como este primer volumen de lo que sus autores denominaron Trilogía de juventud.
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